Como muchas otras obras medievales, Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, no existió hasta el siglo XVIII.
A ver: existir sí existió, porque fue escrita en el siglo XIII. Pero nadie, o casi nadie, oyó hablar de ella hasta que en 1780 el medievalista Tomás Antonio Sánchez la descubrió, la editó y la imprimió por primera vez.
A partir de esa fecha sí. A partir de esa fecha el libro de Berceo ocupó su correspondiente nicho en ese escaparate llamado Literatura Medieval, y todos los niños de España pudieron ya leer en sus libros de texto que Milagros de Nuestra Señora es la obra de literatura religiosa más importante del siglo XIII.
Pero Cervantes, por ejemplo, no la conoció. Ni Góngora tampoco. Ni Lope, ni Garcilaso. Ni siquiera el Marqués de Santillana, más próximo al siglo XIII y autor de la primera historia —sui generis— de la literatura española, había oído hablar jamás de Berceo.
Hasta 1780 Milagros de Nuestra Señora no debió de conocerse más allá del Monasterio de San Millán de la Cogolla, en La Rioja, donde seguramente se escribió.
Berceo debió de hacerlo pensando en los monjes, en los clérigos, en los novicios de su propio monasterio. Y debió de hacerlo con un triple propósito.
Uno: ejercitar la lectura y la escritura del castellano, un idioma que aunque todavía estaba en pañales, era hablado precisamente por la gente a la que la Iglesia católica quería llegar.
Dos: explicar con claridad y espíritu divulgativo la doctrina cristiana.
Y tres: ofrecer a los predicadores de su monasterio —a los que ya lo eran y a los que lo iban a ser— una colección de entretenidas viñetas protagonizadas por la Virgen para que las incluyesen, si querían, en sus sermones y los hicieran alimenticios pero digeribles.
Las dos últimas razones —su propósito divulgativo y su intención de que el relato de estos milagros sirviera como material a los sermones dirigidos a la gente corriente— explican el carácter sencillote y un tanto naif de estas 25 historias, salpicadas de refranes, giros populares y detalles de la vida cotidiana.
Cada una de ellas narra un milagro de la Virgen.
Algunos consisten simplemente en la intercesión de la Virgen ante su Hijo para que este resucite a alguien que ha muerto en pecado y pueda enmendar su falta.
Pero otras veces los milagros son verdaderos milagros. Como cuando muere cierto clérigo muy vicioso y es enterrado fuera de la villa. Al exhumar su cuerpo un mes después para enterrarlo en su convento por orden de la Virgen, descubren que el cuerpo está incorrupto y que en la boca tiene una flor, que inunda de buen olor todo el pueblo.
Algunos milagros son premios otorgados por la Virgen a sus devotos. Otros son castigos, también milagrosos, que inflige a sus enemigos o a los enemigos de sus devotos.
Sea como sea, la Virgen de Berceo siempre está alerta como un superhéroe de nuestro tiempo. Y tardará más o menos en llegar, aparecerá antes o después, pero siempre acudirá al rescate y por supuesto resultará victoriosa en sus combates contra el Mal.
Una especie de Superwoman a lo sagrado.
De los 25 milagros mi favorito siempre ha sido “El romero de Santiago”, protagonizado por el fraile Giraldo, gran pecador, que un día decide hacer el Camino de Santiago, sin observar la exigencia de vigilia y castidad antes del viaje.
La noche antes de iniciar la romería tiene un devaneo con una mujer y, claro, en pleno Camino de Santiago, se le aparece el demonio disfrazo de ángel y le recuerda lo que ha hecho.
El fraile se asusta y se ofrece a hacer lo que le diga este devil in disguise, cualquier cosa.
Y el falso ángel le dice que se corte los genitales. Así, tal cual. Que se corte lo que le ha hecho pecar.
El pobre Giraldo lo hace y muere desangrado.
Aunque su alma pertenece a los diablos, por suicida y pecador, el santo Santiago intenta detenerlos.
Se celebra entre ellos una especie de debate.
Y cuando el intento de Santiago por salvar el alma de Giraldo parece a punto de fracasar, la Virgen interviene y decide que Giraldo resucite.
Y Giraldo resucita, aunque sin genitales. Pero, eso sí, con la herida del corte cicatrizada y un agujerito muy a propósito para orinar.
¿Se inventó Berceo estos 25 relatos?
No. Todos ellos, salvo uno y la introducción, existían antes, escritos en latín. Las colecciones de milagros son un viejo género literario, que se remonta al siglo XI. El propio Berceo repite a cada paso que no inventa nada, que su tarea se ha limitado a recopilar unas cuantas historias que ya circulaban por ahí.
Pero tampoco lo creamos a pies juntillas. Berceo era un tipo bastante culto que se hacía el tonto y que como buen maestro tenía la capacidad de ponerse a la altura de la gente a la que quería llegar.
Sus milagros no son ni mucho menos una traducción literal de los originales escritos en latín, sino una recreación, una reescritura de esos textos, que ilumina unas partes, oscurece otras, colorea algún rasgo o elimina otros.
Eso es al fin y al cabo la literatura.
¿O es que hay alguna obra digna de leerse que no haya sido inspirada, que no haya sido sugerida, inducida, provocada por uno o por varios libros anteriores?
Además, nuestro concepto de originalidad —algo nuevo que no haya existido jamás— es no solo muy simple, sino también muy moderno. En los tiempos de Berceo los escritores no estaban tan obsesionados como ahora por conceptos como autoría, novedad o plagio.
En estas cuestiones aquellos hombres eran incluso más radicales que los actuales partidarios del copyleft o que los usuarios de Creative Commons. Ya lo estamos viendo con Berceo, que reescribió sin conflictos de autoría un puñado de cuentos antiguos.
Pero no solo él: Fernando de Rojas continuó una historia que se había encontrado por la calle y terminó escribiendo La Celestina; los episodios que componen el Lazarillo pertenecían en muchos casos al folclore popular, y hasta el Quijote nació de un romance que circulaba por ahí, sin que a nadie se le pasara por la cabeza hablar de plagio o de apropiación indebida.
Y es que nuestro siglo resulta en muchos aspectos bastante más puritano que la Edad Media.
Y no solo en el campo de la propiedad intelectual. También en el de la verosimilitud.
Los increíbles milagros de Nuestra Señora resultan eso, increíbles, en un mundo como el nuestro, racional y descreído que maneja además una idea muy restrictiva de eso que llamamos realidad.
El hombre medieval en cambio aceptaba con más naturalidad lo maravilloso o lo inexplicable. Las apariciones, los combates entre los ángeles y los demonios, las resurrecciones, las curas milagrosas y demás prodigios sobrenaturales eran —esta debía de ser su explicación racional— manifestaciones del poder de Dios.
Si alguien quiere leer Milagros de Nuestra Señora en plan profesional, le recomiendo la edición de Fernando Baños, que lleva una excelente introducción —de donde he tomado algunos datos para esta nota— y que proporciona además las fuentes latinas de cada milagro.
Pero el castellano de Berceo es otro idioma, así que si alguien quiere leer este libro, pero no se considera capaz de hacerlo en versión original, puede hacerlo con subtítulos, es decir, en la edición modernizada por Daniel Devoto.
TAREA: discutir si existe alguna relación entre el retorno económico y cultural a la Edad Media que estamos viviendo, y este gusto de nuestros días por la literatura fantástica, por las sagas de vampiros y demás ficciones de ultratumba.