“Haga como yo, no se meta en política”, cuentan que dijo Franco en una ocasión. Curioso consejo viniendo de un dictador, alguien que por definición “se mete” en política a través de su variante más brutal y descarnada: aquella que busca monopolizar el espacio público –e incluso el privado- suprimiendo toda discrepancia y reduciendo los ciudadanos a súbditos. Franco hacía política; lo que no hacía era política democrática. Y como buen autócrata, prefería que no la hicieran tampoco los demás.
Ese consejo –con gran predicamento en España ya antes del franquismo- sigue latente en nuestra cultura política tras 35 años de democracia. Se aprecia su vigencia en lugares comunes como el clásico “yo soy apolítico” (cuyo mensaje implícito es “política igual a chanchullo”) o en las distintas versiones del “todos los políticos son iguales” (es decir, unos mangantes). Esos tópicos forman parte del marco discursivo de la antipolítica, que es, en sí misma, una posición política.
En realidad, la política es un instrumento: un proceso de toma de decisiones basado en ideas, valores y principios, mediante el cual se aspira a alcanzar el poder o a actuar desde él con el fin de hacer realidad una determinada visión del mundo o proyecto de sociedad. Hay proyectos mejores y peores, y los métodos para realizarlos pueden ser buenos y malos, legítimos e ilegítimos, eficaces e ineficaces. Y luego, evidentemente, podemos compartir o no los planteamientos y fines de cada alternativa, en función de nuestras propias preferencias y valores. En un régimen dictatorial, quien manda intenta que la única política posible sea la suya, no hay lugar –público, al menos- para las preferencias. En uno democrático, la política aparece precisamente como juego entre preferencias, que da a los ciudadanos la oportunidad de elegir en qué tipo de sociedad quieren vivir.
Dentro del ámbito político se producen a veces abusos y malas prácticas que nos repugnan. Huelga decirlo en un país que tiene el dudoso mérito de contar con algún aeropuerto sin aviones, y cuyo Presidente del Gobierno acaba de comparecer casi a rastras ante el Parlamento para explicar la presunta trama de financiación ilegal y cobro de sobresueldos operativa en su partido durante 28 años (unas explicaciones que, según las encuestas, no se ha creído casi nadie). La gravedad de los escándalos que estamos conociendo nos hace pensar con indignación que la vida pública española se reduce a corrupción, arbitrariedad y chalaneo.
Sin embargo, si esa fuera la normalidad, ni nos indignaría ni nos repugnaría, nos parecería casi un hecho natural. Hay países donde la corrupción y la incompetencia son parte del paisaje, así que a nadie le sorprende que nada funcione y que si funciona, lo haga a base de ‘mordidas’. En esos contextos se asume que quien no está comprado es porque no tiene nada que vender, desde el Presidente al último bedel, pasando por parlamentarios, jueces, sindicalistas o policías. No escandaliza que los puestos de funcionario se hereden de padres a hijos sin mediar oposición ni formación específica alguna, ni que se cambie de partido en función de las ventajas materiales que cada uno ofrezca. Esto último se considera no sólo esperable, sino incluso legítimo, porque la corrupción, de tan extendida, deja de verse como irregularidad y constituye casi una idiosincrasia.
La normalidad en España no es esa. Ni la corrupción está socialmente aceptada hasta ese punto, ni se trata de un fenómeno tan extenso (la tolerancia social y la incidencia del fenómeno se interrelacionan, y es difícil deslindar la causa de la consecuencia). Lo normal aquí no son las ‘mordidas’, sino las horas interminables de esfuerzo guiadas por el compromiso honesto con un determinado proyecto (y porque es lo normal, no sale en la prensa). Por cada caso de ‘politiqueo’ en este país hay al menos otros tantos de política con mayúsculas. Por cada político corrupto o incompetente, hay muchos más políticos honrados que hacen su trabajo con voluntad de servicio público: alcaldes que no cobran, concejales que estuvieron en la diana sólo por serlo, diputados intachables que soportan el desprestigio que otros abonaron.
Nadie les obliga a estar ahí, por supuesto, pero lo cierto es que alguien tiene que hacerlo, porque sin políticos electos no hay democracia. Las descalificaciones generales son tan injustas dichas de ellos como dichas de cualquier otro colectivo. Es más, cortándoles a todos por el mismo patrón, tiramos piedras contra nuestro propio tejado. Tengamos presente que ellos forman parte de la misma sociedad que los demás: ni aterrizaron aquí procedentes del espacio exterior, ni la esfera política es tan distinta del resto de ámbitos sociales. Cuando decimos que todos son corruptos e incompetentes, ¿qué es en realidad lo que estamos diciendo?
Al calificar la política de actividad consustancialmente innoble e indigna o, en el mejor de los casos, de “mal necesario”, se comete el error lógico de tomar la parte por el todo: se asume que la mala política es toda la política. Hay en ello, además, un cierto cinismo trufado de resignación, un bajar los brazos y admitir que la ciudadanía no puede hacer nada por mejorar su destino. Ahora bien, la mezcla de cinismo y antipolítica puede acabar predisponiendo el ánimo ciudadano para coronar de laureles al próximo aspirante a salvador que prometa el paraíso en la Tierra, y asegure ser capaz de poner fin a este valle de lágrimas mediante alguna fórmula expeditiva. Los populismos que avanzan en otros países europeos se nutren de esa sabia, y no hay razón para creer que no pueda suceder aquí, aunque por ahora –afortunadamente- no lo hayamos visto.
Sin políticos electos no hay democracia, decía. Pero ojo, sin democracia sigue habiendo política. El poder, que es uno de sus elementos consustanciales –y que puede ser bueno o malo en función del uso que se haga de él- tiene horror al vacío. Si la ciudadanía –por enfado, por hastío, por desconocimiento- no se mete en política, alguien se encargará de acapararla. Política seguirá habiendo; lo que no habrá será democracia.