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¿Por qué no interesa el federalismo en España?

Sin duda que saber por qué no interesa el federalismo en España es una pregunta que a muchos nos gustaría poder responder con certeza. De hecho, hace ya muchos años que se han hecho propuestas en este sentido, especialmente desde Cataluña, para transformar el Estado de las autonomías en un modelo federal más homologable internacionalmente y más adecuado a las tensiones territoriales que históricamente ha sufrido España. Sin embargo, no despertaron ningún interés entre los partidos políticos de ámbito estatal, ni tampoco generaron muchos debates y reflexiones entre expertos e intelectuales de diverso origen. Sólo muy recientemente, a regañadientes y bastante a su pesar, el PSOE ha empezado a introducir el tema entre sus propuestas políticas. Actualmente en Cataluña, con la excepción del PSC y sus perseverantes propuestas, el interés por el federalismo también se ha reducido mucho, por agotamiento de muchos y desesperación de algunos.

Podemos especular con algunas conjeturas para responder a nuestra pregunta. Una primera respuesta sería la dimensión de competencia electoral. Especialmente en los últimos quince años, en la lucha electoral entre los grandes partidos se produjo una cierta competencia en torno al nacionalismo español. Se trataba de un nacionalismo retórico, expansivo, algo modernizador y, sobre todo, homogeneizador. Aunque esta estrategia fue iniciada por el PP, una vez instalada, el temor de perder votos al partido que mostrara alguna debilidad frente a demandas e identidades singulares, arrastró también al PSOE en la espiral nacionalista. Además, nuevos partidos, como PUyD, consiguieron crecer compitiendo más duramente aún con la misma lógica nacionalista. El discurso electoral de carácter identitario era simple, casi banal, basado en vagas alusiones igualitarias y, fundamentalmente, en explotar algunos prejuicios recurrentes, como, por ejemplo, el supuesto carácter egoísta de los catalanes. Sin embargo, la efectividad de este discurso en la España de la década del 2000 ayudó a frenar cualquier transformación federal del modelo territorial, por el miedo a los costes electorales para el partido que los impulsara, que hubiera sido acusado de “vender” el país a los intereses particulares de algún territorio.

Una segunda respuesta la podemos encontrar en la tradición centralista de España, fuertemente enraizada en su historia, al menos desde el siglo XVIII. La fuerte influencia borbónica, junto con una capitalidad administrativa sin otra función que la propia gestión del aparato público en sus vertientes civil y militar –a diferencia de París, también capital económica–, impulsó una cultura política y burocrática con algunos caracteres “autistas”, que han ido persistiendo a lo largo de los siglos en la política española, a pesar de todas las transformaciones sociales y económicas del país. Tal vez por ello, la Administración General del Estado tenga pánico al Estado federal. Desde jueces a técnicos comerciales, pasando por abogados de estado y diplomáticos, muchos altos funcionarios pueden considerar una pérdida de poder irreparable –y de puestos de trabajo– la transformación federal, roturando sus redes de poder e influencia. La construcción del Estado de las autonomías ya implicó la descentralización de numerosas políticas públicas, aunque después de veinte años de resistencia, el Estado centralista descubrió que aún podía sostenerse en el nuevo modelo, gracias a sus amplias capacidades de regulación y supervisión, con la opción incluso de recuperar competencias. De ser correcta esta respuesta, el miedo a un Estado federal, con la transferencia de las competencias residuales a las regiones, impulsaría acciones desesperadas de recentralización a los cuerpos de élite de funcionarios estatales.

Finalmente, una hipotética tercera respuesta podría centrarse en las dificultades que podrían surgir para mantener el modelo actual de gestión de la política española. Con unos partidos políticos acostumbrados a un fuerte centralismo democrático, pese a tener que conllevar algunas tensiones con los llamados barones territoriales, la introducción de un modelo federal podría ser vista como un incentivo para fortalecer los niveles regionales de los partidos, generando equilibrios más complejos para la capacidad estratégica de las direcciones nacionales. Así, se produce la paradoja de que los equipos políticos que podrían impulsar un proceso de transformación territorial sean los que más inquietud manifiestan sobre las implicaciones de tales cambios institucionales, lo que les conduce a dramatizar los posibles obstáculos que tales reformas podrían encontrar. Igual que con la reforma del sistema electoral, difícilmente los equipos directivos de los partidos políticos actuales impulsarán reformas que no vayan en la dirección de consolidar su poder a nivel central dentro del Estado español.

Estas tres posibles respuestas son sin duda parciales, esquemáticas, con numerosos hilos que las interrelacionan y que no hemos explorado. También hay muchas otras respuestas posibles, alternativas o complementarias para dar cuenta de la ausencia de más iniciativas federales en España. Además, en el insólito caso de que aumentara la sensibilidad federal, la insensibilidad al reconocimiento de las diferencias nacionales, fruto de una cultura política poco reflexiva, constituirá una barrera con tremendos costes electorales para cualquier partido que pretenda impulsar un modelo federal de carácter asimétrico. Hay estados federales centralistas y no centralistas (México frente a Brasil, por poner dos casos contrapuestos), y la tentación de transformar España en un estado federal para seguir manteniendo sus tradiciones centralistas y homogeneizadoras sería muy fuerte. Sin embargo, para resolver los problemas territoriales existentes, la conversión federal de España debería incluir la aceptación clara de las diferencias nacionales, con todas sus consecuencias en términos de distribución de poder y legitimidad.

En Suiza, es impensable que en los cantones francófonos los ciudadanos reclamen educación pública en alemán, o al revés. Este consenso forma parte del equilibrio entre mayorías y minorías, que produce una gran estabilidad a la política suiza. Se trata de un principio básico de convivencia, que bien podría ser adaptado en España, en lugar de las continuas escaramuzas que se producen con los temas lingüísticos, que son aprovechados de forma oportunista por algunos partidos políticos. De hecho, cuesta entender por qué es tan difícil entre las élites políticas y administrativas aceptar de una vez por todas la existencia de múltiples identidades nacionales y lingüísticas en España, y reconocer que la pretensión de edificar un estado basado en el unitarismo identitario es algo que en el mundo actual forma ya parte de la historia. No obstante, construir un Estado moderno, eficaz y respetuoso con la diversidad requiere complejidad, flexibilidad y múltiples equilibrios, abandonando concepciones del poder que de poco sirven en el mundo actual.

La inercia borbónica, con un modelo de Estado homogeneizador, integrador y jerarquizado, se encuentra en el patrón de desarrollo político español desde el siglo XIX, y reorientar esta tendencia secular no sería nada fácil. Aunque se trata de un Estado que ya agotó completamente, con la crisis actual, el impulso modernizador que experimentó desde los años ochenta, y que se encuentra muy limitado en sus capacidades, sólo una profunda convulsión política –como por ejemplo, una nueva constitución– podría socavar la estabilidad del modelo actual, que aún cuenta con numerosos amarres, pese a los crecientes síntomas de crisis y sus dificultades para capear las tormentas sociales y políticas. Sin embargo, nada sería más útil para afrontar los retos de la globalización que desterrar los prejuicios territoriales y modernizar la gestión del Estado, abandonando las tradiciones centralistas y sus organizaciones de corte decimonónico, construyendo un auténtico sistema de equilibrios territoriales, también con otro tipo distinto de dinámica interna en los partidos políticos. No se trataría de ninguna bagatela: el futuro del Estado de bienestar y la convivencia democrática está en juego en España.