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Ni un paso atrás en el reconocimiento de derechos ni en el respeto a la diversidad

En un momento como el actual, tras varios años de crisis económico-financiera, que se ha traducido en recortes sociales hace una década inimaginables, se impone llevar a cabo una reflexión global, de clara inspiración socialdemócrata, que defienda el poder de la política y la democracia para transformar el mundo, así como un modelo social más justo y equitativo y un desarrollo económico más eficiente y sostenible.

A través de 12 mensajes que expresan valores esenciales de convivencia y progreso, ideas básicas, todas ellas, hoy cuestionadas por la derecha ideológica, pretendemos recuperar o poner al día un pensamiento socialdemócrata que o bien anda despistado o bien ha perdido el lugar central que un día ostentó.

Aunque estas 12 líneas rojas no pretenden agotar el campo del pensamiento y la acción que deberían orientar a la socialdemocracia del siglo XXI, sí ejemplifican los retos y propósitos básicos que deberían conformar su estrategia de futuro, aportando nuevas soluciones ante los desafíos económicos y sociales, y a la vez recuperando su esencia inequívocamente progresista.

Líneas Rojas Líneas Rojas

Avanzado el siglo XXI, las sociedades cerradas, integradas por un grupo humano perfectamente homogéneo desde un punto de vista étnico, nacional o cultural, o bien constituyen una anécdota geográfica sin relevancia internacional o bien están condenadas a desaparecer irremisiblemente, ante el avance imparable de eso que hemos dado en llamar “globalización”, y que tantas repercusiones tiene no solo en el terreno económico, sino también en el político, social, medioambiental, etc.

La sociedad española ha experimentado en los últimos lustros un extraordinario proceso de diversificación, como consecuencia, sobre todo, de la llegada de ciudadanos comunitarios y de inmigrantes de otros países en busca de trabajo, al calor de la expansión económica de finales del siglo pasado y comienzos del actual, provocada, en gran medida, por la después conocida como “burbuja inmobiliaria”. Aunque desde el “estallido” de esta última, con las perniciosas consecuencias que ello ha tenido, sobre todo, en el terreno laboral, este proceso se está revirtiendo en algún grado, lo cierto es que la sociedad española de 2013 en nada se parece ya (ni se puede parecer) a la de finales de la pasada centuria.

Pero esa diversidad social no solo ha tenido lugar a causa de la inmigración, sino que la misma también ha aflorado en el seno de la población nacional española, como consecuencia del reconocimiento de derechos a favor de ciertos colectivos antes invisibilizados o formalmente marginados. El caso del llamado colectivo LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales) o el de las personas con algún tipo de discapacidad constituyen dos claros ejemplos, entre otros muchos.

Con independencia de la consideración que le merezca a cada uno esa diversidad, lo cierto es que la misma constituye ya un hecho insoslayable, característico de cualquier país abierto al mundo, en constante intercambio y comunicación con él. De ahí que los esfuerzos deban de dirigirse no a seguir preguntándonos sobre lo positivo o negativo de la misma, sino sobre la mejor forma de conseguir que el reconocimiento y respeto de esa diversidad sean reales y efectivos, en el sentido de que constituyan el germen de una sociedad bien cohesionada, no integrada por grupos sociales que despliegan vidas paralelas, no dialogantes.

La clave está en hacer posible la cohesión social con la coexistencia de culturas diferentes en el seno de un mismo territorio. Se trataría de fomentar una convivencia enriquecedora entre los diferentes grupos sociales, basada en la igualdad de oportunidades de todos ellos y en el respeto a sus tradiciones étnicas, culturales, religiosas, etc., en el marco de los principios y valores constitucionales, cuya observancia es garantía, precisamente, de esa convivencia armónica.

Desde Líneas Rojas creemos que la diversidad no solo es, en efecto, constitutiva de cualquier sociedad democrática y, por tanto, abierta, sino que además, en sí misma, constituye un valor positivo y enriquecedor, en tanto que nos descubre la relatividad de nuestras propias posiciones, situaciones, creencias y convicciones, siendo esta la mejor forma de evitar la tentación constante de los fundamentalismos esencialistas y excluyentes.

Pero el reconocimiento de esa diversidad no es más que una declaración de buenas intenciones si no viene de la mano de la garantía de derechos a favor de quienes la hacen posible. Los avances, en este sentido, han sido considerables en los últimos años. Es de justicia reconocer que el gobierno socialista del Presidente Rodríguez Zapatero impulsó con decisión la ampliación de derechos civiles y el fomento al respeto de la diversidad. Posiblemente, esta sea la mejor parte de su haber.

Pero la crisis económica y el acceso a las diversas instancias de poder del Partido Popular, muchas veces incapaz de comprender y asumir esos cambios sociales, están poniendo en serio riesgo algunos de los logros conseguidos, por más irreversibles que los consideremos.

El mantenimiento de la integración y la cohesión en las sociedades plurales demanda tanto una atención constante hacia el respeto de los derechos conquistados, como la puesta en práctica de una pedagogía de la diversidad que se debe de fomentar, sobre todo, aunque no solo, desde los poderes públicos. Y no es esto precisamente lo que se está haciendo por parte del actual Gobierno del Estado y del de algunas Comunidades Autónomas y Ayuntamientos.

Quienes desde la ideología y la acción política no crean en la diversidad y quieran recuperar, por nostalgia, esencias de un pasado homogéneo y supuestamente idílico, someterán a una tensión indeseable a una sociedad que solo puede ser diversa. Y si además pretenden recortar derechos ya reconocidos a favor de colectivos tradicionalmente discriminados generarán una fractura social de consecuencias impredecibles.

De ahí que, desde Líneas Rojas, nos neguemos a dar un solo paso atrás en el reconocimiento de derechos y en el respeto a la diversidad. Entendemos que esta debe de ser una seña distintiva de cualquier partido político que se considere progresista, pues el progreso consiste precisamente en eso: una búsqueda incansable de la igualdad y la libertad.

Más bien, en el punto en que nos encontramos debiéramos plantearnos seriamente un nuevo impulso a favor del reconocimiento de nuevos derechos civiles. Además, resulta particularmente importante extender también los de carácter político a favor de los inmigrantes. Si a los nuevos ciudadanos provenientes del exterior les exigimos que cumplan con sus obligaciones, muy destacadamente, las de carácter fiscal, no parece que tenga demasiado sentido negarles los derechos que los nacionales tenemos, incluidos los de carácter político. Su plena integración social, conditio sine qua non de una sociedad bien cohesionada, así lo demanda.

Pero esa ampliación o reconocimiento formal de derechos no puede despistar la trascendencia de la cuestión de fondo que se esconde detrás, pues no son pocas las ocasiones en que la efectividad de los mismos no es más que una mera ilusión. Es más, puede llegar a ocurrir que el reconocimiento legal de un determinado derecho a favor de un colectivo tradicionalmente discriminado, en parte, contribuya a ocultar la realidad, no tan favorable, que se oculta tras ese formalismo.

En definitiva, el respeto a la diversidad y el mantenimiento de los derechos conquistados, junto al reconocimiento de otros nuevos, deberían formar parte de la columna vertebral de un programa progresista de gobierno que urge volver a poner en práctica.