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Aquella Navidad

23 de diciembre de 2024 19:26 h

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En aquellos tiempos la Misa del Gallo era muy tarde, justo a medianoche. Había que vestirse con la mejor ropa y caminar hacia la plaza donde la iglesia de blancos muros nos iba acogiendo, pronto se llenaban todos los bancos. En los días previos, las Misas de Luz sacaban de madrugada a las rondallas que ofrecían sus villancicos, solían interpretar Lo Divino, esa pieza que luego popularizaron Los Sabandeños y otros grandes grupos y que es un clásico de nuestra navidad. Hacía fresco y solía suceder que, casi de madrugada, mientras hacían el recorrido por las calles del centro, algún chubasco hacía correr a sus miembros en busca de refugio. En algunas casas estaban prevenidos, y les ofrecían una copita de coñac o de anís para defenderse del catarro.

Como el suministro eléctrico era precario, cuando llovía y hacía viento solían venir los apagones. Que a veces duraban toda la noche. Entonces, el pueblo adquiría un tono más misterioso todavía, con aquella retahíla de historias de brujas y de aparecidos que contaba la abuela.

La preparación del nacimiento nos llevaba unos cuantos días. Plantábamos alpiste porque a los pocos días echaba unos brotes verdes, hacíamos el río con papel de plata y luego comparábamos nuestro belén con el de las casas vecinas, porque casi todo el mundo se empeñaba en la misma tarea. Había nacimientos sencillos pero algunos tenían saltos de agua y una iluminación bien dispuesta, los había con el palacio de Herodes y con las casas de lo que podría ser el pueblo de Belén en los tiempos bíblicos. Pero éramos tan primitivos que ni sabíamos que en Cataluña al nacimiento lo adornan con personajes haciendo caca, los famosos “caganers”.

Como no había televisión, nos distraíamos con juegos en la calle. Había tan pocos coches que casi nunca nos interrumpían. La calle era nuestra, sin peligros, sin que nadie nos mandara prohibiciones.

El 24 de diciembre, antes de la medianoche, cruzábamos la plaza que podría tener algunos charcos, porque en aquellos años llovía y a veces hasta caía granizo. ¿Cómo no recordar la plaza, ese lugar donde todos concurren, una asamblea, un tagoror donde van a tomar café los agricultores con sus camisas manchadas por la platanera, donde también vemos a socios del Casino y a funcionarios del ayuntamiento, donde los turistas ocupan las sillas de las cafeterías? Esa plaza que los extranjeros valoran, especialmente algunos alemanes elogian sus laureles centenarios, su iglesia de fachada blanca, sus mesas para tomar una cerveza al aire libre. La plaza es el centro vital, es el pasillo a la Plaza Chica con su fuente de piedra, si bebes de su agua volverás al pueblo cuando pasen los años. Es el lugar que nos hace olvidar los estragos de la vida, la pobreza, la pesadilla del covid, la pesadilla del incendio, la pesadilla del volcán.

La infancia es la verdadera patria de los sueños, el lugar en que fuimos despreocupados y felices. Solo importaba el día a día, no había requerimientos ni proyectos a largo plazo. Cada domingo, a las cuatro, ponían una película infantil que muchas veces era del oeste. Y cuando al final el chico rescataba a la chica rubia todos aplaudíamos a rabiar. Cuando se apagaba la luz la fantasía echaba a volar con aquellos paisajes de ríos y bosques, de caballos y de indios. O también una película de niños prodigio: Marisol, o Joselito, la pantalla era el lugar que nos permitía soñar con otros mundos.

La iglesia y la plaza son la referencia del ayer, y los montes, y pinares, las fuentes que calmaban la sed en verano, sus caseríos, sus tradiciones, sus fiestas. La plaza, el kiosco, la Pérgola, el ayuntamiento. Recuerdos inolvidables de la infancia: aquel pequeño edén que sobrevive a las inundaciones, a los volcanes, a las epidemias, a las desgracias. Para alejar el miedo al hombre del saco y a los muertos que se aparecían, digamos Feliz Navidad.

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