A partir del momento en el que el Gobierno, a través de su Presidente, anunció la abdicación del Rey, se puso en marcha el mecanismo sucesorio previsto expresamente en la Constitución. Le sucederá su hijo varón, D. Felipe de Borbón, quien asumirá las funciones que la misma Constitución atribuye al Jefe del Estado. Sentada esta premisa, la lectura de las disposiciones del Título II de la Constitución plantea una serie de interrogantes que, sin duda alguna, van a estar presentes en los debates de los próximos días.
De entrada es oportuno realizar una precisión terminológica: el Rey abdica, no renuncia. El contenido de ambas acciones puede ser equivalente, pero en términos jurídicos se aplican a sujetos distintos. La renuncia la puede realizar cualquier persona que esté llamada a suceder al Trono, con independencia del lugar que ocupe en la línea de sucesión. En cambio, sólo puede abdicar el Rey que es el titular del órgano de la Jefatura del Estado.
La Constitución contempla en el apartado 5º del artículo 57 que “Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden a la sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica”. A la vista de esta literalidad, ¿es necesaria la aprobación de esta ley orgánica para que el Rey pueda abdicar? A mi juicio, hubiera sido conveniente la existencia de una norma que la regulara. Pero no creo que sea imprescindible, al menos por cuanto se refiere a los procedimientos a seguir para que la decisión del monarca tenga efectos jurídicos en el orden constitucional y para la proclamación del Príncipe Heredero como nuevo Jefe del Estado.
La decisión de abdicar corresponde exclusivamente al Rey que la adoptará libremente. Es una decisión que no puede ser sometida a ningún tipo de requisitos, ni ha de ser aceptada por el Parlamento ni por el Gobierno ni condicionada de alguna forma, al menos desde la perspectiva jurídico-constitucional. Una vez adoptada, la consecuencia inmediata es que la Jefatura del Estado del Estado sea asumida por la persona del Heredero. No hay un vacío de poder. Otra cosa son las formalidades a seguir. La Constitución no contempla ninguna para la abdicación del Rey. Y sólo prevé, en su artículo 61.1, que “El Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas”.
En el contexto de un sistema de gobierno parlamentario con una Jefatura de Estado de carácter hereditario, queda fuera de toda duda el lugar privilegiado que debe adoptar el Parlamento en todo el proceso. De esta manera, el Rey debería formalizar su abdicación en las Cortes, reunidas ambas cámaras conjuntamente –con presencia del Gobierno y otras altas autoridades del Estado- y seguidamente, en el mismo acto deberían llevarse a cabo la proclamación de D. Felipe como Rey y la recepción del juramento que exige la Constitución. Una vez realizado el juramento, el nuevo Rey asume plenamente las funciones constitucionalmente previstas en el artículo 56 de la Constitución, pero también de su persona se predican las prerrogativas contempladas en el apartado 3ª del citado artículo 56 de la Constitución: la inviolabilidad y la no responsabilidad.
Ahora bien ¿qué estatuto jurídico constitucional se proclamaría del Rey que ha abdicado? Es, precisamente, ésta la cuestión cuya respuesta justifica la imperiosa necesidad de que sea adoptada una ley orgánica. Esta norma que habrá de ser aprobada por las Cortes Generales –con la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados-, deberá regular aspectos como cuál ha de ser la residencia del hasta ahora Jefe del Estado, el tratamiento y los honores que deba recibir, la dotación económica, la organización administrativa a su servicio –adscribiéndose o no a la ya existente Casa Real-, la posibilidad de desempeñar alguna función representativa del Estado –como la que hasta la fecha venía actuando el Príncipe Felipe en los actos de toma de posesión de mandatarios de países de América Latina- y, sobre todo, si mantiene alguna de las prerrogativas que la Constitución atribuye al Jefe del Estado. En especial, tiene sentido plantearse si puede seguir gozando de inmunidad, en tanto que una proyección específica de la inviolabilidad. A mi juicio, la Constitución no admite mucho margen de interpretación cuando refiere esta prerrogativa a la “persona del Rey” (art. 56.3), por lo que hace difícil justificar, en términos jurídico-constitucionales, su proyección a cualquier otra persona distinta del Jefe del Estado. Otra cosa distinta es que se le pueda reconocer la condición de aforado y, en función de la misma, que solo sea el Tribunal Supremo el único órgano jurisdiccional competente para juzgarlo.