El pasado miércoles 12 de febrero, Venezuela vivió una de las más agitadas y violentas jornadas de los últimos años. Las manifestaciones se han prolongado hasta ahora. Durante estas dos últimas semanas ya han muerto 10 personas, se ha producido el bloqueo de calles en las principales ciudades, se han atacado edificios públicos y grupos paramilitares se encuentran en la calle, sin ningún tipo de control evidente.
Para el oficialismo, las protestas responden a un intento de golpe de Estado por parte de la “derecha fascista” financiada por los Estados Unidos. Su reacción ha sido la represión de los manifestantes a través de los cuerpos de seguridad del Estado, la censura y amenazas a algunos medios de comunicación y la orden de expulsión de tres funcionarios de la embajada. Además, la Fiscalía General ordenó la detención de Leopoldo López, líder opositor acusado de instigación del delito, daños y asociación para delinquir.
La crítica situación que vive el país –que posee las mayores reservas petroleras del mundo, según la OPEC– ha generado diversas reacciones en el contexto internacional. Por un lado, algunos Gobiernos de América Latina afines al proyecto bolivariano han mostrado su respaldo al presidente Maduro como, por ejemplo, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Argentina. El resto de los países latinoamericanos han manifestado una posición más cauta que se limita a la llamada a la calma y a la resolución de los conflictos por vías institucionales.
Estados Unidos ha rechazado las acusaciones del Gobierno venezolano, aunque no ha dado muestras de tener intenciones de intervenir formalmente. La posición más firme la han tenido las organizaciones y organismos internacionales como Human Rights Watch o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que han denunciado la restricción de los derechos y libertades de los manifestantes y detenidos, la censura de los medios de comunicación nacionales e internacionales (incluidas las redes sociales), el ataque de grupos paramilitares y la persecución de algunos líderes de la oposición.
Hasta la Internacional Socialista ha cuestionado la reacción del Gobierno al manifestar que “nunca la lucha por mayor justicia e igualdad puede lograrse a costa de la negación de la democracia y la libertad”.
¿Cómo interpretar esta situación? Las demandas de las movilizaciones del 18F se orientaban, principalmente, al reclamo de soluciones a los problemas de escasez, empobrecimiento e inseguridad que asolan al país, así como al rechazo a las detenciones de estudiantes en las manifestaciones previas. Sin embargo, esta ola de protestas va más allá de estos reclamos; contiene un cuestionamiento directo al proyecto bolivariano, específicamente, hacia lo que tal vez es una de sus principales debilidades: la exclusión política de una parte importante de la sociedad que no se siente representada ni beneficiada por el socialismo del siglo XXI.
La otra gran debilidad puede verse no tanto en la causa de la convulsión social que hoy emerge con fuerza como en la gestión de dichos conflictos, y es la ausencia del potente liderazgo que ejercía Hugo Chávez Frías. Chávez poseía un capital político propio que le permitió, además de poner en marcha su proyecto político, revalidar su hegemonía de elección a elección (ver tabla 1).
Este es un hecho muy significativo si se tiene en cuenta que, durante sus mandatos, Chávez y su partido, el Movimiento V República refundado en 2008 en el Partido Socialista Unificado de Venezuela, se sometieron en 24 ocasiones a las urnas (cuatro elecciones presidenciales, cuatro legislativas, cinco elecciones a gobernador, tres municipales, una para elegir la Asamblea Nacional Constituyente en 1999 y cinco referéndums, incluido el revocatorio convocado por la oposición en 2004).
Resulta obvio decir que Maduro no es Chávez. Pero son resaltables los problemas que está generando la excesiva dependencia del proyecto bolivariano de su creador. Muerto Chávez, su heredero, el actual presidente, debe hacer frente a varios dilemas, como, por ejemplo, los problemas internos que afectan a gran parte de la población (la elevada inflación que alcanza ya el 56% anual, la escasez de productos básicos y una elevada criminalidad).
Asimismo, Maduro tiene ante sí el reto de consolidar su liderazgo tanto en el partido como entre las bases chavistas y en el contexto regional. Amparado en la figura de Chávez, le urge cada vez más encontrar su propio estilo de liderazgo, acumular su propio capital político y recabar apoyos internacionales.
Pero los problemas no son sólo para Maduro. La oposición agrupada en la MUD también tiene ante sí varios retos. El primero de ellos –o al menos, el más urgente– es diseñar una hoja de ruta que defina la estrategia a seguir tras la ola de movilizaciones. Si continúa animando las movilizaciones sociales con el fin de presionar un adelanto electoral (posición liderada por López y Corina Machado) o si, por el contrario, apuesta por el desgaste gradual del Gobierno que le permita llegar con una buena posición a las próximas elecciones (posición defendida por Capriles).
Si optan por la primera opción, corren el riesgo de ser incapaces de conducir políticamente las manifestaciones, sin poder evitar la deriva violenta de éstas y sus costos. Si optan por la segunda, la pregunta es: ¿cómo capitalizar a medio plazo el desgaste gubernamental teniendo en cuenta los problemas internos de la MUD?
El segundo reto y, tal vez el más importante, es articular un proyecto alternativo al bolivariano, que hasta ahora nadie ha sido capaz de definir. Un proyecto que agregue las demandas de quienes no están de acuerdo con el modelo actual y que ilusione a los sectores que simpatizan con el chavismo, que han visto una mejora en sus condiciones de vida en los últimos años y que sienten que, tras años de exclusión, ahora son sujetos políticos con plenos derechos.
No hay que olvidar que, pese a los problemas antes mencionados, bajo el mandato de Chávez entre 1999 y 2010 el desempleo urbano descendió del 14,5 al 8,4%; la pobreza, del 44% en 2000 al 27% en 2010; y la pobreza extrema, del 23 por ciento al 8,5; el PIB por habitantes, pasó de 4.100 dólares a 10.810; y la mortalidad infantil se redujo del 20 por mil al 13 por mil entre 1999 y 2011.
Finalmente, el tercer reto es resolver las divisiones y disputas internas que debilitan a la oposición. La radicalización del sector liderado por Leopoldo López y María Corina Machado y el débil liderazgo de Henrique Capriles al frente del sector más moderado presagian una vez más el fracaso de un posible cambio en el equilibrio del poder. La división no favorece a ninguno de ellos.
Venezuela es desde hace unos años un país de blancos y negros, en donde los grises no existen. Sea quien sea quien gobierne, tiene ante sí la necesidad de abrir el espacio a la pluralidad de opiniones y a la divergencia. Ya no es un asunto normativo, del deber ser, es una cuestión estratégica.
Ni el Gobierno va a poder gobernar mucho tiempo haciendo uso de la fuerza, creando enemigos externos, desatendiendo las reclamaciones de la mitad de la sociedad, en medio de un desgaste evidente y un debilitamiento en las urnas (hay que recordar que Maduro ganó las elecciones con poco más de un punto porcentual de ventaja), ni la oposición podrá ser una auténtica alternativa si no es capaz de superar sus problemas internos, si no encuentra la forma de responder unida a la coyuntura actual para encontrar salidas democráticas mediante un nuevo proyecto.