Francia y la profecía autocumplida

El despiadado atentado contra la redacción parisina del semanario satírico Charlie Hebdo ha supuesto un duro golpe en pleno corazón de Francia apenas estrenado este 2015. Horas después del ataque terrorista, el presidente de la República, François Hollande, reconocía que “sabíamos que estábamos amenazados, como otros países del mundo, porque somos un país de libertad”. Precisas declaraciones, pues, como bien señalaba el dignatario, el objetivo último de los terroristas no es siquiera la libertad de expresión, sino atentar contra la esencia misma de las sociedades democráticas en su conjunto, pertrechados por la ideología del salafismo yihadista, una visión radical y belicosa del credo islámico que justifica moral y utilitariamente el uso de la violencia.

Pero, ¿por qué Francia se sentía amenazada? ¿Acaso es distinto el contexto de nuestro país vecino a los de otros estados europeos de su entorno inmediato, incluido España? Si bien es cierto que la amenaza yihadista a los países europeos nunca ha desaparecido, no lo es menos que dicho desafío parecía haberse atenuado por la decadencia –ni mucho menos desaparición- de Al Qaeda, tras el desmantelamiento de su santuario pakistaní, la pérdida, en la primavera de 2011, de su carismático líder en la ciudad pakistaní de Abottabad y las significativas bajas en sus filas causadas por operaciones llevadas a cabo con drones por las fuerzas estadounidenses.

Sin embargo, las fallidas “primaveras árabes” y la subsiguiente deriva antidemocrática en países como Libia o Egipto, la emergencia del autodenominado Estado Islámico (EI) como nueva matriz del terrorismo global tras su ruptura definitiva con Al Qaeda y la proclamación del Califato por su líder Abu Bakr Al Bagdadi el pasado verano, sumado a la explotación de esta y otras “victorias” en la propaganda difundida mediante una efectiva campaña en redes sociales, han intensificado la amenaza yihadista, diversificando además su naturaleza, y promoviendo nuevos procesos de radicalización y movilización violentas entre individuos provenientes de segmentos sociales especialmente vulnerables en el seno de las sociedades europeas occidentales. Ningún país queda exento de esa amenaza terrorista, aunque los antecedentes y procesos de movilización yihadista relacionados con la misma no se distribuyen de manera uniforme y varían según los casos.

De los más de 3.000 combatientes extranjeros occidentales que se estima se encuentran actualmente en Siria e Irak, luchando en las filas de organizaciones yihadistas (principalmente del EI), unos 1.200 son franceses, siendo éste en términos absolutos el país más afectado en Europa, seguido por otros como Reino Unido (500), Alemania (400), Bélgica (300) y Países Bajos (150). En el caso de España, que contaría con unos 70 muyahidines destacados en la zona, la cifra está muy por debajo de las anteriormente señaladas. El principal motivo radica en que, mientras en los países más comprometidos las segundas y ulteriores generaciones de inmigrantes ya están consolidadas, en el nuestro éstas son todavía incipientes. Estas sucesivas generaciones son especialmente vulnerables a los procesos de radicalización, fundamentados en muchas ocasiones por crisis de identidad relacionadas con déficits de asimilación cultural a los que el salafismo yihadista da respuesta generando una fuerte identidad colectiva, cohesionadora de los distintos perfiles de individuos proclives a esta visión.

Atendiendo a estos datos y elementos no es difícil comprender por qué tanto Francia, país en el que, recordemos, Mohamed Merah asesinó en 2012 a siete personas en Toulouse y Montauban, y que a finales del pasado 2014 sufrió una serie de incidentes –igualmente mortales– protagonizados por individuos aislados, como el resto de los estados europeos sean conscientes de la amenaza que actualmente puede suponer para sus sociedades la creciente influencia del EI añadida a la que ya existía por parte de Al Qaeda y sus respectivas filiales o grupos afines. Una amenaza cristalizada en la acción de individuos radicalizados dentro de sus fronteras y/o los yihadistas retornados de zonas de conflicto, aún más radicalizados que cuando abandonaron sus países de origen y con experiencia en combate. Y es que la diversidad de la amenaza yihadista en el contexto actual puede abarcar un amplio rango de manifestaciones, que van desde la actuación de actores individuales independientes, hasta la comisión de atentados de mayor envergadura preparados y ejecutados por miembros de organizaciones terroristas basadas fuera del viejo continente, entre muchas otras.

Para afrontar el formidable desafío al que nos enfrentamos no solo deben invertirse recursos y esfuerzos en adaptar y reforzar las capacidades jurídicas, policiales y de inteligencia ni en fortalecer los mecanismos de cooperación bilateral y multilateral. Para mitigar la amenaza que este fenómeno supone para nuestras sociedades abiertas se deben repensar además los planes de prevención de la radicalización violenta nacionales existentes, los cuales, como pone de manifiesto el caso francés, no están dando por el momento los resultados esperados. Por último, es importante implementar medidas que incidan en la promoción de una cultura de resiliencia de nuestras sociedades frente a los eventuales episodios relacionados con el terrorismo yihadista y su amenaza.