Mantenemos una sospechosa fe (o quizá consoladora esperanza o credulidad interesada) en que la poesía es el espacio de los buenos sentimientos. En verso todos nos volvemos unos angelitos, nadie ha roto un plato. En estos tiempos parece que ya no haya poemas llenos de odio, de rencor o de maldad; todos sirven para anuncios de perfumes o de compresas con alas, y no traspasan.
Fernando Pessoa ya estaba hasta las narices de tanta bondad y estalló en su asombroso Poema en línea recta, que termina así:
¡Ojalá oyese de alguien una voz humana
que confesase, no un pecado, sino una infamia;
que contase, no una violencia, sino una cobardía!
No, todos son el Ideal, si los escucho y me hablan.
¿Quién hay en este ancho mundo que me confiese que ha sido
vil una vez?
¡Oh, príncipes, hermanos míos,
coño, estoy harto de semidioses!
¿Dónde hay gente en este mundo?
¿Entonces soy yo el único que es vil y erróneo en esta tierra?
Las mujeres podrán no haberlos amado,
pueden haber sido traicionados, pero ¡ridículos, nunca!
Y yo, que he sido ridículo sin haber sido traicionado,
¿cómo puedo hablar yo con mis superiores sin titubear?
Yo, que he sido vil, literalmente vil,
vil en el sentido mezquino e infame de la vileza.
(Sigo, con algún capricho mío, la traducción de Ángel Crespo. Suyo es el ¡coño!, que conste).
Cuánta razón tenía el poeta portugués: apenas queda poesía humana, y por lo tanto vil, literalmente vil.
Lo que hay en cambio es (abundante) poesía humanista.
En cuanto atravesamos la puerta y nos metemos en un poema, nuestro corazón está a salvo: todos somos príncipes, semidioses, almas cándidas. Si alguna vileza hay es de adorno, en sentido figurado, por pura coquetería, como en los versos de Jaime Gil de Biedma o en los del maldito adrede Leopoldo Panero, pero nunca “en el sentido mezquino e infame de la vileza”, sino en “en el buen sentido de la palabra bueno”.
En la vida, qué remedio, cada semana (si no cada día) cometemos vilezas, ejercemos violencia contra los demás, los manipulamos (o como se dice ahora: utilizamos la “inteligencia emocional”), avasallamos a los de abajo y nos agachamos ante los de arriba, traicionamos, nos acobardamos y abusamos del débil, todo lo que tú quieras, pero siempre nos queda la poesía, tan complaciente, donde reencontrarnos por fin con nuestra propia humanidad.
La poesía es una res extra commercium, ese relicario que nos permite practicar, en el comercio con los otros, las virtudes propias del capitalismo (egoísmo, ambición despiadada, espíritu depredador o emprendedor), con la garantía de que basta abrir un libro de versos para recuperar nuestra humanidad intacta y convencernos de que no somos literalmente viles, salvo que lo exija el guión o el negocio.
El egoísmo es el aceite que lubrica la máquina económica, según Adam Smith, así que no podemos ir al trabajo con generosidad. Es mejor que dejemos los buenos sentimientos en casa, como se deja un abrigo en la consigna: ya nos lo volveremos a poner después del trabajo, con alguna poesía o con la tele, las canciones o las películas.
Esto es el humanismo: la poesía convertida en el hilo musical que nos convence de que, sin reducir la productividad laboral, también tenemos nuestro corazoncito ¡y hemos sufrido tanto en esta vida!
Como Pessoa, muchos nos preguntamos dónde habrá una voz humana, en lugar de otro eco humanista.
Y como de costumbre, la respuesta es que hay que hacer los deberes y leer a los clásicos.
Antes de la poesía pop, desde Villon a Shakespeare, los versos estaban llenos de violencia, de las más feas pasiones del espíritu humano, de vileza en sentido literal.
Si empezamos por el principio, veremos en la Ilíada a Héctor, vencido, que dirige a su enemigo Aquiles una última súplica: que no permita que le despedacen los perros.
Por tu vida te ruego y tus rodillas
y tus progenitores,
no permitas que al lado de las naves
de los aqueos, canes me devoren.
(Sigo la traducción de Antonio López Eire).
Héctor, el hijo de Príamo, llega a ofrecerle a Aquiles bronce y oro a cambio de que respetara su cadáver.
En cualquier narración contemporánea, Aquiles habría rendido honras fúnebres al enemigo.
Los grandes poetas, como Homero, acostumbran a ser mucho más punkis que los ganadores del premio Loewe, así que Aquiles le responde que ni las rodillas le conmueven:
No me supliques, ¡perro!,
ni por mis padres ni por mis rodillas;
¡Ojalá de algún modo a mí mismo
corazón y coraje me indujeran
a cortarte en pedazos y tus carnes
comérmelas yo crudas.
No se lo llega a merendar, pero le quita las armas y golpean por turno el cadáver, entre insultos y risotadas, y después:
De ambos pies, por la parte de atrás,
taladró sus tendones
desde el tobillo hasta el talón.
Y le ata por las piernas a su carro, “mas su cabeza dejó que se arrastrara”, fustiga los caballos y se pasea con el cargamento ante los (llorosos) ojos de Príamo, el padre de Héctor, y ante la madre, que “cabellos se arrancaba”.
Como apunta Lawrence Leshan, una cosa es la “realidad mítica” de la guerra y otra, muy distinta, su “realidad corporal”.
Lo mismo vale para el resto de los asuntos de los que se ocupa la poesía contemporánea: el amor, la muerte, el fracaso, esas cosas de poetas, que en estos tiempos tanto esquivan la “realidad corporal”, lo material, lo humano.
A los poetas, como a los políticos, habría que preguntarles siempre cuánto vale un café o un billete de metro.
A mí modo de ver, entre el humanismo y lo humano hay la misma distancia que entre el sentimentalismo y los sentimientos.
Freud solía decir que los problemas son como las nueces: si no puedes abrir una, aprieta dos juntas en el puño y una de ellas se abrirá.
Los dos libros de poemas que recomiendo leer (y que leí por recomendación de Eduardo Vilas) son casi de la misma fecha: Morgue, de Gottfried Benn, publicado en Berlín en 1912; y Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, que se publicó en Nueva York en 1915. Los dos se convirtieron en best sellers de inmediato.
Spoon River es un pequeño pueblo de la Norteamérica profunda y tradicional. El cementerio está en una suave colina y éste es el escenario del libro de Lee Masters. Cada una de las tumbas cuenta su historia con su propia voz: cómo vivió y qué le condujo hasta allí. Como si fuera Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson (o, sin ir tan lejos, Crónicas de un pueblo): tumba a tumba, el coro póstumo va tejiendo la historia no contada del pueblo, la cara oculta de esas vidas que se resumen con un epitafio en verso.
El resultado es conmovedor, aunque algo monótono y previsible (para mi gusto), y el conjunto ofrece una imagen serena y moralista.
Como escribió Manuel Rico en El País: “Un clásico de la poesía anglosajona que, como todo clásico, nos habla de las incertidumbres de todo ser y de todo tiempo”.
No se puede definir mejor en menos palabras el humanismo: ese tesoro, fuera del espacio y el tiempo, que custodia la poesía (esa humanidad nuestra que es preferible que no llevemos al trabajo). Son sentimientos que al parecer comparten el patrón y el empleado, el campesino medieval y un notario de Pontevedra hacia 1975, Cicerón el senador y Espartaco el esclavo.
Se trata, como dice Lee Masters, de esas “unseen forces / that govern the processes of life” (fuerzas invisibles que gobiernan los procesos de la vida).
Frente al humanismo abstracto, lo humano siempre es concreto. Nunca “de todo ser y de todo tiempo”, sino aquí y ahora, y para esta persona.
Las fuerzas son visibles, materiales, a menudo viles en su sentido más literal.
El escenario de Morgue es, en su mayor parte, un depósito de cadáveres. Los muertos no tienen voz con la que relatar su historia: hablan sus cuerpos, a través de los cuales el poeta (esa primera persona de los poemas) nos cuenta su historia.
Abre el libro un poema que da una idea del tono. Se titula Kleine Aster, que puede traducirse como “Pequeño Áster”, a condición de que uno sepa qué es un áster (o aster, como prefiere la Academia, pero no María Moliner).
No es mi caso, por supuesto: ni idea de ásteres o asteres.
Para entender el poema basta saber que un áster es una flor, parecida a la margarita, aunque tampoco estorba saber además que áster viene del latín (y del griego) y significa estrella.
Sigo la traducción de Verónica Jaffé.
El cadáver del conductor de un camión de cerveza
fue alzado sobre la camilla.
Alguien le había colocado entre los dientes
una pequeña flor oscura —clara— lila.
Cuando le saqué el paladar y la lengua
desde el pecho
con un largo cuchillo
debajo de la piel
he debido rozarla
porque la flor se deslizó
hacia el cerebro vecino.
La guardé en el tórax
entre el aserrín
cuando lo cosían.
¡Bebe hasta la saciedad en tu florero!
¡Descansa en paz,
pequeño áster!
Una estrella fugaz, un asteroide, que se desliza en la oscuridad del interior del cuerpo, desde la boca hacia el cerebro: a veces la etimología nos proporciona un valor (un placer) añadido.
Gottfried Benn construye la realidad corporal y humana de la muerte; Lee Masters elabora la realidad ficticia, es decir, moral y humanista.
El humanismo trabaja con las “invisibles fuerzas”, que son “de todo ser y de todo tiempo”.
La humanidad trabaja con lo visible, aquí y ahora. Por eso la poesía clásica es tan violenta.
Porque, como decía Fernando Pessoa: “¡Qué difícil es ser consecuente y no ver sino lo visible!”