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Democracia... ¿fin de un ciclo?

Igor Martinache

01. Las tensiones de la representación

De todos los ideales políticos, la democracia es, sin duda, el menos contestado en nuestra época. Su implementación está, sin embargo, lejos de ser evidente. Para definir la democracia se cita generalmente la fórmula de Abraham Lincoln, recogida en el artículo 2 de la Constitución francesa: “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. ¿Pero quién compone exactamente ese pueblo? ¿Y cómo dar existencia concreta a su soberanía?

En los países que  dicen ser democráticos, la democracia puede tomar formas institucionales muy variadas. El Estado unitario remite a una concepción del pueblo como nación, una e indivisible: los poderes se concentran esencialmente en el Gobierno y el Parlamento. El conjunto del territorio debe tener la misma legislación y servicios públicos para garantizar la igualdad de los ciudadanos y ciudadanas. Francia es un ejemplo típico de país unitario.

Por el contrario, un Estado federal traduce una concepción del pueblo como mosaico de comunidades dotadas de historia, cultura y proyectos específicos. En este caso, los Estados federados conservan una amplia autonomía. Dotados de una Constitución y de un Gobierno propios, pueden aprobar sus leyes en la mayor parte de los ámbitos. Sólo la defensa y la política exterior están a cargo del Estado central, que goza también de cierto control sobre los Estados federados. Estados Unidos, Brasil, Rusia y Alemania, entre otros, pertenecen a este modelo.

Aunque el Estado unitario es hoy mayoritario en el mundo, se puede observar un movimiento general de acercamiento de la toma de decisión de los ciudadanos a escala local, consagrando implícitamente el principio de subsidiariedad*. En todo caso, un aumento de los representantes no significa necesariamente un incremento del poder de los administrados. Esto recuerda que la democracia no es sólo una cuestión de escala,  sino ante todo de instituciones. 

02. Garantías frente a la arbitrariedad de los gobernantes

Constant opone dos conceptos de ciudadanía. El primero, que él vincula con las ciudades de la Grecia Antigua, consistía en “ejercer colectivamente, pero de forma directa, distintas partes del total de la soberanía”. Deliberar en la plaza pública las leyes, los juicios o los tratados exteriores implicaba, sin embargo, “el sometimiento total del individuo a la autoridad del conjunto”. Según el segundo, “cada uno tiene el derecho de no estar sometido más que a las leyes, de no poder ser ni detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de ninguna manera por la voluntad arbitraria de uno o varios individuos (...), de dar su opinión, de elegir su industria y ejercerla, de disponer de su propiedad”, de reunirse, de ejercer el culto que elija, pero también de “influir en la administración del gobierno”. 

Se reconoce la distinción entre las libertades políticas y las libertades civiles, que ya no deben someterse a las primeras, según el filósofo liberal. Pero, recíprocamente, sin control de los gobernantes por parte de los gobernados, nada garantiza el respeto de estas últimas. La organización de elecciones periódicas no basta, pues, para garantizar la expresión del pueblo y el respeto de sus derechos.

Sin embargo, pueden establecerse algunas salvaguardias para impedir que los representantes abusen de sus prerrogativas. La primera, enunciada en 1758 por Montesquieu en  El espíritu de las leyes con su famosa fórmula “el poder contrarresta al poder”, consiste en separar este último entre varios mandatarios. Generalmente se opta por distribuir los poderes legislativo, ejecutivo y judicial entre el Parlamento, el Gobierno y los jueces. Pero el pluralismo de partidos y de la prensa -dicho en otras palabras, la garantía de los derechos de la oposición y de los medios de comunicación de vigilar las actividades de la mayoría electa- no es menos crucial.

El criterio que permite distinguir las democracias participativas de los regímenes autoritarios o totalitarios* es que las primeras adoptan la forma de un Estado de derecho. Este concepto fue articulado por el jurista austriaco Hans Kelsen en su Teoría pura del derecho (1934) como un “Estado en el que las normas jurídicas están jerarquizadas de tal suerte que su poder se encuentra limitado”. Tres elementos son indispensables en el Estado de derecho: la existencia de una jerarquía (clara) de normas, la igualdad ante la ley y la independencia de la justicia. Esto puede traducirse en la inscripción de algunos derechos, considerados fundamentales, en la Constitución, impidiendo con ello que el Gobierno o el Parlamento los infrinjan. Sin embargo, estas garantías pueden transgredirse en nombre del mantenimiento del orden público y de “circunstancias excepcionales”, como ocurre con el estado de emergencia actualmente en vigor en Francia, lo cual plantea el problema de la garantía de las libertades civiles.

El período actual se singulariza, sin embargo, por la aparición de lo que Ulrich Bech denomina la “sociedad del riesgo”; es decir, la toma de conciencia de las amenazas que planean sobre la supervivencia misma de las sociedades: catástrofes ecológicas, industriales, sanitarias o incluso el terrorismo. Las ciencias y las técnicas, a la vez factor y revelador de esos riesgos, desempeñan un papel paradójico: los ciudadanos deben confiar en los expertos a la vez que buscan el modo de controlarlos. La toma de conciencia de las  nuevas interdependencias que se deriva de ello obliga, según el sociólogo alemán, a desarrollar otras formas de democracia, tanto por encima como por debajo de los Estados nación, símbolos, en su opinión, de una modernidad superada .  

03. Nuevos caminos de democratización

Esta constatación es compartida por algunos observadores, como el antropólogo David Graeber. En una época en la que la globalización aleja aún más la perspectiva de una participación de todos en la toma de decisiones, es conveniente, según él, concentrarse en las formas de autoorganización de las comunidades locales. Y se inspira en experiencias tan diversas como el movimiento zapatista de Chiapas, algunas sociedades amerindias tradicionales o... ¡las tripulaciones de los barcos pirata del siglo XVIII! En estas últimas, hasta las más mínimas decisiones se tomaban en lo que podría denominarse asambleas generales. Al capitán se le confería una autoridad absoluta durante los combates, pero no disfrutaba de ningún privilegio el resto del tiempo y podía ser destituido en cualquier momento.

Por otra parte, la creciente desconfianza hacia los representantes no traduce necesariamente un debilitamiento de la democracia. Según el historiador Pierre Rosanvallon, esa resistencia de los gobernados, que califica de “contrademocracia”, muestra, por el contrario, tres dimensiones necesarias, y con frecuencia enmascaradas, de la soberanía popular: la capacidad de vigilar, la de impedir y la de juzgar. 

Estas categorías nos remiten a las diversas actividades ordinarias por las que los ciudadanos utilizan o soslayan las instituciones oficiales para obligar a sus representantes a rendir cuentas de su actividad. Desde este punto de vista, la oposición entre ciudadanos pasivos y activos, entre confianza y desconfianza, son poco pertinentes en la práctica, lo cual invita a reflexionar a fondo sobre nuestras instituciones. Se trataría, según Rosanvallon, de pasar de una “democracia de autorización” en la que los electores se contentan con dar periódicamente un cheque en blanco a los elegidos, a una “democracia de ejercicio”, que implica directa y permanentemente a los ciudadanos.

Es necesario constatar la vitalidad actual de movimientos que exigen una democratización radical y real que implica “respeto del pluralismo, libertad de expresión personal y rechazo de la jerarquía, exigencia absoluta de igualdad, rechazo de la dinámica oligárquica de los partidos, propiedad social de la información”. Esas son, en todo caso, las consignas que unen, según Albert Ogien y Sandra Laugier (véase “Para saber más”), movilizaciones tan diversas como las de la Primavera árabe, el movimiento Occupy en España, en Grecia, en Estados Unidos y en Hong Kong, o los recientes movimientos estudiantiles de Chile, Quebec y Gran Bretaña.

Además de la profunda transformación de la articulación entre la política institucionalizada y lo político diseminado en el conjunto de las relaciones sociales, está también el compromiso actual entre capitalismo y democracia que esas experiencias contestatarias cuestionan denunciando de diversas maneras la captura de las instancias políticas por determinados intereses comerciales y financieros. Como Tocqueville, para quien la democracia no se reduce a las instituciones, sino que caracteriza determinado estado de las costumbres, Ogien y Laugier definen la democracia como “un régimen político que, aunque no postula ninguna definición de la vida buena, considera su obligación admitir la legitimidad de todos los modos de vida y permitir que cada voz se haga oír a la hora de determinar el presente y el futuro de la colectividad”.

¿Pero cómo articular en concreto estos principios? Las diversas experiencias relacionadas con la democracia participativa (presupuestos participativos, debates públicos, tribunales ciudadanos...) abren perspectivas prometedoras siempre que se superen sus límites actuales. Al no estar suficientemente asociadas a las decisiones concretas, éstas aparecen, en efecto, demasiado frecuentemente como simples instrumentos de comunicación de las instituciones que las implementan. Y, en un sentido más profundo, reproducen las desigualdades de acceso a la esfera pública: la capacidad de tomar la palabra en público y hablar bien sigue siendo muy selectiva socialmente.

Su remedio podría residir en el empowerment, concepto surgido en Estados Unidos a mediados del siglo pasado y que designa diferentes modos de aumentar la capacidad de actuar de las poblaciones dominadas, que facilite su acceso a los instrumentos sociales, materiales y, sobre todo, cognitivos de su emancipación a través de dispositivos especiales (educación popular, acompañamiento social o microcrédito, por ejemplo). Esto, con la condición de conservar el enfoque radical de sus pioneros, como Saul Alinsky o Paulo Freire, indisociablemente individual, colectivo y político, y no las versiones sociales-liberales desviadas, difundidas hoy por ciertas instituciones que consisten generalmente en responsabilizar a los oprimidos para perpetuar su subordinación.

*Principio de subsidariedad: consiste en dejar sólo en el nivel superior los ámbitos de acción pública de los que se puede hacer cargo mejor que el nivel inferior. Este principio es el que rige las relaciones entre la Unión Europea y los Estados miembros desde el Tratado de Maastricht de 1992.

*Regímenes autoritarios y totalitarios: aunque generalmente se confunden, cada uno de ellos define ambiciones diferentes por parte de los dirigentes. Los primeros, también denominados “dictatoriales”, quieren ser obedecidos y mantener el orden, mientras que los segundos quieren, además, controlar la totalidad de la existencia de los gobernados mediante una propaganda y una regulación muy fuertes, como muy bien analizó Hannah Arendt.

[Este artículo ha sido publicado en el número de febrero de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

01. Las tensiones de la representación

De todos los ideales políticos, la democracia es, sin duda, el menos contestado en nuestra época. Su implementación está, sin embargo, lejos de ser evidente. Para definir la democracia se cita generalmente la fórmula de Abraham Lincoln, recogida en el artículo 2 de la Constitución francesa: “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. ¿Pero quién compone exactamente ese pueblo? ¿Y cómo dar existencia concreta a su soberanía?