Artículo en colaboración con Eurasianet.es
En las viñetas de la prensa occidental, Rusia suele aparecer como un gran oso que engulle a Ucrania, azuzado por un fornido Putin; mientras los demás países contemplan impotentes la escena. Tan popular es esta metáfora, que hasta el propio presidente ruso daba su propia versión en la última de sus maratonianas ruedas de prensa anuales: Rusia es “el oso que protege su taigá”, el bosque de su hábitat natural, frente a los intrusos. Un mensaje que, a la vista de su papel en la crisis ucraniana, deja lugar a pocas dudas.
Más allá de su función humorística, estas representaciones culturales reflejan la imagen predominante en el discurso social acerca de los demás países, y sus diferencias con el nuestro. Delimitar quiénes son los otros nos permite encontrar nuestra propia identidad y establecer quiénes son como nosotros, frente a los potenciales adversarios a los que atribuimos características opuestas: diplomacia frente a guerra, democracia frente a dictadura, civilización frente a barbarie, Occidente frente a… Para los académicos de las Relaciones Internacionales, la construcción social de las identidades ha centrado nuestro principal debate en los últimos años.
Rusia es un claro ejemplo de cómo estas imágenes de los Estados condicionan nuestra interpretación de sus acciones. La metáfora del oso nos hace entender la agresividad de Moscú como el comportamiento instintivo de un depredador; pero a la vez irracional, lo que hace imposible cualquier negociación. Frente a un actor con el que no compartimos un lenguaje común, y cuya naturaleza le empujaría siempre a atacar, la fuerza sería la única respuesta eficaz. Sin embargo, esta simplificación ignora los motivos del Kremlin desde el punto de vista de sus propios intereses, atribuyéndolos a impulsos agresivos sin explicación lógica. Y en segundo lugar, evita cuestionarse en qué medida otros países podrían haber modificado ese comportamiento, si se trata de un cálculo racional y no de una reacción inevitable.
Esta perspectiva arroja algo de luz sobre la aparente inconsciencia de Putin hacia la grave situación de la economía rusa, golpeada tanto por la caída del precio del petróleo como por el hundimiento del rublo y las sanciones internacionales; incluso permitiéndose afirmar que la crisis “no durará más de dos años”. Pero es que en la mentalidad de Putin tampoco existe otra alternativa que asumir el coste de sus últimas acciones, por elevado que sea. En su visión del mundo, Rusia es una gran potencia que lucha por sobrevivir en un entorno plagado de enemigos, que tratan de “encadenar al oso y arrancarle sus dientes y garras” sometiéndolo al dictado de otras potencias más poderosas. Una idea con tintes de paranoia, pero que surge de su propia experiencia vital, al haber asistido en primera persona a la disolución de dos Estados —la RDA y después la URSS— que corrieron esa suerte por sus propias debilidades.
¿No utiliza también el Kremlin este recurso como instrumento de propaganda, acusando a Occidente de todos los males para eludir sus propias responsabilidades? Sin ninguna duda. Pero es igualmente cierto que el presidente ruso cree realmente estar afrontando una amenaza existencial, iniciada con las sucesivas ampliaciones de la OTAN y más recientemente con el Euromaidán, que Moscú percibió como una nueva “revolución de colores” instigada por Occidente con el único fin de debilitarla. Esta sensación de vulnerabilidad como “fortaleza asediada”, en un entorno ferozmente competitivo en el que sólo los Estados más fuertes sobreviven, explica la conmoción causada en el Kremlin por el derrocamiento de su socio Yanukovich el pasado febrero. Al saberse impotente para detener el cambio político en el país vecino, Putin vio hacerse realidad su mayor temor: perder su credibilidad ante Occidente como una gran potencia cuyos intereses debían ser respetados, y que tampoco aceptaría injerencias en su propio territorio.
La anexión de Crimea y la posterior intervención en el Donbass —claramente contraproducentes desde una lógica de respeto a la legalidad internacional, o promoción de una imagen fiable ante los socios comerciales e inversores extranjeros— sólo se explican así como represalia ejemplarizante para disuadir a Occidente de nuevas intervenciones en países aliados. Una interpretación sesgada, es cierto, de la revolución en Kiev, que pese a recibir un innegable apoyo de EE.UU. y la UE no fue orquestada por estos, sino que surgió del descontento social ante un régimen corrupto; y sólo después acabaría derivando en revuelta por los intereses de las fuerzas políticas locales, que aprovecharon la protesta para tomar el poder. Pero en el imaginario colectivo de los líderes rusos, en el que los ciudadanos carecen de intereses propios, los movimientos de contestación social —tanto en Ucrania como en la propia Rusia— han de ser siempre “quintas columnas” de otros actores más poderosos.
Para el Kremlin, el conflicto de Ucrania no se trata de una pugna sobre determinados valores, como lo define por ejemplo la UE; sino de una competición entre los Estados más fuertes —como EE.UU.— y otras potencias más vulnerables como Rusia, que corren el riesgo de quedar a merced de los anteriores. A lo largo del último año, el progresivo aislamiento de Moscú ha ido aumentando esta sensación de debilidad, lo que ha contribuido a polarizar la dicotomía entre su identidad y la de Occidente. En etapas anteriores, Putin se limitaba a defender valores conservadores tradicionales —como el patriotismo, el Estado fuerte o el sentido de colectividad frente al individualismo—, pero reivindicando al mismo tiempo el papel de Rusia en la herencia cultural europea, que justificaría su influencia en una Europa política no limitada a la UE. Ahora, en cambio, el Kremlin está recuperando los argumentos del nacionalismo radical conocido como eurasianismo, cuya visión maniquea de una civilización rusa incompatible con Occidente encaja con lo que Putin considera que ha ocurrido en Ucrania.
Y esto nos lleva al factor principal, sin el cual las élites rusas no serían capaces de sostener esta visión de los intereses nacionales: la identidad de Rusia como una “gran potencia fuerte y respetada” —y no la de “socio fiable y cumplidor de la legalidad internacional”— es compartida por la mayoría de los ciudadanos, nos guste o no. Como podemos ver en el gráfico, desde la vuelta de Putin a la presidencia en marzo de 2012, el cambio de tendencia más claro se produce precisamente a raíz del Euromaidán, y especialmente tras la anexión de Crimea, que ha dado lugar a un drástico repunte de la popularidad del presidente y en la valoración del rumbo del país, superiores al 80% y al 50% respectivamente. La mayoría de la población, aunque por una diferencia menor —45% frente al 34%—, apoya también la intervención de tropas rusas en el conflicto, oficialmente no reconocida.
Este respaldo social a la política exterior, influido naturalmente por el control estatal sobre la televisión y otros medios, hace difícil pensar que el Kremlin vaya a ceder a corto plazo a las presiones occidentales. Por el contrario, es mucho más probable que se trate de alentar el patriotismo de los rusos frente al aislamiento exterior, confiando en que Occidente volverá al business as usual cuando necesite la cooperación de Rusia en otros asuntos. En cualquier caso, la experiencia nos demuestra que plantear los conflictos como un juego de suma cero —como se hizo en su momento con Ucrania, cuyo acercamiento a la UE se presentó imprudentemente como una victoria geopolítica sobre Moscú—, en lugar de intentar compatibilizar los intereses, favorece este tipo de respuestas agresivas por parte de Rusia; siempre propensa a reaccionar como un oso acorralado y herido cuando se considera ignorada.