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David desafía al Goliath del poder corporativo
Mientras el poder de las empresas transnacionales se extiende y condiciona el desarrollo y la gobernanza globales, en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas se trabaja para sacar adelante un tratado vinculante que las obligue a respetar los derechos humanos. La idea de fondo es que los derechos humanos son más importantes que las inversiones y deben ser jurídicamente superiores a los miles de normas que protegen las inversiones en multitud de tratados comerciales. Se trata de erradicar lo que los activistas definen como, la “arquitectura de la impunidad”.
Tristemente, los representantes de la Unión Europea y Estados Unidos y sus aliados trabajan denodadamente en los despachos de las mismas Naciones Unidas para que no salga adelante un acuerdo que ponga freno a los abusos de las grandes corporaciones. Enfrente tienen a un grupo de países liderados por Ecuador y más de 900 organizaciones sociales, redes, plataformas y comunidades afectadas que luchan por el establecimiento de un tratado vinculante. Se articulan en torno a la Campaña global para reivindicar la soberanía de los pueblos, desmantelar el poder corporativo y poner fin a la impunidad y la Alianza para el tratado. Defensores y detractores de la idea se vieron las caras a finales de octubre en Ginebra durante la tercera sesión del grupo de trabajo intergubernamental que debate la propuesta.
La lucha por controlar los excesos de las transnacionales empezó hace más de cuarenta años. La última ronda tuvo lugar en septiembre de 2013, cuando Ecuador presentó al Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas una declaración apoyada por más de 80 países para diseñar “un instrumento jurídicamente vinculante”. Contra todo pronóstico, la declaración fue aprobada en 2014 con los votos de 20 países del Sur frente a los 14 votos en contra de los países más poderosos de la Tierra y 13 abstenciones.
La idea de investigar los abusos de las empresas multinacionales y de crear un código de conducta es de 1974, cuando el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas creó una comisión a tal fin. Ya entonces, y después de una década de debates, las presiones empresariales impidieron que saliera adelante. El asunto se ha mantenido vivo gracias al esfuerzo de organizaciones económicas, sociales y de derechos humanos.
Las grandes potencias mundiales han trabajado siempre para que no se establezcan códigos de cumplimiento obligatorio en materia de derechos humanos. Los últimos intentos datan de 2011, cuando el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas aprobó por unanimidad unos Principios rectores sobre las empresas y los derechos humanos, que no pasan de ser un documento de buenas intenciones y de cumplimiento voluntario.
Tal como denuncian las organizaciones sociales, la voluntariedad no sirve de nada y, más allá de las condiciones laborales de los trabajadores en la industria de la moda o la tecnología, la acción de las grandes empresas tiene efectos cada vez más negativos y especialmente perversos en los países más empobrecidos o con conflictos sociales o militares abiertos.
Desde el principio de la tercera sesión del grupo de trabajo, los representantes de la Unión Europea y de Noruega, Australia, México y Rusia dejaron claras sus reticencias. La postura del representante del Gobierno español se alineó con la posición común de la UE: al tiempo que defiende que las poblaciones víctimas de abusos tengan acceso a la justicia, la reparación y la prevención, insiste en que para ello no son necesarios mecanismos que obliguen a las empresas a respetar los derechos humanos. De hecho, el Gobierno español aprobó en julio un Plan de Acción Nacional de Empresas y Derechos Humanos, sin consultar a la sociedad civil, que sólo plantea “una batería de medidas basadas en la autorregulación empresarial”, según el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).
El texto debatido en la tercera sesión incluía propuestas de la presidencia del grupo, pero permitía aportaciones de la sociedad civil. La campaña global fue la única red de la sociedad civil que llevó a Ginebra una propuesta de texto para el tratado, incluyendo propuestas concretas como obligar a las transnacionales a responsabilizarse de sus cadenas de suministro, la exigencia de que todas las empresas subcontratadas respeten los derechos humanos y obligar también a las instituciones financieras internacionales a comprometerse a crear una corte internacional para las empresas transnacionales y sus directivos o un centro internacional de monitoreo.
Y por encima de todo, facilitar el acceso a la justicia y reparación a las personas y comunidades afectadas por las actividades de estas empresas, razón primera y última de todo el movimiento de denuncia internacional. La participación de representantes de comunidades afectadas fue fundamental para visibilizar las consecuencias negativas de estas acciones.
EE UU, en contra
El último día de la sesión, una hora antes de la adopción del informe final, la UE convocó a las organizaciones sociales a una reunión informal en la que se encontraron por sorpresa con un número considerable de delegaciones gubernamentales, entre ellas la de EE UU, país que desde su primer voto contrario al proceso no había participado en él. Al más puro Trump style, el portavoz estadounidense recordó que el tratado no sería vinculante para los gobiernos que hubieran votado en contra y puso en duda la continuidad de las sesiones.
La tensión estuvo presente hasta el último momento, cuando la presidencia desafió a los representantes de la UE a que manifestaran de manera explícita su oposición al texto antes de dar por cerrada la sesión. A mediados de diciembre la UE pidió a la Asamblea General de Naciones Unidas que no aprobase el presupuesto para continuar las negociaciones, lo cual generó un fuerte malestar entre las organizaciones que exigen pleno apoyo al proceso.
Hasta 285 parlamentarios de más de 20 países y del propio Parlamento Europeo apoyan el tratado vinculante que se nutre de experiencias como la Modern Slavery Act de Reino Unido, la Transparency in Supply Chains Act de California y la reciente ley francesa de debida diligencia aprobada en febrero de 2017. Esta ley exige a las grandes compañías francesas y a sus empresas proveedoras que tomen medidas para identificar los riesgos en materia de derechos humanos. A pesar de sus limitaciones (sólo compromete a un centenar de grandes grupos y, además, la carga de la prueba recae sobre las víctimas), ha supuesto un importante primer paso.
En Catalunya, el Grupo de Empresa y Derechos Humanos, liderado por dos plataformas de ONG, trabaja en una doble dirección: conseguir que las empresas catalanas y sus más de 7.500 filiales en el exterior respeten los derechos humanos y que las administraciones públicas lo exijan a través de la compra pública ética. Han conseguido éxitos relevantes como la aprobación por unanimidad en el Parlament de una resolución para crear un centro de estudio y de evaluación sobre los impactos de las empresas catalanas con inversiones en el exterior.
Antes de su disolución, el Gobierno catalán respondió con una estrategia de empresa y derechos humanos que, aunque incluía la creación del centro, limitaba sus atribuciones y su capacidad real de fiscalización en la línea de los países antitratado. La coyuntura política y la paralización de la actividad parlamentaria han dejado en suspenso la propuesta. Aunque algún partido político la mantuvo en su programa electoral, el control del Departamento de Exteriores por parte del Gobierno español en aplicación del artículo 155 y la incertidumbre reinante han bloqueado una experiencia pionera a escala europea.
Las redes, los movimientos y las plataformas sociales están resueltos a mantener el pulso para poner fin a la impunidad de las empresas transnacionales. Es importante dar seguimiento a este proceso histórico que permitirá avances sustanciales hacia la justicia social, económica y ambiental.
[Este artículo ha sido publicado en el número 54 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
Mientras el poder de las empresas transnacionales se extiende y condiciona el desarrollo y la gobernanza globales, en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas se trabaja para sacar adelante un tratado vinculante que las obligue a respetar los derechos humanos. La idea de fondo es que los derechos humanos son más importantes que las inversiones y deben ser jurídicamente superiores a los miles de normas que protegen las inversiones en multitud de tratados comerciales. Se trata de erradicar lo que los activistas definen como, la “arquitectura de la impunidad”.
Tristemente, los representantes de la Unión Europea y Estados Unidos y sus aliados trabajan denodadamente en los despachos de las mismas Naciones Unidas para que no salga adelante un acuerdo que ponga freno a los abusos de las grandes corporaciones. Enfrente tienen a un grupo de países liderados por Ecuador y más de 900 organizaciones sociales, redes, plataformas y comunidades afectadas que luchan por el establecimiento de un tratado vinculante. Se articulan en torno a la Campaña global para reivindicar la soberanía de los pueblos, desmantelar el poder corporativo y poner fin a la impunidad y la Alianza para el tratado. Defensores y detractores de la idea se vieron las caras a finales de octubre en Ginebra durante la tercera sesión del grupo de trabajo intergubernamental que debate la propuesta.