Hace algunas semanas, la Cadena SER difundió un estudio según el cual el 57% de los españoles considera que la democracia podría funcionar sin partidos políticos, mediante plataformas ciudadanas constituidas para la gestión de los asuntos públicos. Lo interesante del estudio no es la constatación del desapego a los partidos, ya recogida en otros sondeos, sino la tendencia de fondo que revela: por primera vez desde la Transición, los partidos dejan de percibirse como agentes imprescindibles en democracia, mientras avanza la idea de que sus funciones pueden ser desempeñadas por movimientos ciudadanos.
El desprestigio de los partidos se nutre de elementos coyunturales y de tendencias más constantes, que llevan décadas con nosotros. Como factores coyunturales, destacan la cascada de casos de corrupción conocidos en los últimos tiempos –aluvión que elevó la corrupción al segundo puesto entre las preocupaciones ciudadanas en el último barómetro del CIS- y la sensación de que la política no está siendo capaz de encontrar soluciones para la crisis ni de proteger a los ciudadanos de sus consecuencias negativas. La combinación de falta de resultados con descrédito moral erosiona la legitimidad de los partidos políticos. Pero lo cierto –y este es el elemento constante- es que estos actores nunca han gozado de buena fama ni aquí ni en otros lugares, por considerárseles sinónimos de división y confrontación; no en vano “partido” viene de “parte”. La historia reciente de España, donde se mezclan el conflicto extremo, el antipoliticismo atizado por la dictadura y una cierta mitología del consenso, acentúa esa visión negativa.
Así las cosas, no está de más preguntarse qué es un partido político y para qué sirve. A grandes rasgos, un partido es una organización formal –es decir, dotada de una estructura estable, normas de funcionamiento interno y algún tipo de jerarquía en el liderazgo y la toma de decisiones- que posee una determinada visión del mundo y un proyecto global para la sociedad en la que actúa, y compite por alcanzar el poder con el fin de hacer efectivo ese proyecto.
Los partidos introducen un elemento de orden en la diversidad de proyectos y visiones del mundo posibles, al agrupar a quienes comparten concepciones más próximas. De este modo articulan la pluralidad, facilitando que un número razonable de opciones distintas compitan por el apoyo ciudadano, y evitando a la vez la imposición de una única visión a toda la comunidad. Además, los partidos ejercen funciones de mediación entre las demandas de los ciudadanos y las decisiones de las instituciones; de selección y entrenamiento de candidatos para los cargos electivos; y de agilización del debate público, puesto que presentan propuestas que son objeto de discusión ciudadana y mediática. Dando voz a una “parte” de la sociedad, los partidos canalizan el conflicto hacia vías de resolución pacíficas, sin eliminarlo del todo: queda así espacio para la discrepancia, pero también para el acuerdo. En definitiva, abren un camino intermedio entre la confrontación extrema y la paz de los cementerios, o de las dictaduras.
En los últimos doscientos años no ha habido democracias de masas sin partidos. No quiere esto decir que sean los únicos actores políticos válidos, pero sí que parecen los únicos capaces de desempeñar a la vez todas esas funciones en las democracias representativas (la democracia directa, incluso en su versión cibernética, sigue ofreciendo serios inconvenientes prácticos en sociedades complejas con millones de ciudadanos, necesidades e intereses que es preciso armonizar). Por supuesto, los mecanismos de representación y participación ciudadana deben mejorar –y mucho- en las democracias actuales, particularmente en la nuestra. No es tan evidente, en cambio, que los movimientos se basten solos para generar esos cambios.
Tradicionalmente, los movimientos sociales se orientaban hacia metas concretas (el ejemplo canónico es la defensa del medio ambiente) y no elaboraban un proyecto global de sociedad (cuando lo hacían se transformaban en partidos, como en el caso del Partido Verde). No obstante, están apareciendo en España movimientos que desde su inicio tienden al desarrollo de un proyecto global de sociedad, si bien por ahora siguen rechazando los elementos organizativos –estructuras formales, staff profesional, liderazgos o portavocías estables- por considerarlos propios de los partidos políticos, de los que intentan distanciarse. El problema es que sin esos elementos no pueden desempeñar todas las funciones de los partidos. Y sin embargo, esas funciones no han dejado de ser necesarias: seguiremos necesitando mediadores estables que articulen las demandas ciudadanas, compitan electoralmente y recluten posibles candidatos para los cargos electivos, puesto que de algún modo deberemos cubrirlos.
Los movimientos actuales se enfrentan a un dilema clásico. Si no se institucionalizan, generando estructuras y otros elementos orgánicos, difícilmente lograrán poner en práctica su proyecto de sociedad. Pero hacerlo les obliga a renunciar a parte de su identidad –el elemento de espontaneidad y arraigo directo que son parte de su atractivo- para adquirir rasgos propios de los partidos tradicionales. Y ya se sabe: si nada como un pato y grazna como un pato, seguramente es un pato, aunque se resista a llamarse así. Un movimiento que ejerza todas las funciones de un partido, será un partido en todo excepto el nombre. Si no las ejerce y tampoco hay partidos que lo hagan, esas funciones quedarán vacantes, lo cual no es un avance democrático, sino un retroceso.
La democracia española requiere reformas importantes. Pero no está claro que nuestros problemas se resuelvan sustituyendo partidos por plataformas creadas ad hoc para resolver asuntos concretos –que carecerían de la visión de conjunto necesaria en una sociedad compleja y dejarían un peligroso hueco a la demagogia populista- o por movimientos enfrentados a la disyuntiva de la institucionalización. En una sociedad moderna debe haber espacio para partidos y movimientos, y canales de comunicación entre unos y otros (algo especialmente importante para las formaciones de izquierda). Se trata de sumar, no de restar. De multiplicar ámbitos de participación, no de excluir a un tipo de actores políticos, poniendo en riesgo el desempeño de funciones esenciales en democracia. No recortemos más cosas, que bastante recorta el Gobierno.