El pasado 19 de agosto, el que fue director del think-tank Bruegel, Jean Pisani-Ferry, daba por iniciado el particular ejercicio de reflexión prospectiva que se llevará a cabo en Francia en los próximos meses. El académico dirigió el primer seminario gubernamental del curso, bajo el título ‘Francia en 2025’. Cada ministro tenía que volver de vacaciones con un informe sobre cómo veía a la République de aquí a 12 años. El periódico Le Point consiguió en exclusiva 5 copias: la de Valls (ministro del Interior), Taubira (Justicia), Montebourg (Recuperación Productiva), Duflot (Vivienda) y Moscovici (Economía).
El ejercicio forma parte del nuevo mandato de Pisani-Ferry, desde abril al frente del Comisariado General para la Estrategia y la Prospectiva, institución que a petición del presidente Hollande deberá entregar en diciembre un informe sobre los desafíos del país a diez años vista.
¿Para qué sirve la prospectiva?
El informe oficial y el trabajo filtrado de los ministros dan una idea de las razones que han motivado esta iniciativa. El sentimiento generalizado de que ‘no hay futuro’ se recrudece. El documento de trabajo de Pisani-Ferry parte de la idea que una sociedad que ha dejado de creer en su capacidad de organizar su progreso está inevitablemente abocada a afrontar todos los debates sociales como un juego de suma cero, en los que siempre hay un perdedor y un ganador. El conflicto social permanente sobre quién paga los costes de las decisiones públicas acaba por asfixiar el debate razonado, llevándose por delante cualquier intento de legislar sobre las necesidades a medio y largo plazo.
Algo falla, y va más allá de la falta de esperanza de los más jóvenes, o las insuficientes explicaciones sobre unos ajustes que ‘darán sus frutos en el futuro’. Según el último barómetro de opinión de la DREES, los franceses que se declaran optimistas sobre el porvenir han pasado de representar el 67% de la población en 1993, al 39% en 2012.
El ejercicio prospectivo representa una oportunidad de ofrecer una visión global de los desafíos como país y sociedad, más allá del marco de una legislatura. Es una forma de combatir el sentimiento de desposesión, que como insiste la ministra de vivienda en su copia veraniega –la mejor de las filtradas- es en muchos casos el germen del populismo y el relativismo ideológico. Tomar distancia ofrece además una oportunidad de salir de la lógica paramétrica que tanto gusta, en la que la idoneidad de una política pública queda supeditada a la simplista variación hacia arriba o hacia abajo de un indicador.
Los trabajos preliminares que empiezan a circular ponen de manifiesto que Francia se enfrenta a su particular guardián de las tinieblas, el Cerbero de tres cabezas: tres desafíos que obligarán al país a reflexionar sobre su modelo económico, su aproximación al progreso, y su concepción de la igualdad.
Modelo económico
Según la OCDE, Francia representará en 2023 menos del 2,7% del PIB mundial. Pasará de ser la quinta a la novena potencia mundial. Un tercio de los franceses tendrá más de 60 años (lo que según el propio ministro de Economía hará inviable el sistema de seguridad social con los niveles de transferencia actuales). A nivel internacional Francia deberá competir en un mercado donde los Estados Unidos y Europa no serán los únicos grandes ‘consumidores’. La clase media en China y el resto de emergentes crecerá exponencialmente, lo que aumentará la demanda, al mismo tiempo que pondrá de manifiesto que la forma en la que consumen hoy en día los países más desarrollados es insostenible a escala mundial.
En este escenario, la animadversión francesa a debatir y decidir cómo hacer frente a la globalización no será una opción. El país deberá escoger con qué modelo quiere participar e influenciar el proceso. Tanto si se apuesta por el modelo industrial alemán – siguiendo la visión que defiende el ministro Montebourg, o si prefiere el modelo focalizado en la creación, la innovación y los servicios comercializables –más cercano a la visión del ministro Moscovici. El primer modelo implicaría re-orientar el gasto público hacia la industria y requeriría energía –fósil o renovable - barata. El segundo modelo implicaría una transformación social y económica de calado, apostando por clústeres tecnológicos, especializaciones sectoriales de excelencia, una política de atracción de talento internacional, y una gran modernización del servicio público – sector donde Francia es tradicionalmente competitiva. Sea con un modelo u el otro – o un mix, el objetivo es priorizar y lograr de esta forma racionalizar la toma de decisión.
Nuevas tecnologías
El sector que aparece transversalmente tanto en las copias de los ministros como en el informe de Pisani-Ferry, es el de las nuevas tecnologías. Hasta el punto que los avances tecnológicos sean presentados como la pócima secreta del ‘futuro’ - como si dichas tecnologías no estuvieran ya al alcance de las administraciones y empresas francesas. Así, leemos que el ministro de interior apuesta por unas fuerzas del ‘orden 3.0’ – sin especificar en qué consisten, o que el responsable de la cartera de Economía está convencido que en diez años las gestiones fiscales habrán logrado ‘desmaterializarse’ por completo. La copia del ministro Montebourg, la menos balanceada - y la más inútil para el ejercicio de prospectiva, vaticina incluso una Europa capaz de contrabalancear a los gigantes informáticos americanos.
Pero para que la innovación –tecnológica en este caso- tenga el potencial augurado, la sociedad y la administración deberían convertirla en una prioridad absoluta. La realidad es más obstinada. En 2000 sólo dos países BRIC estaban entre los diez países del mundo que más gastaban en I+D. En 2010 los países emergentes en el top10 eran ya cuatro: Brasil, India, Rusia y China – el último gastando en 2010 hasta un 555% más que en el año 2000. Francia por su lado, ha pasado de la cuarta a la sexta posición, gastando en 2010 sólo 50% más que en 2000. En términos relativos, el hexágono - y gran parte de Europa - pierden posiciones a marchas forzadas.
El fracaso de la igualdad
La tercera cabeza de Cerbero es el desafío de lograr la ‘igualdad’ en una sociedad cada vez más autónoma e individualista. El imaginario de la República Francesa – y en particular su política redistributiva, se nutren de dicha narrativa. Francia ha conseguido ser uno de los estados donde la desigualdad de renta – después de impuestos y beneficios sociales- sea una de las menos pronunciadas en Europa (ver al respecto éste artículo en el Journal of Economic Perspectives). Aun así, según la OCDE 9 de cada diez franceses considera que las desigualdades están incrementando, y 8 de cada 10 consideran que la tendencia seguirá siendo ésta.
De todos los desafíos, éste probablemente sea el más doloroso, porque obliga al país a mirarse al espejo y reconocer que el cemento histórico de la nación en Francia, la famosa égalité, tiene hoy los pies de barro. Francia es uno de los países de la OCDE donde el origen étnico y socioeconómico de los padres acaba determinando más el éxito escolar de los hijos. El país ha sufrido una cierta ghettoización de las urbes francesas, con las consecuencias de cierta segregación espacial. El modelo de integración también muestra sus límites. La invocación a la sacrosanta ‘laicidad’ francesa se utiliza a veces como una excusa para no debatir sobre inmigración, religión, auge del comunitarismo y convivencia republicana. Francia se ha esforzado en crear políticas públicas que palien las desigualdades una vez se han producido, pero ofrece las mismas barreras que otros países en cuanto al acceso a la educación, a la sanidad y a la vivienda.
El consenso como punto de partida
A la hora de reflexionar sobre la idoneidad y eficacia de los ejercicios de prospectiva, hay que recordar que no todos acabaron cumpliendo con el objetivo. ¿Quién recuerda la famosa estrategia de Lisboa adoptada en 2000, que mediante una batería de indicadores y un gran despliegue de propuestas pretendía casi arrogantemente hacer que Europa fuese en 2010 la ‘economía más dinámica y competitiva del mundo’?
Hacer de la prospectiva un instrumento más de la política formal funciona si ofrece legibilidad y si sirve para movilizar al conjunto de la sociedad alrededor de unos parámetros (si son cifrados todavía mejor).
El proceso de integración europeo cumplió inconscientemente esa función durante muchos años, pero ya no. El ideal del galo Monnet se resquebraja, y los estados y la sociedad rehúyen el único dilema ‘prospectivo’ que a largo plazo parece evidente: más integración en Europa o nadar solos contra la globalización.
Francia reúne, todavía, condiciones para liderar a este continente averiado. En diciembre Pisani-Ferry y el gobierno podrán escoger en qué bolas de cristal debe proyectarse el país. Se la juega Francia, y se la juega también Europa.
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