La emigración de jóvenes españoles: a vueltas con la “excepcionalidad” de nuestro modelo migratorio
En menos de una década España ha pasado de una de las tasas de crecimiento de población extranjera más alta del mundo, a ver como a consecuencia de la crisis se han alterado de forma drástica las dinámicas que habían caracterizado su modelo migratorio, con uno de los mayores saldos migratorios negativos de la UE. La acuciante falta de empleo ha comportado la salida de extranjeros y de españoles hacia el exterior (tanto dentro de la UE como hacia otros continentes, principalmente Latinoamérica y Estados Unidos).
Efectivamente, el mercado de trabajo no es ni de lejos el único factor que explica los flujos migratorios. Sin embargo, en este caso, la excepcional evolución de nuestro modelo migratorio, antes y después de la crisis, muestra la cara y la cruz de una misma estructura productiva que ya había sido reiteradamente considerada de alto riesgo por muchos expertos.
Mientras durante los años de la denominada “bonanza económica” se requería mano de obra en situación precaria y jurídicamente vulnerable, para hacer frente al intenso crecimiento de la ocupación en determinados sectores intensivos en fuerza de trabajo –sobre todo en la construcción, la hostelería y la agricultura-, tal “efecto llamada” se interrumpe bruscamente como consecuencia de la profunda crisis de empleo instalada en España. Asistimos sin tregua a unas desgarradoras tasas de paro que afectan no sólo a la población de origen inmigrante -concentrada precisamente en los sectores laborales más devastados-; sino al conjunto de la población y especialmente a miles de jóvenes, muchos de ellos altamente cualificados.
Según los datos del Padrón de Españoles Residentes en el Extranjero (PERE), difundidos por el INE y referidos a 1 de enero de 2014, los españoles que residentes en el extranjero alcanzan la cifra de 2.058.048, lo que supone un incremento de 126.800 en relación al año anterior. La misma estadística pone de manifiesto que más de dos tercios de los españoles que residen fuera son nacidos en el extranjero; es decir, se entiende que la mayoría había llegado a España a través de un proceso migratorio. Aún así, tanto los datos del PERE como la Encuesta de Variaciones Residenciales (EVR) muestran que son cada vez más los españoles nacidos en España que asisten a su primera experiencia migratoria internacional.
Evolución de las bajas de población empadronada en España según país de nacimiento (2007-2013)
Estas dinámicas de movilidad tienen como protagonistas a diversos perfiles de jóvenes -y no tan jóvenes-: desde quienes afirman haber huido desesperadamente “con una mano delante y otra detrás”; hasta los que se apuntan a ventajosos programas de contratación de personal cualificado (“Vente a Alemania, ingeniero Pepe”, así titulaba El País uno de sus reportajes del 30 de enero de 2011). Si bien esta emigración empezó siendo objeto de titulares de prensa, aunque con escasa representatividad estadística, rápidamente se ha consolidado como fenómeno sociológico, tanto por su aumento significativo como por el significado político que le atribuyen una parte de sus protagonistas. Movimientos de jóvenes como la “Marea Granate” (en referencia al color del pasaporte español), por ejemplo, articulan, desde el activismo en red, un discurso de denuncia de la situación de los “exiliados económicos”.
Y ante este diagnóstico, muchos son los retos concretos que se plantean:
En primer lugar, está en juego recuperar la inversión de la sociedad española en personal cualificado, en un contexto de progresivo envejecimiento demográfico y de más que seguro déficit de personas en edad laboral activa en los próximos años. Este reto exige empezar a sentar las bases, desde ya mismo, para ofrecer buenas condiciones en el futuro a los que se van y más adelante quieran volver. Recientes medidas, como la de que las personas que estén 90 días fuera de España por año natural pierdan todos los beneficios de la Seguridad Social que requieran residir en territorio español (por ejemplo, la tarjeta sanitaria), no parecen ir en esta línea.
Asimismo, deberíamos aprovechar esta coyuntura de creciente movilidad para potenciar todos los beneficios que conlleva (circulación de capitales, competencias, conocimientos, innovación, etc.). Eso sí, sin caer en la celebración acrítica de la “movilidad exterior” que ha hecho alguna ministra de manera políticamente interesada y sin perder de vista el “derecho a la inmovilidad” que también deberían tener aquellas personas para las que emigrar no es más que una estrategia “forzada” de supervivencia, con elevadísimos costes a nivel personal y familiar.
Por último, no está de más recordar que emigrar está al alcance de los más jóvenes, sobre todo entre los que tienen conocimientos de idiomas y recursos educativos; así como también para los migrantes, que cuentan en su haber con redes multilocales y recursos migratorios que facilitan un eventual retorno o una nueva emigración. Pero, cabe preguntarse cuál es la salida para los muchos desempleados españoles sin estudios y que no hablan otros idiomas, teniendo en cuenta que los países europeos y los países emergentes con escasez de mano de obra en la actualidad no precisan cubrir los puestosmenos cualificados. Nada que ver con lo que sucedió en la década de los años 50 y 60 del siglo pasado en Europa, con un perfil de emigrante español muy distinto, que se empleaba principalmente en el sector manufacturero. Lamentablemente, para muchas de estas personas que van acumulando meses sin empleo y sin ingresos, ni siquiera la emigración constituye una opción factible.