Redistribución y Predistribución (Parte II)
En el post anterior hablábamos de los límites de las políticas redistributivas tradicionales y de su supuesta incapacidad de corregir las cada vez mayores desigualdades de ingresos a las que se enfrentan las sociedades contemporáneas. Y de cómo la idea de “predistribución” se hacía particularmente atractiva para resolver este dilema. En oposición a los mecanismos redistributivos tradicionales (recaudar impuestos y distribuir estos ingresos con el objetivo de reducir las diferencias de rentas entre individuos), con la “predistribución” de lo que se trata es de incidir en el funcionamiento de los mercados con tal de que éstos produzcan resultados más equitativos antes de la intervención del Estado.
A decir verdad, la idea de predistribución es probablemente tan antigua como el mismo capitalismo moderno, y es incluso anterior a la (más moderna) de redistribución. Cuando los primeros trabajadores se organizaron políticamente en sociedades de ayuda mutua, sindicatos y partidos de clase, sus demandas no eran que el Estado “redistribuyera” la renta nacional, sino mejorar las condiciones de trabajo, institucionalizar el poder de negociación de los trabajadores, establecer salarios mínimos, y más adelante, lograr el control de los factores de producción. En una palabra, querían “predistribuir”.
Fue más tarde cuando apareció la idea verdaderamente revolucionaria de “redistribución”. Si el objetivo es una sociedad más igualitaria, la forma más eficiente de construirla no es interfiriendo en los funcionamientos de los mercados (que, digámoslo así, no es un mecanismo muy malo de asignación eficiente de recursos), sino usando al Estado (a través de impuestos progresivos y de gastos) para transferir recursos entre individuos. En un sentido puramente económico, “redistribuir” resulta mucho más eficiente que “predistribuir”.
Los “predistribuidores” nunca aceptaron de buen grado la propuesta redistributiva. Marx atacó con dureza el programa de Gotha del partido socialdemócrata alemán por no ser “predistributivo”, es decir, por no atacar lo que a su juicio era el origen de las desigualdades: el control del capital y de la tierra por una clase de no-trabajadores.
Aunque las ideas “predistribuidoras” nunca fueron por completo abandonadas, fue la adopción de estrategias abiertamente redistributivas durante una época de fortísimo crecimiento económico lo que logró en la Europa de la postguerra una histórica reducción de las desigualdades de ingresos. Sin embargo, los costes (económicos, pero también políticos) de la redistribución en los tiempos actuales que discutíamos la semana pasada han vuelto a hacer que nos replanteemos la oportunidad de esta estrategia, en principio subóptima, de la predistribución. ¿Hasta qué punto resulta hoy una estrategia razonable?
Antes de abordar la cuestión de la oportunidad de la “predistribución”, es preciso distinguir entre dos formas de “predistribuir”. La primera es corrigiendo fallos de mercado y logrando que los mercados operen de manera más eficiente después que antes de la “predistribución”. Un ejemplo es aumentar las dotaciones de capital humano de aquellos individuos que no pueden acceder a los mercados de crédito y formarse porque crecen en familias con pocos recursos. Es esta una intervención predistributiva (anterior al mercado) e igualitaria (ya que hace que el mercado produzca resultados menos desiguales), pero no es una intervención que frene el funcionamiento del mercado como forma de asignación de recursos. Al contrario, el mercado de trabajo se expande y la sociedad en su conjunto se benefician de que el Estado intervenga “predistribuyendo” en esta dirección. Estas intervenciones crean más mercados y generan más igualdad. No encuentro motivos de peso para que no estemos haciendo más esfuerzos “predistributivos” en esta dirección. El hecho que hagamos demasiado poco en este ámbito (es por ejemplo escandaloso que es que hagamos tan poco en intervenciones tempranas para paliar la pobreza infantil) dice mucho de los perversos incentivos que estructuran las prioridades en nuestro sistema político.
Existe sin embargo una segunda forma de “predistribuir”, más agresiva que la anterior, y que consiste en constreñir abiertamente el funcionamiento de los mercados: fijando precios, imponiendo regulaciones, regulando la formación de salarios… Esta segunda forma de predistribuir puede tener poderosas consecuencias igualitarias (por ejemplo, una amplia literatura ha documentado que el mejor predictor de la desigualdad salarial es el grado de descentralización de la negociación colectiva). Pero hay que ser cuidadoso con el uso extensivo de este tipo de estrategias: primero porque restringir los mercados suele tener como consecuencia una reducción del tamaño de la tarta a repartir, y segundo porque en el momento en que se abre la veda a la intervención directa en el mercado, muchas de estas intervenciones acabarán respondiendo a intereses particulares, y no es raro que acaben provocando resultados que no reduzcan desigualdades sino que hasta las aumenten (la dualidad laboral generada por las regulaciones del mercado de trabajo español es un buen ejemplo de ello, véase por ejemplo aquí y aquí).
¿Significa esto que debamos ceñirnos a aceptar sólo “predistribuciones” del primer tipo? Creo que no. Existen dos razones por las cuales una estrategia centrada en la implementación de ideas “predistributivas” del segundo tipo podrían tener hoy sentido.
La primera, porque buena parte de los aumentos en las desigualdades que observamos en la actualidad no tienen que ver con el funcionamiento “normal” de los mercados, que retribuyen a los actores económicos en función de sus aportaciones al proceso productivo, sino que se derivan de la capacidad de estos actores de extraer “rentas”. Este es uno de los argumentos centrales del último libro de Stiglitz: dado que buena parte de los mercados “realmente existentes” no son competitivos y el fenómeno de extracción de rentas es masivo, hay un margen considerable para reformar los mercados de tal forma que se reduzcan las desigualdades sin dañar la economía en su conjunto.
Y en segundo lugar, porque reducir las desigualdades con medidas “predistributivas” puede ser económicamente ineficiente, pero es políticamente mucho más factible que hacerlo mediante medidas redistributivas. No sé muy bien cuáles son las razones de fondo por las cuales esto es así, pero parece evidente, por ejemplo, que algunas formas de predistribuir (limitar salarios de los ejecutivos, fijar precios, regular mercados) es mucho más popular que extraer impuestos y aumentar el gasto público, es decir, que redistribuir. Si no todas las formas de reducir las desigualdades son políticamente viables, igual tendremos que estar dispuestos a pagar el precio de hacerlo de una manera relativamente ineficiente.
En conclusión, como método de combinar una sociedad próspera e igualitaria, la idea de la predistribución parece en principio inferior a la más eficiente y sensata de la redistribución, y sólo bajo determinadas condiciones tiene sentido abandonar estrategias redistributivas “puras” y sustituirlas por intervenciones directas en los mercados. Es probable sin embargo que esas condiciones se estén dando en la actualidad. Nuestra sociedad gestiona muy mal dilemas distributivos serios, y nos cuesta encontrar consensos básicos sobre cómo repartir los costes de los ajustes, qué grupos son más merecedores de apoyo público, o quién debe contribuir más a sanear los presupuestos públicos. Y mientras la estrategia redistributiva asume que estos dilemas distributivos son “manejables” por el Estado, la experiencia reciente muestra que no lo son. Si las estrategias “predistributivas” logran reducir las desigualdades mitigando los conflictos políticos asociados a ellas, puede que sean un precio que acabe mereciendo la pena pagar.