La portada de mañana
Acceder
Puigdemont estira la cuerda pero no rompe con Sánchez
El impacto del cambio de régimen en Siria respaldado por EEUU, Israel y Turquía
OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

El libro de Semiya Simsek

Fernando Aramburu

0

De un tiempo a esta parte, la prensa alemana dedica amplio espacio a los pormenores de una historia de crímenes político-racistas. Dicha historia reproduce a escala menor aquella que inspiró a Paul Celan el célebre verso: La muerte es un maestro de Alemania. A los asesinatos en serie siguió una campaña de difamación y acoso a algunas de las víctimas que recuerda las vicisitudes de Josef K., protagonista de El proceso de Franz Kafka.

Empecemos por el mortífero maestro. En realidad fueron tres (dos varones y una mujer), neonazis armados para más señas. Sus nombres y fotografías aparecen con frecuencia en los periódicos y la televisión. La prensa española también ha dado cuenta de ellos. Al parecer constituye una característica de la especie humana la fascinación por el mal y por los malos, a los que suele dedicárseles mayor atención que a sus víctimas. Aquí no se les va a conceder honor alguno. Los dos varones, acorralados por la policía, optaron por quitarse la vida. La mujer cómplice fue detenida poco después. El pasado mes de marzo comenzó su juicio.

Originarios de la extinta República Democrática Alemana, en cuyo territorio el ultraderechismo alcanza hoy día dimensiones harto preocupantes, los tres jóvenes activistas se dedicaron durante diez años, con apoyos logísticos varios, a recorrer Alemania asesinando a sangre fría a pequeños comerciantes de aspecto turco. En un barrio de Colonia, donde viven numerosos extranjeros, hicieron estallar un artefacto repleto de clavos. Hay imágenes que muestran a uno de los terroristas empujando una bici. Ese y otros indicios no bastaron para que la policía acabara con sus acciones sangrientas. En la cuenta de sus crímenes entran un griego y una agente de policía, pequeñas desviaciones asumidas con facilidad por su exacerbada xenofobia.

No menos lamentable es la parte kafkiana de la historia, expuesta en un libro reciente por Semiya Simsek, la hija de la primera víctima. Escrita en colaboración con un periodista, su testimonio (Hogar doloroso) no consiste en modo alguno en un ajuste de cuentas. Es otra cosa. Contiene una pormenorizada reflexión sobre los vínculos de la autora con el país donde se crió, pero en el que todavía encuentran dificultades de integración los ciudadanos con señas migratorias. El libro es también un duro reportaje sobre la incompetencia, los prejuicios y los malos modos de la policía alemana, así como un relato de la humillación y las calumnias que convirtieron a las víctimas de los neonazis (no solo al padre de la autora) en culpables de su propio infortunio.

El trío de asesinos perpetró su primer atentado mortal un día de septiembre del año 2000, en la ciudad de Fráncfort. Enver Simsek, un vendedor de flores, es tiroteado en su establecimiento. La policía considera que ocho balas para liquidar a un simple florista son demasiadas. Desde el principio recela del muerto. Sin prueba ninguna traslada a la prensa sospechas que vinculan al asesinado con drogas, prostitución, prácticas mafiosas, represalias entre clanes. En consecuencia, las investigaciones se centran en el entorno familiar del interfecto. Su esposa, una mujer sencilla que apenas habla alemán, es sometida a rigurosos interrogatorios, durante los cuales, además de recibir gritos y otras vejaciones, es obligada a revelar confidencias de su relación marital. Su vivienda es registrada. El negocio de las flores se viene abajo y la viuda se hunde en una profunda depresión. Su regreso a Turquía no hace sino agudizar el problema. Vecinos y parientes turcos, devotos creyentes, están convencidos de que el difunto Enver había ofendido gravemente a dios.

El comando neonazi seguirá asesinando extranjeros a sus anchas hasta que, poco después del asalto a una caja de ahorros, los dos varones se suiciden para impedir su detención y la cómplice haga saltar por los aires la vivienda donde los tres se refugiaban. Tan solo entonces, identificada el arma de los crímenes, la policía empezará a atar cabos y entenderá lo que en su monumental incompetencia no había podido, acaso no había querido, ver: el trasfondo nazi-racista de aquella serie de asesinatos.

Semiya Simsek describe en su libro el infierno de humillación, de miedo y desesperación vivido por ella y su familia. No falta en él, claro está, un toque de denuncia relativa a la facilidad con que la sociedad alemana criminaliza a los turcos y, en general, a los extranjeros de piel morena. Bien es cierto que la canciller alemana Angela Merkel pidió perdón públicamente por las acusaciones falsas vertidas contra las víctimas y por la pésima gestión de la policía. El presidente de la república, Joachim Gauck, recibió a los familiares de las víctimas en el Palacio Bellevue. Son gestos que acaso consuelen, que quizá procuren una pequeña reparación al cabo de tanto sufrimiento, pero que no equivalen a la justicia, justo aquello, junto a la recuperación de la dignidad, a lo que personas como la joven Semiya Simsek aspiran.