La ropa de hombre no suele abrocharse por la espalda. La de mujer, sí. ¿Alguna vez se ha preguntado por qué? La articulación del codo de las mujeres funciona sólo hacia delante, igual que la de los hombres, y las contorsiones necesarias para abrir y cerrar una larga fila de pequeños botones o subir y bajar una cremallera posterior son tan difíciles para ellas como para ellos. Así pues, la explicación de esta disparidad de confección tan poco práctica no está en la naturaleza ni en la anatomía, sino en la sociedad y en la cultura.
Tal vez sea un detalle nimio, pero es una nimiedad simbólica, y con símbolos construimos nuestra concepción de la realidad. Los botones en la espalda nos dicen que aunque hoy las mujeres adultas se visten solas, lo cómodo, lo “ideal”, sería que alguien –una madre, una amiga, una doncella, un marido- las asistiese en esa tarea cotidiana. En cambio, la ropa masculina indica que los hombres adultos se visten siempre solos. Estos símbolos revelan que en nuestra sociedad los hombres son considerados autónomos por principio; las mujeres, depende. Si para ellos la autonomía es un hecho incuestionable, para ellas es una carrera de obstáculos, sembrada unas veces de simples engorros y otras de auténticas murallas que les impiden vivir en libertad e igualdad.
En ese marco de autonomía o dependencia se inscribe el debate sobre la interrupción voluntaria del embarazo. Este tema evidencia con claridad meridiana que, como rezaba el eslogan feminista, lo personal es político. Nada hay más personal que el cuerpo y más íntimo que la sexualidad; pocos acontecimientos marcan tanto la vida como tener un hijo, o no tenerlo. Por obvias razones biológicas, esto es especialmente cierto para las mujeres. Los términos en que se regulan las decisiones sobre esta cuestión personal –quién, cómo, cuándo, dónde- son un asunto político, porque obligan a escoger entre distintas visiones del mundo.
Desde una visión laica vinculada a los valores ilustrados, el Estado debe ser neutral respecto a las opciones religiosas y morales de sus ciudadanos. Así, en un tema éticamente controvertido como el aborto, ni obliga a ser madre ni a interrumpir el embarazo: deja un margen dentro del cual la mujer, como ciudadana de pleno derecho directamente afectada, elige autónomamente si quiere o no tener hijos y cuándo. Se reconoce pues el derecho a decidir sobre la maternidad, se pondera con el carácter de bien jurídico del nasciturus y se refuerza la salud sexual y reproductiva con el fin de prevenir embarazos no deseados y reducir el número de abortos (un desenlace que, no nos engañemos, es siempre traumático). Esta es la posición que refleja la ley de plazos vigente en España desde 2010, semejante a las que rigen en la mayor parte de países de nuestro entorno.
Existen por otra parte las visiones políticas confesionales, donde la separación entre el Estado y un determinado culto tiende a difuminarse, al menos en los temas con implicaciones éticas. Aparece la tentación de convertir al Estado en agente secular del culto en cuestión e imponer la norma moral de éste al conjunto de la población, confundiendo incluso las categorías de pecado y delito. Este proceder limita la autonomía de todos los ciudadanos en lo que respecta a las preferencias religiosas. Pero para las mujeres la restricción va más allá, si prospera un cierto relato sobre la vida humana en el que la interrupción voluntaria del embarazo es homicida siempre y en todo caso, y la maternidad aparece como verdadero horizonte “natural” –es decir, socialmente válido- de realización femenina. En coherencia con tal relato, estas visiones políticas confesionales aspiran a prohibir la interrupción voluntaria del embarazo, convirtiéndola en hecho punible, o como mínimo a limitarla severamente.
No obstante, en contextos complejos –por ejemplo, una transición hacia la modernidad democrática- la correlación de fuerzas sociales y políticas puede dar lugar a que, aun sin reconocerse el derecho a decidir, se acepten algunos supuestos de despenalización del aborto. Este fue el tipo de contexto en el cual se aprobó la primera ley española de interrupción voluntaria del embarazo, en 1985.
Han pasado casi treinta años desde entonces, la sociedad española ha madurado y se ha modernizado. Sin embargo, parece que la reforma de la regulación del aborto anunciada por el Ministro de Justicia –la selección de este Ministerio como responsable del tema es ya toda una declaración de principios- no se conformará con retroceder hasta 1985, sino que dará el salto hacia una apuesta netamente confesional, que nos acercará más a Irán que a Alemania.
Sustraer a las mujeres la capacidad de decidir sobre su maternidad, poniendo esa decisión en manos de otro –sea médico, juez, sacerdote o ministro- es cercenar su autonomía ante una circunstancia que condicionará el resto de sus días. Sólo se puede hablar de libertad e igualdad para las mujeres si se les reconoce el control sobre su cuerpo y su vida, dos cosas que –a veces es preciso repetir lo obvio- son suyas y sólo suyas. De lo contrario se las convierte en una especie de ciudadanas de segunda, adultas sólo a veces, autónomas a medias. Con voz y voto para elegir a quienes gobiernan el futuro de todos, pero sin ellos a la hora de escoger el suyo propio. Esta contradicción es insoportable en una sociedad avanzada. La igualdad y la libertad no son opcionales en democracia, y sin derecho a decidir sobre su maternidad, las mujeres ni son libres ni son iguales.
Negar a las mujeres la capacidad de elegir en este campo no es crearles un engorro adicional, otra “blusa con botones en la espalda”. Es infinitamente más grave. Es imponer una camisa de fuerza –nunca mejor dicho- al 50% de la ciudadanía española, y reconstruir una muralla que ya había caído. Señor Ministro, no se obstine en el dogmatismo y la hipocresía. En esto, nosotras decidimos.
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