Después de cada gala de los Goya, España vuelve a reconfigurarse como pelotón de linchamiento. No son solo las portadas de la prensa de derechaS, cuya rapidez de reflejos para señalar la supuesta doble moral de una actriz no tiene su correspondencia a la hora de cartografiar el abismo que se abre entre el incumplimiento de las promesas electorales y el cumplimiento del deber: es, también, ese público no necesariamente adscrito a la caverna ideológica que, en redes sociales, sigue el impulso de dar por seguro que en Blancanieves se masacraron astifinos sin siquiera tomarse la molestia de comprobar que ningún fotograma de la película de Pablo Berger puede sostener tal suspicacia… O el impulso de afearle la conducta a Candela Peña por cometer el, al parecer, irreparable pecado de tener conciencia política sin ser, necesariamente, pobre. O el impulso de cuantificar el valor de unos modelos de primeras marcas, a las cuales igual se les ha pagado como algunos neomedios de comunicación están pagando a los periodistas: con visibilidad.
Nunca me han gustado los Goya, ni las galas de los Goya. Tampoco me han gustado nunca los Óscar, ni la ceremonia de la Academia de Hollywood. Recuerdo, también, que en los tiempos del “No a la guerra” y de esa ceremonia de los Goya que, lo queramos o no, hizo historia, me incomodaba el hecho de que la única reacción visible al Gobierno estuviera encarnada, precisamente, por actores que, en ocasiones, sobreactuaban. Esa incomodidad se ha ido diluyendo: como todos sabemos, ha habido capacidad de respuesta popular más allá del star system, pero todo eso del “No a la guerra” ha dejado una estela más o menos preocupante que ha acabado condicionando la percepción de esta última ceremonia. Una ceremonia que sí, ha sido como todas: entre lo rancio y la obsesión por no serlo, entre el glamour y lo pintoresco, con un monólogo de arranque de Eva Hache que no estuvo mal aunque acabó con una frase rara que se daba a malinterpretaciones –y que quizá malinterpreté- alrededor de su posible desprecio a esos nuevos efectivos que se enmarcan dentro de un cine (ya no tan) invisible que quizá aún tardará en estar ahí, en futuras ediciones de esa ceremonia (aunque sí ha estado, por ejemplo, en la de los Premios Ciutat de Barcelona), y un monólogo posterior sobre el lenguaje SMS de ritmo discutible que preferiría no haber escuchado… Una gala con premios cantados que funcionaron como la insignia al empleado del mes (en este caso, del año) y otros que reconocieron riesgo, diversidad y síntomas de transformación y movimiento en lo que antes era paisaje estático, endogámico y demasiado autosatisfecho… Pero, sobre todo, una ceremonia que no fue como la del “No a la guerra” porque, desde dentro y desde fuera, todo el mundo parecía estar alerta, reprobando desde opuestos signos ideológicos al premiado o al presentador empeñado en perseverar en el desacato. A Maribel Verdú, Candela Peña y José Corbacho –estos dos últimos reprobados públicamente por el propio presidente de la Academia- les ha tocado el ingrato papel de ser las tarántulas en el plato de nata: los que se han quejado a destiempo, los que han llevado la ideología adonde solo había ánimo de premiar no sé si el talento, el genio, el trabajo, la industria o la taquilla, pero que, inevitablemente, era algo que ocurría aquí y ahora y no en el limbo del glamour ajeno al tiempo, al espacio y a los desahucios.
Si hubiese que resumir el discurso institucional del presidente de la Academia en una sola frase sería esta: el cine es de todos (ni de los de la ceja, ni de los del bigote). Si pudiésemos ampliar la letra pequeña del discurso quizá obtendríamos esto: un cine desideologizado, aproblemático, como, de hecho -¡oh, paradoja!- suele ser el cine español que se suele hacer (y premiar) por regla general. Entre la gala del “No a la guerra” y la este año existe una diferencia sustancial: basta pasearse un rato por Facebook y Twitter para comprobar que los términos “hipócritas” y “subvencionados” ya no son material exclusivo de la caverna, pero seguro que a la caverna le encantaría esta idea de España: el pelotón de linchamiento cohesionado contra un gremio susceptible de encarnar toda sospecha.
Junto al linchador medio –y, por lo general, anónimo-, el gremio de la fama tiene a otros temibles glosadores de sus (supuestas) infamias: ese modelo de periodista especializado al que se le presuponen ciertos conocimientos cinéfilos pero que, cuando puede, revela una viperina lengua de reportero rosa tan bregado en la difusión de cotilleos dudosos como generoso en la sanción moral de costumbres ajenas (las propias, al parecer, nunca se colocan bajo los focos). No sé si ustedes leen mucha prensa cinematográfica, pero un servidor lleva una temporada un poco alarmado por el puritanismo justiciero que traslucen algunas informaciones sobre, pongamos, Lindsay Lohan, Sasha Grey o, sobre todo, Kristen Stewart. Es una vieja tradición que probablemente se remonte a los tiempos en que Fatty Arbuckle se convirtió en el chivo expiatorio para incrementar la vigilancia moral sobre el Hollywood babilónico: el periodista de dinámica vital poco ejemplar que se transmuta en un Torquemada a la hora de glosar un adulterio o un extravío tóxico por parte de un famoso. Esa subespecie periodística debió de frotarse las pezuñas cuando trascendieron las pintorescas noticias de la transformación de Larry Wachowski en esa Lana Wachowski que, ahora, en el marco de la promoción de El atlas de las nubes, que se estrena esta semana, ha tenido el arrojo de mostrar su nueva identidad.
Bien, tampoco nos hagamos los chulos: un servidor no está tan curado de espantos como para afirmar que, en su día, la noticia no le resultó chocante. Resumamos: Larry Wachowski se sometió a un largo proceso de reasignación de género a raíz de su relación sentimental con la famosa dominatrix de Los Angeles Ilsa Strix. Lo que sí me parece irrefutable, a día de hoy, es que Lana Wachowski no es alguien de quien uno pueda chotearse. Es uno de los pocos cineastas contemporáneos con un bagaje de experiencias vitales capaz de acreditarle, casi, como un maestro de vida, alguien capaz de haber experimentado en carne propia una fluidez identitaria y de género que podría permitirle hablar, desde dentro, de muchos asuntos que el artista común, monolítico en identidad y género, solo puede rozar en grado de tentativa. Lana Wachowski ha sido hombre y mujer, ha cambiado de rostro e identidad por amor y la relación que le ha servido como motor de la transformación ha tenido que ver con la entrega y la sumisión. Tengo clarísimo que, ahora mismo, me interesa mucho más lo que pueda contarme esta señora –o este postseñor- que lo que me pueda contar un caballero heterosexual de clase media, mediana edad y padre de, pongamos, dos hijos varones.
Había, pues, razonables expectativas para ver El atlas de las nubes, adaptación de la ambiciosa novela homónima de David Mitchell que Lana Wachowski ha codirigido junto a su hermano Andy y al alemán Tom Tykwer, a pesar de que el tráiler disparase la señal de alarma con su envoltorio de grandes palabras y mística New Age. Habrá quien vea –o quien quiera ver- en esta superproducción henchida de falsa importancia, falsa trascendencia y no menos falsa poesía una suerte de criptograma sobre la transformación identitaria de uno de sus coautores: el reparto de la película –en el que concurren nombres como los de Tom Hanks, Halle Berry, Hugo Weaving y Jim Broadbent- se somete a una chirriante ramificación de registros que hace que cada rostro atraviese géneros y razas con resultados a menudo distanciadores por involuntariamente cómicos. El atlas de las nubes cruza tiempos, relatos y registros para acabar subrayando la idea utópica de que todos estamos conectados y de que el motor que imanta a la humanidad es el cambio y la superación de fronteras (de identidad y de todo tipo). La película acaba encarnando una paradoja: el anterior trabajo de los Wachowski, Speed Racer (2008), fue considerada una película idiota y orgullosa de serlo, pero en ella había más invención de lenguaje que en este monstruoso trabajo con vocación de obra total. Resulta frustrante que el camino de Larry a Lana haya cristalizado en una barroca nada antes que en sintética sabiduría.