El éxito de las candidaturas de unidad popular

Durante las últimas semanas se ha observado con mucha atención la fórmula de las candidaturas de unidad popular en nuestro país. Esas candidaturas se han convertido en un laboratorio de ideas vistas con mucha curiosidad también desde fuera, porque parten de premisas sobre las que toda la izquierda europea está reflexionando; austeridad, desigualdad, corrupción, y crisis de confianza pública.

Es cierto que la naturaleza y las características de estas plataformas de unidad popular son muy diversas, por lo que resulta complicado establecer una tipología ideal que nos ayude a comprender su lógica. Quizás la razón de su atractivo radique en que constituyen una fórmula intermedia entre actores políticos que estaban claramente delimitados y conceptualizados en Ciencia Política. Bajo un entendimiento de la política como proceso, hasta ahora se nos había hablado de actores políticos “puros” que emprendían acción colectiva bien desde la fórmula de partidos políticos, bien desde la forma de movimientos sociales. Los partidos políticos eran los instrumentos indispensables de mediación entre los ciudadanos y las instituciones públicas. A diferencia de los partidos políticos, los movimientos sociales eran actores políticos de fronteras más difusas, integrados por una variedad de entidades y plataformas, con estructuras descentralizadas y poco jerarquizadas y expresando vías de intervención política no convencionales activadas de cara a las instituciones, pero no dentro de las mismas.

La aparición de las plataformas como “híbridos” que oscilan entre movimientos sociales y partidos políticos, supone otra razón más para afirmar que en nuestro país están ocurriendo cosas realmente interesantes que trastocan el escenario político más allá del sistema de partidos. Hay cosas que nos obligan a repensar concepciones asumidas, terminologías no cuestionadas con las que tradicionalmente trabajamos. La volatilidad electoral, por ejemplo, es un término pensado para la competición electoral en términos de partidos de masas tradicionales, con afiliaciones numerosas, lealtades ideológicas obsoletas e implantaciones territoriales extensas. Pero ¿qué ocurre cuando entran en la competición electoral otras formaciones políticas que no siguen cultivando los rasgos propios de los partidos de masas tradicionales? ¿Valen los mismos conceptos explicativos?

Quizás es muy aventurado decir que ya no sirven determinados conceptos, pero es obvio que debemos estar muy atentos a tendencias, a otras formas de acción colectiva, a nuevos instrumentos de participación política, a una fractura generacional clara, porque todos estos factores constituyen un ejemplo obvio de las nuevas formas de cambio social y político que pertenecen ya al siglo XXI.

Aún es pronto para saberlo. Pero sí sabemos que tanto la plataforma de Barcelona, como la de Madrid constituyen dos casos insólitos de laboratorio político, a pesar de que se presentaron candidaturas populares en otras ciudades como Cádiz, Zaragoza o Valencia con un enorme éxito también. Más allá de la importancia evidente de estas ciudades, el ejemplo de Barcelona ha sido paradigmático porque a pesar de que el movimiento independentista está ahí, y en contra de lo que muchos piensen, no es un suflé, la candidatura liderada por Ada Colau ha sido capaz desestabilizar una lógica política enmarcada por esa aspiración soberanista y situar en la centralidad del discurso político el eje social.

El caso de Madrid fue paradigmático no solo porque por primera vez la abstención (que como sostiene Michavila “también juega un papel en el cambio”) en esta ciudad fue del PP y no de la izquierda, sino porque además, la candidatura de Manuela Carmena en Madrid dobló en número de votos a la presentada por Antonio Miguel Carmona por el PSOE.

Sin perjuicio de que haya otros, existen dos elementos fundamentales que explican esos resultados. En primer lugar, los emblemáticos liderazgos tanto de Manuela Carmena como de Ada Colau, y en segundo lugar, la fuerte implicación y movilización de las bases durante la campaña electoral.

Durante estas semanas se ha hablado mucho del carisma y de las personalidades tan atrayentes de Colau y Carmena. El hecho de que dos mujeres ejerzan liderazgos parece que no es algo novedoso. Ahí tenemos los ejemplos de Aguirre o Rita Barberá. Sin embargo, sí hay un cambio cualitativo en los liderazgos de Colau y Carmena que es preciso destacar. Colau y Carmena no son dos mujeres ejerciendo poder, sino dos mujeres feministas ejerciendo poder. Sus liderazgos no son femeninos, sino feministas. Esto implica que han llevado a la política otra forma de entender la autoridad, la comunicación política, la relación con la ciudadanía, y los valores que deben enarbolar nuestros representantes.

La visibilidad de las mujeres en el espacio público y la importancia de que éstas estén en puestos de decisión política, el hecho de poner por delante la escucha frente a los grandes discursos pensados para hacer brillar a un líder, o situar por encima de una ética de principios impersonal y abstracta otra ética de la responsabilidad y del cuidado derivada de la experiencia de las mujeres, como sostenía Carol Gilligan, fueron algunos de los ejemplos que pudimos oír en los discursos de investidura tanto de Colau como de Carmena.

Los movimientos de contestación se caracterizan por eso, por contestar lo que parece evidente o lo que está fuera de discusión. Fue lo que según Bourdieu ocurrió en mayo del 68 y lo que sucede con el movimiento feminista. La experiencia de politización del movimiento feminista como explica Iris Marion Young, se caracterizó por llevar a la discusión pública cuestiones de orden doméstico, privado, carencias y necesidades concretas que todavía no habían encontrado un lenguaje normativo que las transformara en injusticias estructurales. La PAH, liderada por Colau durante mucho tiempo, supo convertir lo que la gente vivía como vergüenza personal, en un fallo del sistema que había que politizar y llevar a la expresión pública. Ese ha sido el modo de proceder feminista con la violencia de género y con tantos otros temas. Esta lucha feminista  abrió la posibilidad de avanzar hacia un planteamiento más experimental de las fuentes reales de opresión según se sentían, antes de ser domesticadas por el discurso de la racionalidad. No le falta razón a quienes como Drew Westen  afirman que el “cerebro político es un cerebro emocional”, algo que muchos de nuestros representantes han subestimado en los últimos tiempos.

El entusiasmo es una de las emociones más importantes para el comportamiento político, según la teoría de la inteligencia afectiva. Este entusiasmo producido en gran parte por la personalidad de las candidatas, fue clave para activar a las bases. Esa fuerte movilización que protagonizaron sobre todo campañas independientes de la ciudadanía, permitieron generar  espontaneidad, creatividad y libertad para llevar a cabo acciones lúdicas y políticas y difundir mensajes políticos. Esa estrategia de campaña se trasladó en gran parte al contexto de Internet, desde el cual fue más fácil conectar a las bases y dar más visibilidad a las candidatas. Sabemos que en tiempos de política mediática los líderes que no tienen presencia en medios de comunicación simplemente no existen.  En el caso de las campañas de Colau y de Carmena, gracias a esa movilización por Internet se viralizaron contenidos con canciones y mensajes políticos consiguiendo la trasnversalidad a todas las plataformas; desde Facebook a Twitter, pasando por WhatsUpp o Telegram, llegando a YouTube y saltando incluso a la Televisión.  Esa inteligencia colectiva convertía a Manuela Carmena en un icono pop y alimentaba una imagen  tremendamente simpática incluso para aquellos que no sentían ninguna afinidad política con ella, al tiempo que transformaba en caricaturescas las estrategias del miedo y del escándalo puestas en marcha por Aguirre.

Después de esta experiencia hemos comprobado que las campañas sí pueden ser determinantes para movilizar y orientar el voto, aunque había un trabajo previo muy importante. Como siempre, queda por ver si se estará a la altura de las expectativas generadas, y si se sabrá aprovechar ese capital tan extraordinario de esperanza.