Este blog corresponde a Alternativas Económicas, una publicación mensual que te explica la información económica desde un punto de vista social.
¿El PIB o la vida?
Cuando hace unos años alguien comentaba que el objetivo de la economía no debería ser solo hacer crecer el producto interior bruto (PIB), el medidor más extendido de la riqueza de un país, sino ayudar a la gente a vivir mejor y ser más feliz, siempre se arriesgaba a recibir una muy condescendiente y sarcástica respuesta: “¡Claro! Como en Bután, ¿no?”.
Bután es un pequeño país junto a la cordillera del Himalaya, limítrofe con China e India, cuyo monarca absolutista decidió en 1972 que todos sus súbditos debían ser felices sí o sí. Incorporó el objetivo de la felicidad del pueblo con el máximo rango en su Constitución y obligó a los sucesivos gobiernos a dar prioridad a la felicidad interior bruta por encima del PIB. El país mantiene todavía rasgos absolutistas -hasta 2008 no eligió en unos comicios al jefe de Gobierno- e invariablemente aparece en la parte más baja de todos los rankings internacionales económicos y sociales, pero cada año exhibe renovados sondeos de opinión que supuestamente muestran que la felicidad del pueblo es total: lo más parecido a la pesadilla del Ministerio de la Felicidad que imaginó el gran escritor británico George Orwell.
Y, sin embargo, en los últimos años cada vez son más las voces que reclaman repensar las políticas económicas para que no se centren solo en los grandes indicadores convencionales del crecimiento -entre los que sobresale el PIB-, sino que se ponga el foco en mejorar la vida de la gente, sin dar por sentado que una cosa lleva necesariamente a la otra. Son los partidarios de la wellbeing economy, que no tiene una traducción fácil al español: en función de donde cada uno ponga el acento podría asimilarse a economía del bienestar, economía de la felicidad o economía del buen vivir. En cualquier caso, con un punto de partida común: el PIB no debería ser la medida de todas las cosas.
Salto cualitativo
La presión para un cambio viene de todos los frentes y en el último año ha dado un salto cualitativo. Los movimientos sociales han creado una alianza internacional potente para empujar en esta dirección, la Wellbeing Economy Alliance (WeAll), con más de 60 organizaciones miembros en todos los continentes, entre ellas la española New Economy & Social Innovation (NESI), pero la ola está llegando también al ámbito gubernamental: varios mandatarios se han propuesto colocar esta nueva mirada “más allá del PIB” en el centro mismo de su actuación y han puesto en pie un grupo intergubernamental para coordinarse, Wellbeing Economy Governments (WeGo), que arrancó en octubre de 2018 y que tuvo su primera sesión de trabajo el pasado mayo en Edimburgo en un edificio con especial simbolismo: el Panumure House, mansión del siglo XV que fue residencia de Adam Smith (1723-1790), uno de los padres de la economía política y autor de La riqueza de las naciones. De eso sigue tratando el entuerto: ¿cómo contabilizar bien la riqueza para que guarde relación con la vida real de la gente?
Las principales promotoras de este grupo intergubernamental, que bien podría verse como embrión de alternativa conceptual al G-7 -las grandes potencias del PIB, aunque falte China-, son mujeres de menos de 50 años: Nicola Sturgeon, ministra principal de Escocia (Reino Unido), que se ha erigido en uno de los principales laboratorios de este enfoque y que en 2018 incorporó la aproximación wellbeing como objetivo transversal del gobierno; Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, que ha convertido los presupuestos de 2019 de su país en los primeros “presupuestos del bienestar” -también como objetivo transversal y con nuevas partidas específicas para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos-; y Katrin Jakobsdottir, primera ministra de Islandia forjada en las luchas ecologistas.
Las tres mujeres son de tradición progresista, pero la ola gubernamental que trata de ver la economía con ojos que vayan más allá del crecimiento estricto no es patrimonio de la izquierda: en Reino Unido funciona una comisión parlamentaria específica sobre wellbeing economy, con la participación de los principales partidos, que el pasado mayo emitió un informe por consenso en el que sugiere gastos adicionales inmediatos por más de 7.000 millones de euros para reforzar sobre todo las partidas de salud mental y atención a la infancia y personas mayores. Y el gran motor del debate en la última década ha sido nada menos que la OCDE, la organización internacional de los países desarrollados, con gran influencia en las políticas públicas de sus miembros.
En 2009, la OCDE encargó un importante informe para repensar la economía, Más allá del PIB, a un grupo de economistas de prestigio: los premios Nobel Joseph Stiglitz y Amartya Sen, y Jean-Paul Fitoussi, referencia de la macroeconomía en Francia. La presión por abrir esta nueva línea había partido del entonces presidente francés, el conservador Nicolas Sarkozy, en el contexto de la crisis económica que pareció poner en jaque el sistema capitalista en 2008 con la caída del banco Lehman Brothers, y la OCDE acabó tomando el relevo.
El documento no quedó en un hecho aislado, sino que fue el punto de partida de una frenética actividad de la organización, con estudios periódicos como el How’s life? (¿Cómo es la vida?), la promoción de medidores que complementen el PIB y conferencias internacionales para avanzar con este enfoque. La última se celebró a finales de 2018 en Corea del Sur y puso al día el documento original de Stiglitz, Fitoussi y Sen, todavía con el liderazgo de los dos primeros. En los trabajos científicos se han implicado una quincena de economistas de gran renombre, entre ellos Thomas Pikkety y el malogrado Alan Krueger, asesor económico de Barack Obama, fallecido el pasado marzo.
La presión para ver la economía “más allá del PIB” se ha convertido también en una bandera de la prensa de referencia liberal, como el Financial Times, que, coincidiendo con el informe de la comisión parlamentaria de la wellbeing economy en Reino Unido dedicó incluso un editorial favorable a buscar complementos al PIB para que no sea la única vara de medir la economía (The secret of measuring national wellbeing). Precisamente, ha sido uno de los reporteros de referencia del rotativo, David Pilling, quien ha publicado uno de los libros recientes más implacables con la obsesión por el PIB, editado en España por Taurus con el elocuente título de El delirio del crecimiento.
“Después de escribir durante 20 años para el Financial Times desde los cinco continentes llegué a la conclusión de que la costumbre de ver el mundo a través del prisma del crecimiento económico está distorsionando nuestra percepción de lo que es importante”, escribe Pilling, quien sintetiza con sarcasmo las características del PIB: “Si fuera una persona, sería indiferente, incluso ciega, ante la moralidad. Mide la producción de cualquier clase, sin importar si es buena o mala. Le gusta la contaminación, en especial si es necesario gastar dinero para combatirla. Le gusta el delito porque le encantan las grandes fuerzas policiales y reparar ventanas rotas. Le agrada el huracán Katrina y está bastante de acuerdo con las guerras. Le complace medir la escalada de un conflicto en número de armas, aviones y misiles para, después, contar el esfuerzo que precisará la reconstrucción de ciudades arrasadas a partir de sus ruinas humeantes”.
Como explica Pilling y otros autores -como la economista Mariana Mazzucato en su reciente El valor de las cosas (Taurus, 2019)-, el PIB es solo “una convención” fruto del momento histórico en que nació, bajo el impulso de la Gran Depresión de la década de 1930 y la economía de guerra que desencadenó la Segunda Guerra Mundial. Mazzucato subraya que cuando el PIB se estandarizó lo hizo, además, bajo la influencia de las corrientes ortodoxas, que asocian valor y precio, de forma que se excluyeron todos los aspectos que en una economía no tienen precio -como los cuidados y el trabajo doméstico realizado por familiares- o se asignan fuera de mercado, como los servicios públicos. Ni siquiera el economista que es considerado el padre del PIB, el estadounidense de origen bieloruso Simon Kuznets (1901-1985), quedó satisfecho con el invento: él era partidario de excluir del cómputo las acciones que tuvieran un impacto negativo en la vida de la gente, como las prácticas contaminantes o la industria de guerra.
Poner esos peros en un contexto absolutamente condicionado por la guerra total debió de parecer hasta de tiquismiquis. El problema es que aquella arquitectura, hija de su época, sigue determinando por completo las economías actuales, más incluso de lo que desearían muchos economistas: el PIB se ha convertido en el sinónimo de la economía misma y hasta en la principal prioridad de todo mandatario aspirante a la reelección. Si el PIB sube, aumentan las expectativas de reelección. Si baja, se hunden. ¡Es la economía, estúpido! fue la síntesis que mejor explicó la derrota de George H. Bush y el triunfo de Bill Clinton en las elecciones de EE UU de 1992, un revés que cogió por sorpresa al presidente tras su victoria militar en Irak. Pero en el imaginario de los candidatos y de sus asesores que aprendieron esa lección quedó como ¡Es el PIB, estúpido!
Y eso que ya en 1968 el entonces candidato presidencial en EE UU Robert Kennedy había afirmado en un célebre discurso que “el PIB lo mide todo excepto lo que merece la pena”. La última crisis económica mundial ha vuelto a poner de manifiesto las dificultades del PIB para capturar cómo le va a la gente corriente. Alemania, por ejemplo, ha registrado un crecimiento ininterrumpido del PIB real (ajustado a la inflación) desde 2010, hasta el punto de que los analistas hablan de “década dorada”. Sin embargo, el malestar social está tan extendido que una formación extremista y reaccionaria aspira ya a convertirse en la primera fuerza en el este del país. España también crece -y por encima de la media de la UE- desde 2014, pero el descontento social está todavía en cotas muy elevadas. Y lo mismo sucede en la gran mayoría de países occidentales: el PIB proclamó el fin de la crisis, pero muchos ciudadanos aún no lo han notado cuando ya suenan los tambores de una nueva recesión.
Propulsor de populismos
En opinión de la comisión de la OCDE que coordina Stiglitz, el auge de los populismos es una consecuencia clara de la omnipotencia del PIB. Por un lado, la falta de consonancia entre la experiencia propia de la gente y la supuesta recuperación ha acrecentado la desconfianza. Por el otro, la obsesión con el PIB -que en teoría marchaba bien- ha impedido tomar las medidas adecuadas para mejorar la vida de los ciudadanos. Como subrayan los expertos de la OCDE: “Lo que medimos afecta a lo que hacemos. Si medimos la cosa equivocada, haremos cosas equivocadas. Si algo no lo medimos, se ignora como si el problema no existiera”.
Por ello, afinar mejor la recopilación estadística es uno de los elementos centrales para construir una economía menos obsesionada con el PIB y ahí se han destinado muchos de los esfuerzos de la OCDE y también de la Unión Europea: de poco sirve en muchas ocasiones la cifra bruta si no se distingue luego por sexos, edad o niveles de ingreso. Por ejemplo, tras la recesión de la década pasada, el PIB estadounidense creció con mucha fuerza de nuevo, pero en los tres primeros años de recuperación el 90% de la mejora fue solo para el 1% más rico.
En el mismo capítulo de la estadística, los expertos defienden optar por la mediana en lugar de la media para hacerse una fotografía más fidedigna de la evolución económica real de los ciudadanos. La mediana es el punto medio de una serie ordenada de valores; la media es la suma de los valores dividido entre el número de integrantes. Parece un tecnicismo, pero tiene muchas implicaciones: imaginemos a cinco trabajadores que ganan 20.000 euros al año cada uno tomando una caña en un bar, al que de pronto entra Amancio Ortega, máximo accionista de Inditex. Si se calcula la media de ingresos de los clientes del bar en ese momento, todos pasan a ser multimillonarios. La mediana sigue siendo de 20.000 euros.
Ante las evidentes carencias del PIB, han surgido varios indicadores alternativos que aspiran a capturar mejor la realidad económica de los países y de sus ciudadanos, más allá del indicador fetiche del crecimiento. El más consolidado es el Índice del Desarrollo Humano (IDH), promovido desde 1990 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que combina el PIB con la esperanza de vida, la educación y, últimamente, también la desigualdad. Otra alternativa es el Índice del Progreso Real, abanderado sobre todo en sectores ecologistas, que en ocasiones se ha mostrado más eficiente que el PIB: el Estado de Maryland (EE UU) lo registra junto con el PIB y en 2009, ya en plena crisis, el PIB del Estado aún tuvo un crecimiento oficial del 3%, mientras que el índice alternativo marcaba ya un abrupto descenso del 6%.
En 2017, la revista científica Ecological Economics publicó por vez primera una estimación del crecimiento en España entre 1970 y 2012 utilizando como medidor una variante del Índice de Progreso Real. El trabajo, realizado por investigadores del instituto IMDEA Energía de la Comunidad de Madrid, matiza considerablemente el milagro económico español: en estas cuatro décadas, el crecimiento fue del 146% si se mide en PIB per cápita, pero solo del 39% con el medidor alternativo, una mejora importante pero menos estratosférica.
En la última década se han lanzado otros índices alternativos, con patrocinadores importantes, como el Índice del Crecimiento Inclusivo, apadrinado por el influyente y muy liberal Foro Económico de Davos; y el Índice de la Felicidad, coordinado por el economista de la Universidad de Columbia Jeffrey Sachs. Sin embargo, ninguno se ha consolidado como estándar alternativo para el diseño de políticas públicas, en parte porque responden a enfoques y tradiciones muy distintas entre sí. Economía del bienestar, Economía de la felicidad y Economía del buen vivir parten de la crítica al predominio absoluto del PIB como sinónimo de éxito económico, pero conducen en ocasiones a mundos paralelos. Con la economía del bienestar se sienten cómodos keynesianos y poskeynesianos, como Stiglitz y Piketty, abanderados del Estado del bienestar, aunque incorporando en el análisis las aportaciones del ecologismo -sostenibilidad del planeta, etc.- y el feminismo -visibilizar el área de cuidados y el trabajo doméstico, etc.-, lo que necesariamente exige matices al PIB clásico.
Objetivo: la felicidad
En cambio, con la economía de la felicidad se identifican sobre todo liberales utilitaristas que, como el pensador Jeremy Bentham (1748-1832), creen que una acción es correcta si en general promueve la felicidad. También las de los gobiernos, en línea con la máxima de Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de EEUU: “El único objetivo legítimo del buen gobierno es cuidar de la vida humana y la felicidad”. Uno de los principales referentes de esta escuela es Richard Layard, de la London School of Economics.En sus trabajos -entre los que destaca La felicidad. Lecciones de una nueva ciencia (Taurus, 2005)- se muestra convencido de que la felicidad es perfectamente medible y que tiene mucho que ver con la salud mental y el bienestar emocional en la infancia, muy relacionada con cuestiones como la seguridad laboral de los padres y su relación como pareja.
Finalmente, los abanderados de la economía del buen vivir entroncan sobre todo con las corrientes más anticapitalistas y partidarias incluso del decrecimiento. Un libro reciente, Buen vivir. Utopía para el siglo XXI (Fuhem Ecosocial, 2019), de Patricio Carpio Benalcázar, de la Universidad de Cuenca-Ecuador, es una buena guía de sus fundamentos, basados en cuatro puntos: “el sumak kawsay o filosofía indígena sobre la naturaleza y la comunidad; el desarrollo alternativo, con dimensiones que trascienden la economía; elposdesarrollo, que incluye la dimensión ecológica como determinante, y la crítica al sistema [capitalista].”
Salvo esta última corriente, las demás aproximaciones no desprecian ni el crecimiento ni el PIB, sino que aspiran a matizarlo y complementarlo. Y así no tener que elegir nunca entre la bolsa o la vida.
[Este artículo forma parte del dossier Economía para vivir mejor, publicado en el número 72 de la revista Alternativas Económicas.Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
Cuando hace unos años alguien comentaba que el objetivo de la economía no debería ser solo hacer crecer el producto interior bruto (PIB), el medidor más extendido de la riqueza de un país, sino ayudar a la gente a vivir mejor y ser más feliz, siempre se arriesgaba a recibir una muy condescendiente y sarcástica respuesta: “¡Claro! Como en Bután, ¿no?”.
Bután es un pequeño país junto a la cordillera del Himalaya, limítrofe con China e India, cuyo monarca absolutista decidió en 1972 que todos sus súbditos debían ser felices sí o sí. Incorporó el objetivo de la felicidad del pueblo con el máximo rango en su Constitución y obligó a los sucesivos gobiernos a dar prioridad a la felicidad interior bruta por encima del PIB. El país mantiene todavía rasgos absolutistas -hasta 2008 no eligió en unos comicios al jefe de Gobierno- e invariablemente aparece en la parte más baja de todos los rankings internacionales económicos y sociales, pero cada año exhibe renovados sondeos de opinión que supuestamente muestran que la felicidad del pueblo es total: lo más parecido a la pesadilla del Ministerio de la Felicidad que imaginó el gran escritor británico George Orwell.