En España se nos da bien subir santos a los altares para luego derribarles las peanas. En el discurso sobre la Transición se advierte uno de esos movimientos pendulares, de la idealización acrítica al reproche más amargo. Pero como las cosas rara vez son blancas o negras, yendo de un extremo a su contrario descuidamos las partes de la realidad que se agazapan en los tonos grises.
Aquel proceso tuvo sus gozos y sus sombras. Hubo imposiciones y acuerdos, elementos que se querían atados y bien atados y equilibrios inestables que fraguaron por una combinación de generosidad, intereses particulares, habilidad política, errores de cálculo y alguna que otra chapuza (pero no nos echemos las manos a la cabeza; la chapuza es patrimonio de la humanidad, no sólo nuestro). Si en la Transición jugaron un papel relevante la personalidad de los actores y sus relaciones –simpatías, odios, ideas, prejuicios-, también tuvieron mucho que decir las circunstancias del momento, y un tercer elemento que se destaca bastante menos: la casualidad. Para bien y para mal, no todo en política obedece a planes maquiavélicamente urdidos, a estrategias racionales donde cada paso está calculado de antemano. Unas veces se hace lo que se quiere y otras lo que se puede, pero en la mayoría de los casos se da una mezcla desigual de querer y poder, en la cual el azar tiene más influencia de la que suele creerse.
Quienes cuestionan la legitimidad de la Transición o de sus resultados destacan el condicionamiento ejercido por los llamados poderes fácticos, que desde la órbita franquista presionaban para mantener bajo control el proceso. Quienes la ensalzan, consideran un éxito haber pasado de la dictadura a la democracia pacíficamente, y subrayan que gracias al consenso fraguado en torno a la Constitución o los Pactos de la Moncloa se fijaron unas reglas del juego que han funcionado de manera estable durante treinta años. A esto, los críticos responden que en el carácter relativamente pacífico del proceso tuvo mucho que ver el miedo, y que los consensos de entonces incluyeron demasiadas renuncias.
Es cierto que había miedo. Miedo a la guerra, que no quedaba tan lejos en el tiempo y que en la memoria estaba mucho más cerca de lo que está ahora; miedo a una involución provocada por el ejército y los franquistas más recalcitrantes, y entre algunos sectores, miedo a una revolución de izquierdas. Dado que a mitad del camino se produjo el golpe de Estado del 23 F, parece que existían buenas razones para algunos de esos miedos. Probablemente los fantasmas de unos y otros no fueron los mejores consejeros, pero era lógico que los hubiera: no estaba escrito en ningún sitio que las cosas tuvieran que salir como salieron. Uno de los ingredientes principales de los cambios de régimen es la incertidumbre, y España no fue una excepción a esa regla.
Es cierto también que hubo renuncias. Las hay en toda negociación. Por definición, el acuerdo se busca con aquellos de quienes se discrepa, y para lograrlo todas las partes tienen que ceder algo. Si una de ellas alcanza su programa de máximos seguramente las demás no obtienen ni sus mínimos, el juego es de suma cero, y entonces estamos hablando de victorias y derrotas, no de acuerdos. Eso no fue lo que pasó en la Transición, aunque podemos discutir sobre quiénes realizaron las mayores renuncias, porque posiblemente el saldo no esté equilibrado.
La Transición española no fue perfecta. En algunos aspectos nos fue mejor que a otros países que han recorrido el camino de la dictadura a la democracia; basta repasar distintos casos de América Latina, Europa del Este o las Primaveras Árabes para hacerse una idea de que “transitar” no es precisamente tarea fácil.
Tampoco la democracia resultante fue perfecta. Quedaron cabos sueltos y heridas mal suturadas; se iniciaron dinámicas que han tenido consecuencias no deseadas a distintos niveles, desde el sistema de partidos a la organización territorial del Estado, el funcionamiento institucional o la cultura política. Pero ojo, no toda la culpa es de nuestros mayores: algunos de los defectos de nuestra democracia obedecen a causas independientes de aquel momento y aquellos actores.
En cualquier caso, la crisis ha evidenciado problemas larvados desde hace tiempo, y agudizado el deterioro. Al menos una parte de los consensos y resultados de la Transición acusan fatiga de materiales. Lo lógico en un país avanzado sería impulsar un cambio de aquellas reglas del juego y elementos del sistema que ya no nos convencen, para adaptarlos a la sociedad de hoy, que desde luego no es la misma de 1978.
No obstante, estaría bien no olvidar algunas cosas. En primer lugar, que todos los procesos son hijos de su contexto. Si sobre las decisiones de la Transición pesaron los fantasmas de la guerra civil o el golpe de Estado, sobre las nuestras pesarán los de la crisis y el paro. Nuestro reto no será integrarnos en Europa y en el mundo, pero sí desenvolvernos entre las limitaciones y oportunidades que plantean la globalización o la pertenencia al euro y la UE.
Igual que los frutos de la Transición dieron pie a una serie de frustraciones, las transformaciones que abordemos ahora generarán las suyas, por la sencilla razón de que cualquier cambio colma algunas expectativas mientras defrauda otras. En una sociedad compleja existen puntos de vista plurales e incluso contradictorios (monárquicos y republicanos, creyentes y no creyentes, federalistas, independentistas y centralistas, sólo por citar algunos ejemplos), así que no todo el mundo verá satisfechas sus aspiraciones. Tendremos que integrar tanto como sea posible los distintos anhelos y gestionar lo mejor que podamos los descontentos que inevitablemente se produzcan.
La esencia de estos desafíos es similar a la que enfrentaron los protagonistas de la Transición. Resolverlos no es sencillo; ojalá nosotros seamos capaces de hacerlo mejor que ellos. Tendremos más probabilidades de éxito si lo intentamos desde la madurez política y no desde el adanismo, extrayendo lecciones de los errores y aciertos del pasado, y siendo conscientes de que ahora, como entonces, jugarán su rol las causas, pero también los azares.