Es demasiado pronto para decir si el “método de Hollande” va a dar o no sus frutos, al menos desde el punto de vista de sus intenciones y del programa del candidato François Hollande. Después de seis meses en el poder, ¿quién puede decir con certeza qué será el hollandismo?
Y sin embargo no faltan precisamente los juicios finales sobre la acción del Presidente de la República. En la prensa, y aún más entre sus seguidores así como a sus adversarios. Resultado de una dramática aceleración del tiempo político inducida por el quinquenato – además, agravada por la práctica de Sarkozy - y de una plasmación continua de la información en Internet, esta intensa actividad de comentario refleja la perplejidad ante la acción del jefe de Estado.
Entre la revolución copernicana anunciada casi a diario por los más entusiastas y el inmovilismo radical-socialista al estilo Henri Queuille (1884-1970) denunciado con la misma intensidad por los menos convencidos, la paleta de opiniones es amplia y el juicio apresurado.
Emmanuel Todd había formulado durante la campaña una hipótesis provocadora, la de un “hollandisme revolucionario”. Se refería con ella a un método de gobierno que se anunciaba - ya en la propia campaña (principalmente con el discurso fundador de Bourget) y por la personalidad del candidato - como un posible horizonte político y sociológico para el primer líder socialdemócrata a la francesa. El de convertirse durante su mandato en un gran presidente de izquierda que, gracias a la eficacia de sus acciones más que a su sentido trágico de la Historia, transformaría finalmente la sociedad francesa mediante la reorientación de sus decisiones económicas, la influencia en el destino europeo y la garantía de una mayor igualdad entre sus ciudadanos. En resumen, la conciliación de una Francia que se había divorciado de sí misma en los últimos años.
Más allá de la denominación que se le de, el interrogante sobre cuál es el método de gobierno de Presidente de la República sigue sin respuesta: ¿es más eficaz porque resulta más flexible que el de otros presidentes, especialmente el de su predecesor? ¿Es mucho más transformador en profundidad porque se muestra más prudente? ¿Es más “revolucionario” porque resulta menos espectacular?
De entrada, lo que llama la atención en el método del jefe de Estado es su sentido del equilibrio y su permanente búsqueda de un compromiso entre las posiciones opuestas, si no antagónicas. Todas las interpretaciones son posibles: agudo sentido táctico, cautela excesiva, indecisión crónica ...
El último episodio hasta el momento, el caso de Florange, nos ha ofrecido un ejemplo paroxístico. El presidente pareció dar la razón tanto a Arnaud Montebourg como a Jean-Marc Ayrault, a pesar de que expresaban posiciones difíciles de conciliar.
El rechazo a cualquier imposición en sus decisiones es probablemente lo que mejor caracteriza a Hollande. De lo que se deriva una posición permanente, la de ser el punto de encuentro único entre fuerzas diferentes, a menudo contrarias, que se manifiestan en cada tema. El rechazo del conflicto abierto y de la dramatización de los asuntos apenas pueden enmascarar una predisposición, o incluso una predilección particular por el juego sutil de las relaciones de poder.
Esta práctica del poder, que ya era visible y tangible en el primer secretario del Partido Socialista durante diez años, muestra una segunda característica del hollandismo: el rechazo de cualquier apriorismo ideológico, de cualquier posición doctrinal prefijada.
Este pragmatismo de la acción, sin embargo, no resulta cínico. El anclaje del jefe de Estado en el reformismo, en una perspectiva socialdemócrata, al estilo de los países del norte de Europa, es innegable. Como lo es su compromiso con la construcción europea, heredero a la vez de François Mitterrand y de Jacques Delors. La inflexión que le ha dado a esta desde su llegada, mediante la ratificación del acuerdo presupuestario, se muestra respetuosa de la herencia incluso en el contexto de la crisis actual.
La dificultad del Presidente de la República con una parte de la izquierda viene de ahí. De ese reformismo socialdemócrata que es visto como una traición a ojos de esa izquierda para la que el gesto ideológico continua siendo esencial. Cualquier temporización en la implementación de una medida del programa, cualquier negociación iniciada antes de que se tome una decisión definitiva, cualquier informe encargado para dibujar el estado de fuerzas en presencia es considerado por algunos, en la izquierda, no tanto como un signo de prudencia sino como una debilidad doctrinal.
El hollandismo, y más aún la superación de la fractura entre la izquierda primera y la segunda, se propone ratificar, en el ejercicio del poder, el fin de la historia de una izquierda francesa marcado por renuncias tan dramáticas como sus promesas. En resumen, no prometer más que aquello que se puede obtener razonablemente y alcanzar, tanto como sea posible, todo lo que se puede lograr.
Si el hollandismo es ante todo una práctica pragmática del poder, es también - tercer rasgo que lo caracteriza – una sociología particular del ejercicio del Estado. La llegada de la izquierda en el poder se ha traducido efectivamente en el retorno de antiguos alumnos de la ENA (y, simbólicamente, de algunos compañeros de clase del Presidente, pertenecientes a la promoción Voltaire) y en el acceso a las responsabilidades nacionales de toda una generación de electos local formada a lo largo de las victorias del PS durante la última década. Es, sin duda, en este cambio sociológico de la élite gobernante donde el cambio ha sido más espectacular.
Sarkozy había desplazado el centro de gravedad de la élite gobernante hacia el sector privado, sin titubear al cuestionar, a veces con dureza, la función pública. La diferencia en el perfil y en la experiencia de ambos presidentes desempeña un papel crucial en este sentido. Pero también podemos percibir una diferencia estructural, acentuada en los últimos años, entre una derecha “desacomplejada” y más agresiva en contra de la opinión pública, si no del papel mismo del Estado, y una izquierda de gobierno cuyo fundamento sociológico se ha refrozado en torno a los agentes públicos y a las comunidades locales.
El hollandisme situa en una perspectiva histórica más amplia - la de la izquierda francesa y de su relación con el poder - plantea, por último, una pregunta simple. ¿Hasta qué punto un pragmatismo cauteloso y desideologizado será más capaz de lograr el cambio del cual la izquierda sigue siendo portadora, que una postura más convencional o revolucionaria, basada en la exaltación del “pueblo de izquierda”, cuyo voluntarismo a menudo se ha enfrentado enfrentan a menudo a una realidad contraria y exigente que ha limitado sus efectos y su alcance?
Hoy nadie tiene la respuesta a tal pregunta, esta persiste con intensidad en un momento histórico crucial para la izquierda y para Francia.
[Traducido por Juan Rodríguez Teruel y revisado por el autor. Publicado originalmente en Le Monde, Qu'est-ce que le “hollandisme”?, 8 de diciembre de 2012.]