América latina es desde hace poco más de una década escenario de un renovado debate que atañe a la ideología, la política, la ética y la economía por partes iguales en el marco de una situación de crecimiento económico en casi todos los países, lo cual marca una distancia considerable frente al actual escenario europeo.
Ahora bien, las etiquetas para el susodicho debate son difíciles de asignar, son tantos los matices que hace imposible generalizar bajo un calificativo común.
Para hacer un acercamiento a tal diversidad, el análisis de la penetración del progresismo puede dividirse en dos partes, por un lado las ideas y por el otro los estilos políticos. Marcando así una diferencia entre la importancia que han ganado ciertos cuestiones públicas, antaño relegadas e invisibilizadas, dentro de las agendas publicas y por el otro el papel, también muy relevante, del estilos y carisma de los lideres.
En materia de ideas progresistas la agenda pública latinoamericana ha dado la bienvenida a temas de urgente relevancia. La mayor parte de la región está combatiendo la pobreza, a través de políticas focalizadas, subsidios a la demanda y transferencias condicionadas, obteniendo avances notables. La Comisión Económica para América Latina y Caribe de las Naciones Unidas señala que la tasa de pobreza de la región es la más baja de las tres últimas décadas.
Asimismo, otros asuntos se hacen lugar. A pesar de que la ya señalada CEPAL afirma, con total veracidad, que la pobreza en la región tiene rostro de mujer indígena. Lo cierto es que las agendas públicas han dado pasos en el reconocimiento de la diversidad cultural, la equidad de género, y se está incorporado el reconocimiento de la población LGBT.
Otro tema que empieza a hacerse lugar en el debate político es la sostenibilidad, la conciencia de vulnerabilidad de la región al cambio climático han impulsado a los gobiernos regionales a clamar por estos temas con relativa unidad en foros como Rio+20.
Un renovado sentido de independencia y unidad regional, remplaza la mera diatriba anti-imperialista. Con variada intensidad, la región reclama su independencia para tomar decisiones o por entablar diálogos de iguales con EEUU. Asimismo, aunque con exasperante lentitud, los procesos de integración avanzan, la Unasur ha conseguido posesionarse en Suramérica como espacio de solución de controversias por encima de la misma OEA y en Centroamérica el proceso integrador ya deja varios resultados satisfactorios. La expectativa sobre CELAC es amplia y positiva entre la mayoría de los líderes.
En el caso concreto de la integración y la consolidación de la identidad regional ha jugado un papel importante la presión de las empresas que empujan el comercio regional a la vez que los medios de comunicación se han encargado de generar un espacio de identidad latinoamericano que pese a provenir de la iniciativa comercial tiene un impacto positivo.
Pero estas quizás son las dos excepciones entre la dinámica de las ideas progresistas en el discurso y la realidad. El modelo económico que tanto está beneficiando a la región es inconsistente con los temas que emergen en la agenda pública y es su principal detractor, no ya la derecha política, sino la necesidad de mantener un crecimiento económico basado en la producción primaria, o la bien llamada “reprimarización”.
Así pues los empoderados pueblos indígenas se ven en guerra contra la explotación minera y petrolera en sus territorios ancestrales; el reconocimiento de espacios ambientales protegidos choca con la concesión de permisos de explotación comercial de los recursos, las mujeres centroamericanas siguen atadas a la maquila, hay signos de una preocupante reconcentración de la tierra, en algunos casos en manos extranjeras, los medios de comunicación son blanco de diversas “iras” presidenciales y el grueso de la política macroeconómica se destina a mantener la condiciones de competitividad para las empresas multinacionales.
América latina habla de progresismo pero en sus facultades de economía se sigue enseñando economía clásica. Se produce política social progresista, debilitada desde su base pues en lugar de pagarse con impuestos que favorezcan la equidad, se paga con los excedentes de una actividad económica extractiva que además deja poco empleo de calidad. El debate de las ideas progresistas tan en boga tiene por delante el reto de enfrentar el gran problema de la región: la desigualdad.
Por el otro lado está el debate de los estilos de la política, que está marcado no solo por la forma en la que se construye la agenda publica, sino y especialmente por la forma en la que los mandatarios desarrollan su papel. Esta es una importante consideración a la hora de analizar el debate ideológico en la región. A grandes rasgos se encuentran tres estilos el radical de Venezuela, los demás países del Alba, y Argentina. El moderado y convertido en patrón por excelencia de política social, de Brasil, y Uruguay. Finalmente los presidentes “liberales pragmáticos” de Colombia, México y Chile y el “socialista pragmático” de Perú. Los primeros caracterizados porque a pesar de su tendencia de base, han aceptado bien la inclusión de las basas del debate progresista en su agenda, o bien por su intento de ser de izquierda sin espantar a los inversores, equilibrio al que juega continuamente Ollanta Humala.
Es importante resaltar la diferencia entre el progresismo Europeo y latinoamericano, mientras en Europa el progresismo es un corpus político, en América Latina aparece desmigado en diferentes políticas publicas que van abriéndose paso en el debate regional por sí mismas, no como un conjunto. Asimismo difiere el estilo político, los partidos se tornan en movimientos en los casos más radicales, y el personalismo cobra una importante cuota de la estructura política.
Más allá de las pasiones que susciten unos y otros líderes, el verdadero campo de juego del progresismo no está en ser como Chávez, como Dilma, o como Calderón. Sino en la capacidad para transformar crecimiento en equidad y política en democracia, ahí, y no solo en mantenerse en el poder es donde se gana la partida.