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Por qué era y es urgente negociar con las FARC

Antonio García Maldonado. Periodista y editor

Las recurrentes crisis de la negociación en La Habana entre Colombia y las FARC, con sus treguas interrumpidas y retomadas, vuelven a traer la pregunta el debate público. ¿Por qué negociar con una guerrilla menguante y contra las cuerdas tras la política de Seguridad Democrática del presidente Uribe? La pregunta surgió antes del inicio oficial de las conversaciones en La Habana entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla en 2012. La oposición uribista, que rechaza dichas negociaciones, se encarga de lanzar insistentemente la cuestión.

Sin embargo, Juan Manuel Santos parece tener claro que es ahora o nunca. Aunque lo callara, así lo entendió antes de asumir la presidencia, siendo abanderado de la política de seguridad desde el Ministerio de Defensa. De ahí que su antecesor, al constatar el viraje de su sucesor, se refiriera a él como su “ministro de Aprovechamiento Político”.

La alteración de la economía del delito en América Latina y sus consecuencias en todo el continente es la principal causa. Al alertar el Papa Francisco hace unos meses de la “mexicanización” de la violencia en Argentina, por más indignación que causara, el Pontífice puso (nunca mejor dicho) el dedo en una llaga supurante en América Latina, donde el narcotráfico carcome la instituciones y canibaliza la economía. Y por “mexicanización” de la violencia no se debe entender sólo el origen de dicha violencia (la droga, que ha entrado con fuerza en Argentina), ni sólo su extensión institucional y social, sino también, y de forma fundamental, la dispersión de la misma. ¿Quién es el enemigo? ¿Con quién se negocia?

El contraejemplo mexicano

En la resolución de un problema político, la falta de interlocutor es el principal problema, especialmente en asuntos de seguridad. Se ve en Argentina a la que Francisco hacía referencia, donde los microcárteles de la droga, sobre todo en la ciudad de Rosario, controlan zonas del país sin una estructura jerárquica con la que establecer un armisticio aunque sea a escondidas. A diferencia de lo que sí ha pudo hacerse durante la tregua con las pandillas salvadoreñas, hoy rota pero que bajó el número de homicidios de forma considerable mientras estuvo vigente.

Y se ve, sobre todo, en México, donde la desaparición de los grandes cárteles de la droga (con el simbólico arresto al inicio del mandato de Enrique Peña Nieto del líder del cártel de Sinaloa, el hoy fugado ‘Chapo’ Guzmán) ha derivado en una lucha por el territorio entre microcárteles mucho más flexibles, capaces de dejar negocios arriesgados y comenzar con otros, de ahí que en México hayan subido las cifras de secuestros extorsivos y otros delitos no relacionados directamente con la droga. Está por verse hasta qué punto el ‘Chapo’ puede retomar el control sobre esta situación y ser ese narco, tan afecto al PRI histórico, “para gobernarlos a todos”.

La situación es, por eso, mucho más difícil de solucionar y México afronta la paradójica situación de estar a las puertas de un ciclo económico expansivo (en comparación con otros países de la región) y de entrada de capitales (gracias a reformas clave en energía y telecomunicaciones), y a la vez vivir un empeoramiento de la seguridad, debido entre otras cosas a la financiación B de la que gracias a esa expansión van a beneficiarse los grupos extorsivos. Porque, quien crea que en México las empresas no van a pasar por ese aro, se equivoca o se engaña a sí mismo. El episodio de la filial mexicana constructora española OHL es ejemplo de una práctica arraigada en América Latina, por más que ahora sus altos gestores descubran con asombro sobreactuado que allí se juega.

A diferencia de los años 80, ya no hay una ‘federación del crimen’ con la que sentarse a hablar y a organizar la paz social. Algo que el PRI llevaba 70 años haciendo, hasta la llegada del presidente Calderón, del conservador Partido de Acción Nacional en 2006, y removió un avispero que era incapaz de controlar. Las consecuencias: alrededor de 60 mil muertes relacionadas con el narcotráfico en su sexenio. La solución no era negociar el pastel, pero sin duda tampoco parece que descabezar a un enemigo que tenía controlada a su tropa haya sido la mejor opción.

Colombia toma nota

Y es, precisamente, lo que Juan Manuel Santos parece haber entendido. Las FARC habían entrado en un proceso de descomposición interna, de deslealtades y desideologización trepidante. El acoso de las Fuerzas Armadas las había arrinconado, sus líderes caían uno tras otro, y sus frentes estaban dispersos e incomunicados por el territorio. La única lealtad comenzaba a ser el negocio, y el ideal político era residual. Antes de que ese proceso de descomposición y ‘sálvese quien pueda’ culminara, era necesario sentarse a negociar mientras hubiera una cabeza visible con mando en plaza. No se podía llegar a la “mexicanización”, y no es casual que el general de la policía colombiana, Óscar Naranjo, ex asesor de seguridad de Enrique Peña Nieto, fuera nombrado por Juan Manuel Santos con el extraño cargo de Ministro Posconflicto. Hay un continuo intercambio de experiencias, y la conclusión compartida parece ser la ventaja de contar con un líder y una organización estructurada al otro lado de la mesa.

Es un ejemplo que, por otro lado, la misma Colombia no tiene que buscar fuera: la desastrosa negociación con los paramilitares de la AUC por el Gobierno de Uribe supuso finalmente dar carta de naturaleza a pequeñas organizaciones criminales que ahora controlan distintos territorios, y que allí se conocen como BACRIM. No en vano, el responsable político de aquella desmovilización está hoy en busca y captura. No hay líderes, no hay organización ni interlocutor (los había con las AUC), y ese será, en los próximos años, el gran problema de Colombia. Ese problema sí está “mexicanizado”, para su desgracia.

Y, sobre todo, es una experiencia que vivió con el desmoronamiento de los grandes cárteles de Medellín y Cali a principios de los 90. El negocio lo ‘heredaron’ pequeños cárteles como la Oficina de Envigado, o las propias BACRIM como ‘Los rastrojos’ o ‘Los urabeños’, todos a su vez con nexos con los cárteles mexicanos. Por su dispersión, flexibilidad y mejor implantación en territorios más pequeños pero mejor controlados, mucho más difíciles de combatir.

Por todo ello, Juan Manuel Santos era consciente de que era imperioso comenzar las negociaciones con las FARC, así sintieran muchos que traicionaba su propia trayectoria, empezando por su antecesor. Había que evitar que las FARC acabaran como los cárteles de los 90, como los paramilitares de los 2000, o como los actuales microcárteles mexicanos. Mucho mejor poder levantar el teléfono y decir, emulando a nuestro Gila, al que tanto admiran allí también: “¿Oiga, está el enemigo? ¡Que se ponga!”

[Este artículo pertenece a la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

Las recurrentes crisis de la negociación en La Habana entre Colombia y las FARC, con sus treguas interrumpidas y retomadas, vuelven a traer la pregunta el debate público. ¿Por qué negociar con una guerrilla menguante y contra las cuerdas tras la política de Seguridad Democrática del presidente Uribe? La pregunta surgió antes del inicio oficial de las conversaciones en La Habana entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla en 2012. La oposición uribista, que rechaza dichas negociaciones, se encarga de lanzar insistentemente la cuestión.

Sin embargo, Juan Manuel Santos parece tener claro que es ahora o nunca. Aunque lo callara, así lo entendió antes de asumir la presidencia, siendo abanderado de la política de seguridad desde el Ministerio de Defensa. De ahí que su antecesor, al constatar el viraje de su sucesor, se refiriera a él como su “ministro de Aprovechamiento Político”.