Las pensiones públicas, víctimas del 'austericidio'
La Actualización del Programa de Estabilidad 2014-2017 que el Gobierno remitió a Bruselas hace pocas semanas cuantifica el recorte sufrido por el sistema público de pensiones tras la reforma de 2013. Hay que lamentar que esa estimación no fuera recogida en la memoria económica de la Ley 23/2013, sobre el factor de sostenibilidad y el índice de revalorización; ni tampoco en el informe del comité de expertos que sirvió de base para esa regulación. Parece lógico pensar que un cambio de tanta envergadura, como veremos, debería haber llevado consigo un ejercicio de transparencia equivalente. A esta primera crítica se añade que la reforma fuera impuesta unilateralmente por el Partido Popular, sin diálogo ni apoyo del resto de fuerzas políticas e interlocutores sociales.
Gráfico 1: Proyecciones 2010-2060 del gasto asociado a envejecimiento (en % del PIB)
Pero, siendo lo anterior grave, lo verdaderamente preocupante son los datos que reflejan el enorme impacto de esta reforma en el gasto en pensiones: según el citado documento (página 78), se situaría en 2050 en un nivel similar al de hoy (10,5% del PIB) y sería aún más bajo (9,6%), diez años después. Para entender las implicaciones de estos cálculos oficiales conviene echar la vista atrás.
La reforma de pensiones de 2011 –consensuada política y socialmente– perseguía como objetivo fundamental reforzar la sostenibilidad del sistema. Trataba de suavizar el previsible incremento del gasto consecuencia del proceso de envejecimiento de la población vinculado al alargamiento de la esperanza de vida y a la jubilación de la generación del baby boom. Frente a las estimaciones que, antes de esa reforma, situaban el gasto en España en 2050 por encima del 17% del PIB, las medidas entonces articuladas moderaban ese crecimiento para dejarlo –según la Comisión Europea – en el 14%. Un nivel muy superior al actual, pero perfectamente asumible en términos comparados; no en vano Francia, Italia o Austria superan ese umbral holgadamente ya en la actualidad.
Las tensiones financieras que sufre la Seguridad Social desde 2012 fueron utilizadas por el Gobierno de Rajoy, primero, para devaluar las pensiones ese año (una pérdida de poder adquisitivo de casi dos puntos, que se sumaba a la congelación de 2011 del Gobierno Zapatero) y, a continuación, para plantear ante la opinión pública la necesidad de introducir urgentemente más cambios. Esos desequilibrios presupuestarios nada tenían que ver con problemas estructurales, sino que eran consecuencia de una coyuntura adversa agravada por una política económica centrada en la reducción del déficit y no en el empleo. Pero el Ejecutivo de Rajoy lo ignoró e impulsó nuevas modificaciones como falsa prolongación de la reforma ‘socialista’. De hecho, encontró el parapeto de ésta para regular un novedoso factor de sostenibilidad, ya previsto en 2011 aunque en términos bien distintos.
En efecto, la reforma del PP adelanta trece años el calendario de aplicación y configura un sistema de pensiones ‘menguantes’ en el que la cuantía de la nueva pensión se reduce automáticamente conforme se eleva la esperanza de vida. Pero, además, modifica el mecanismo de revalorización abocando a todos los pensionistas a la pérdida segura de poder adquisitivo –así lo diagnostica la OIT– como consecuencia de dos circunstancias: en el corto plazo, la adversa situación económica y el altísimo desempleo, y, en el largo plazo, el lastre que supondrá en la nueva fórmula el cuantioso incremento del número de pensionistas.
Pues bien, lo que el mencionado Programa de Estabilidad revela es la magnitud del recorte que, según el Gobierno, va a suponer la conjunción de ambas medidas (factor de sostenibilidad y mecanismo de revalorización): un gasto del 10’5% del PIB en 2050 supone un ‘ahorro’ (sic) creciente, un recorte, de casi 4 puntos porcentuales de PIB (actualmente 40.000 millones de euros) en esa fecha respecto de la estimación previa a esta reforma. De manera que la parte de la riqueza nacional que gastaremos en pensiones públicas dentro de cuarenta años será la misma que hoy, con la diferencia de que el número de pensionistas se habrá doblado: de 8 pasaremos a más de 15,2 millones.
Gráfico 2: Porcentaje de gasto en pensiones sobre el PIB
Es evidente que ni el Gobierno ni el poder financiero que alienta estos cambios están pensando en que los jubilados de mitad de siglo vayan a ser mucho más pobres que los de hoy. Creen seguramente que la transformación demográfica de nuestras sociedades debe llevarnos a un cambio de modelo, hacia una limitación de las pensiones públicas y una progresiva extensión del peso de los planes (privados) de pensiones. Es decir que su apuesta –no explícita– consiste básicamente en que en 2050 un tercio aproximadamente del gasto total en pensiones proceda del ámbito privado.
Éste puede ser un planteamiento de reforma legítimo, siempre que se encuadre dentro de los límites constitucionales y que se plantee abiertamente a los ciudadanos. Por eso hay que insistir en dos ideas fundamentales.
En primer lugar, el cambio de modelo que se persigue –el paso a un sistema de pensiones mixto– es una opción político-ideológica, no algo inevitable. En este sentido, importa insistir en que las dificultades que hoy atraviesa la Seguridad Social son de naturaleza coyuntural, pues derivan de la pérdida de tres millones de empleos durante la crisis. Con la particularidad de que disponemos de instrumentos para hacer frente a esas tensiones –54.000 millones de euros en el fondo de reserva–, así como de orientaciones de política económica que resultarían eficaces para estabilizar la situación financiera –priorizar la creación de empleo–. Por su parte, los problemas estructurales del sistema de pensiones fueron razonablemente abordados por la reforma de 2011 que, a cambio de sacrificios, garantizaba la sostenibilidad de un modelo de reparto reconocible como tal. Los retos estructurales persisten, sí, pero tienen más que ver con aspectos relacionados con la insuficiencia de las pensiones de determinados colectivos –las mujeres, señaladamente–.
Y, en segundo lugar, es posible que a mitad de siglo el gasto total (público y privado) en pensiones no implique una reducción importante sobre el 14% del PIB previsto antes de la reforma (‘ruptura’) de 2013. Pero sí supondrá, en todo caso, un cambio muy relevante en su composición, con una sensiblemente menor aportación del sistema público y un peso mucho mayor de las pensiones privadas. Y no debe desconocerse que ese nuevo sistema, más individualista, ha de traer consigo enormes desigualdades en función de la capacidad de ahorro y un debilitamiento del Estado de Bienestar con el consiguiente incremento de la pobreza.