Según cuenta Juan Cruz, el hermano de Gabriel García Márquez, Eligio, en un texto periodístico publicado en 1971 narra las desdichas que el éxito de Cien años de soledad le provocan a su autor. Este, abrumado por los medios de comunicación, los congresos literarios y la vida intelectual, clama que solo quiere dedicar su tiempo a “las canciones de los Rolling Stones, la revolución cubana y cuatro amigos”. Curiosamente, más de cuatro décadas después de los acontecimientos del Mayo Francés, solo sobreviven dos correlatos del sesenta y ocho: el grupo inglés y el sistema cubano.
Al contrario que Jim Morrison (quien sigue en París, enterrado en el cementerio de Pere Lachaise) o John Lennon, iconos musicales que no desentonaron con la contestación, Mick Jagger y Keith Richards siguen vivos y rodando por los escenarios del mundo, adaptándose, mutando y alimentando una estela de un inconformismo tan lábil, incluso inexistente, como el supuesto contractualismo de Rousseau que aparentemente nos guía.
Pete Townshend ya no rompe guitarras, los Hells Angels no acompañan a los Rolling Stones ni se queman discos de los Beatles por blasfemia como ocurrió en el sur de los Estados Unidos (por cierto, Ringo Starr, un adelantado a su época comentó en su día: “no es un mal negocio: en un año volverán a comprar los discos que hoy inmolan”). Pero los Rolling ruedan y Fidel Castro sigue escribiendo en el Granma.
Iván de la Nuez, en su libro Fantasía Roja, describe la famosa fotografía que Alberto Díaz Guitiérrez, Korda, le hizo a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y el Che Guevara. En la imagen, tomada en el despacho de Guevara, este le da fuego a Sartre que empuña un habano ante la mirada complaciente de Beauvoir. De la Nuez sugiere que en esa escena Guevara le ofrece a Sartre el fuego de la revolución y también advierte que la fotografía fue tomada en plena noche y que a Sartre le llama la atención el insomnio de Guevara. “En aquel despacho no entra la noche”, escribirá el filósofo francés. Pero si bien es Guevara la luz de la revolución, quien sigue encendido es Fidel, a quien Sartre prefiere antes que al Che: no es intelectual, es el líder de la Revolución y es cubano, apunta Iván de la Nuez.
Tiempo después, en París, Sartre respaldará al movimiento del sesenta y ocho y codo con codo acompañará a su líder, Daniel Cohn-Bendit. El activista y el filósofo, juntos, son uno de los símbolos que perduran en el tiempo. Dice Cohn-Bendit a Sartre, durante una charla de la época: “Lo importante es que se ha demostrado la eficacia de los métodos revolucionarios”. Y el filósofo diría en Cuba: “La originalidad de la Revolución consiste en ir directamente a hacer lo que hay que hacer, sin tratar de definirlo mediante una ideología previa”. Cohn-Bendit parece haber seguido al pie de la letra esta reflexión ya que muchos años después declina pedir lo imposible (“Seamos realistas, pidamos lo imposible”, sugerían las paredes) y apela a la responsabilidad desde su escaño en el Parlamento Europeo. Como Mick, como Keith, sigue rodando. Tanto, que deja la política definitivamente para preparar su proyecto más deseado: rodar un documental del próximo Mundial de fútbol en Brasil.
En el documental Stones in Exile se puede ver cómo los Rolling Stones crearon y grabaron el legendario disco Exile on Main St. Todo se condensa en una villa de la Costa Azul alquilada por Keith Richards, que impone su estilo de trabajo: improvisación total en medio de todo tipo de excesos. Es en esos días cuando nace el eslogan “Sexo, drogas y rock & roll”. Improvisaban durante días y días hasta que, de repente, todo convergía y los temas iban surgiendo. Mick Jagger acató con desgana el método de Richards. “La grabación se convirtió en algo perjudicial para el grupo”, se queja Jagger en un momento del documental. La lectura de Richards fue esta: “Mick necesita saber qué va a hacer mañana. Yo estoy contento con levantarme y mirar quién anda alrededor. Mick es rock, yo soy roll.”
Fidel es rock. Sartre y Cohn-Bendit, roll. El asunto es no dejar de sonar para conseguir satisfaction.