No por esperada resulta menos decepcionante la sentencia del Tribunal Constitucional que resuelve el primero de los recursos de inconstitucionalidad presentados contra la reforma laboral aprobada en 2012 (Ley 3/2012). Tiempo tendremos los laboralistas para analizar con detalle cada uno de los fundamentos jurídicos. Pero, tras una primera lectura, quisiera llamar la atención sobre los aspectos más significativos de este pronunciamiento que por su gravedad y trascendencia han de condicionar la regulación del mercado de trabajo y de las relaciones laborales en nuestro país.
Los motivos del recurso eran tres y todos ellos son desestimados, pese a que existían buenos argumentos para sostener su inconstitucionalidad a partir de la doctrina que el propio Tribunal había defendido hasta ahora.
Para empezar, la sentencia considera que el periodo de prueba –la facultad de rescisión contractual sin más justificación– de un año del contrato de apoyo a emprendedores se enmarca dentro del poder de gestión empresarial como instrumento de incentivación de la creación de empleo: ese periodo de doce meses es un tiempo razonable para valorar no sólo las aptitudes del trabajador, sino también “… si el puesto de trabajo es económicamente sostenible y puede mantenerse en el tiempo”.
Los otros dos motivos tienen que ver fundamentalmente con la negociación colectiva. De una parte, a juicio del Tribunal someter los ‘descuelgues’ de lo pactado en convenio a un arbitraje obligatorio ante la Comisión Consultiva Nacional de Convenios Colectivos tiene perfecto encaje constitucional por configurarse como un mecanismo que “facilita la viabilidad del proyecto empresarial” en un “contexto de crisis económica muy grave”: no hay vulneración del derecho a la negociación colectiva porque al tratarse de un órgano tripartito (administración, organizaciones empresariales y sindicales) la Administración no tiene capacidad decisoria. Y, de otra, la sentencia tampoco aprecia vulneración de ese derecho constitucional a la negociación colectiva en el establecimiento de una prioridad absoluta –sin margen para el pacto en contrario– de los convenios de empresa sobre los convenios sectoriales: argumenta que en sí misma tal previsión no impide la negociación en el ámbito superior y que tan legítima en términos constitucionales es la apuesta del legislador por un modelo centralizado de negociación colectiva como por uno descentralizado.
Pero más que los detalles de la desestimación de cada uno de estos motivos, lo que aquí me interesa es destacar la (novedosa) lógica argumentativa utilizada por el Tribunal Constitucional en esta sentencia y las importantísimas consecuencias que de ella se derivan, pues afectan a aspectos neurálgicos de nuestro modelo de relaciones laborales, tanto en el plano individual –contractual– como en el colectivo.
Puede decirse que el elemento principal sobre el que gira el razonamiento de la sentencia es un vaciamiento de los derechos al trabajo y a la negociación colectiva reconocidos en los artículos 35 y 37 de la Constitución, respectivamente. De un modo un tanto simplista, el Tribunal atribuye al legislador una capacidad casi ilimitada a la hora de regular el contenido de estos derechos. Pero olvida que se trata de derechos constitucionales que como tales tienen lo que la doctrina del propio Tribunal denomina una “imagen maestra”. Este contenido esencial debe ser respetado por el legislador en todo caso y viene condicionado en el ámbito laboral por la caracterización de nuestro Estado como social (art. 1.1), por el mandato de promoción de la igualdad real y efectiva (art. 9.2) y por el respeto a la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1).
La sentencia ignora la caracterización de esa imagen maestra de las instituciones laborales que a lo largo de las tres últimas décadas ha venido perfilando el propio Tribunal Constitucional; algo particularmente evidente en el caso de la negociación colectiva, como el fundado y contundente voto particular a la sentencia pone de manifiesto. En un (in)esperado giro doctrinal, el Tribunal viene a situar la libertad de empresa y la defensa de la productividad, reconocidas por el artículo 38 de la Constitución, como piedras angulares de la regulación de las relaciones laborales. Y ello supone que, desde una concepción esencialmente economicista, la sentencia avala la conversión de la normativa laboral en un instrumento que prioriza la tutela del interés empresarial sobre las garantías de los ciudadanos trabajadores.
La validación de este cambio radical, ‘ruptura’, del modelo de relaciones laborales que hasta ahora conocíamos es apuntalada por el Tribunal Constitucional a través de dos vías.
En primer lugar, la sentencia apela en reiteradas ocasiones al artículo 40 de la Constitución que insta a los poderes públicos a promover una política orientada al pleno empleo. Resulta casi un sarcasmo la utilización de este principio rector de la política económica a la vista de los drásticos recortes que hemos vivido en los últimos años, precisamente como consecuencia de la apuesta por una política centrada en la reducción del déficit público e insensible a la destrucción de puestos de trabajo. Pero, además, sorprende el descubrimiento sobrevenido de un precepto constitucional sin apenas relevancia en el pasado y que es utilizado en un sentido bien distinto al original, pues prioriza el acceso al empleo a cualquier precio, incluso si ello supone pulverizar las garantías laborales. La constitucionalidad del ‘despido libre’ durante el primer año de relación contractual constituye una buena ilustración de ello.
La segunda vía de apoyo de esta reconfiguración de la doctrina constitucional en materia laboral es la utilización de la crisis económica y el insoportable nivel de desempleo como justificación del recorte de los derechos, individuales y colectivos, de los trabajadores. Es evidente que los poderes públicos democráticamente elegidos tienen legitimidad para impulsar las medidas que consideren más adecuadas. Pero el Tribunal parece olvidar que su papel consiste precisamente en evitar que, amparándose en las graves dificultades de la coyuntura –económica, en este caso–, se impulsen cambios que afecten al núcleo esencial sobre el que se sustenta nuestro sistema de derechos fundamentales. La excepcionalidad del contexto de grave crisis económica que atravesamos no puede ser un pretexto, sino un acicate para ser más escrupulosos en el respeto de las garantías democráticas.
En definitiva, estamos ante una sentencia histórica que avala la ruptura de un modelo de relaciones laborales basado en el equilibrio y el diálogo. Se abre, pues, la puerta constitucional a un sistema con una fuerte impronta empresarial que devalúa la relevancia constitucional del trabajo y el ejercicio colectivo de derechos que supone la negociación colectiva, dos rasgos característicos de nuestro Estado social desde el año 1978.