El Chocó –con un 10% de su población indígena y un 88% afrodescendiente- es una de las regiones colombianas más duramente castigadas por el conflicto, con diferentes actores armados en constante disputa por el control del territorio. En el centro de todo el enfrentamiento, se encuentra, como siempre, la población civil. Muertes, desplazamiento forzados, víctimas de minas antipersona, violencia sexual, son algunas de las vulneraciones de derechos humanos que se han producido en una región en la que el 60% de la población está registrada como víctima del conflicto armado.
Recientemente tuve la oportunidad de viajar al Chocó y conocer de cerca cuál es la situación de algunas de sus comunidades, más concretamente las ubicadas en la región de la cuenca del Bajo Atrato y constituidas como zonas humanitarias. Cuando viajas por este departamento, cuya geografía se puede trazar en función a las masacres que en ella se han cometido, lo primero que se hace presente, paradójicamente, es una ausencia: la ausencia del Estado. El total olvido institucional que sufre la región y sus habitantes por parte del gobierno colombiano y la falta de políticas públicas se hace evidente a cada paso.
Es difícil encontrar a una persona que no haya perdido a uno o varios miembros de su familia, haya sido desplazada o despojada de sus tierras, le hayan amenazado, haya sentido miedo a perder la vida. Todas las comunidades tienen su “casa de la memoria”: su humilde “monumento” en recuerdo a los que ya no están. Necesitan contar lo que han sufrido, darlo a conocer: es su derecho a la verdad, un derecho que en ocasiones parece que solo pueden tener frente a observadores internacionales.
Quieren que se sepa lo que ha pasado. “No nos olviden” es una de las frases que más escuché al despedirme, conscientes de que si la comunidad internacional no tiene puestos los ojos en ellos y en la implementación de los acuerdos todo quedará en el olvido, no recibirán la reparación debida y se seguirán cometiendo los mismos abusos.
¿Quién garantiza los derechos de las víctimas?
Son los derechos de estas víctimas los que están recogidos en el Punto 5 de los Acuerdos de Paz, y es su cumplimiento por parte del Estado de lo que depende que puedan tener un futuro digno.
El Estado, según lo recogido en dicho punto, debe garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición, entre los que también se encuentran la restitución de tierras. Sin embargo, muchas de estas víctimas ni siquiera han podido leer lo acordado: el índice de analfabetismo en el Chocó supera por tres veces el promedio nacional. Si conocen sus derechos concretos como víctimas es por el arduo trabajo pedagógico de difusión del Acuerdo -y las leyes y planes de él derivados- que realizan las diferentes ONG que trabajan en el terreno.
No acaban aquí las paradojas. El Chocó es una de las regiones más ricas y con más importantes recursos naturales de todo Colombia y, al mismo tiempo, gran parte de su población vive en condiciones de pobreza extrema. Cualquiera que vaya por allí puede dar testimonio de que no hay acceso al agua potable ni ningún tipo de saneamiento, no hay sistema alguno de alumbrado público, ni rastro de un puesto de salud en las cercanías y, mucho menos, posibilidades de recibir una educación reglada de forma regular. La enorme riqueza que alberga esta región del Pacífico de ubicación estratégica, no sólo no ha repercutido en una mejor vida para sus habitantes, sino que es una de las causas de que se haya convertido en uno de los principales escenarios del conflicto por los intereses económicos que alberga.
¿Dónde está el Estado? Nuevos actores armados
Una vez desmovilizadas las FARC tras la firma del acuerdo, el hueco que sigue dejando el Estado al no fortalecer su posición en el departamento ni brindar a la población garantías suficientes para el ejercicio de sus derechos a través de las instituciones, lo han venido a ocupar nuevos actores armados, como la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los grupos paramilitares.
“Ahora no hay nadie que los pare”, “No dejan de hostigarnos”, “Están imponiendo su ley en los territorios”, “Todos sabemos quiénes están del lado del diablo” son los testimonios que se escuchan cuando hablan de estos últimos: hay quienes lo hacen más abiertamente en las asambleas comunitarias y hay quiénes por miedo son más cautelosos.
A los paramilitares no se les ve o reconoce tan fácilmente, ya que se encargan de no hacerse visibles ante la presencia de internacionales. Pero los testimonios de muchas personas sobre las extorsiones y amenazas que reciben y las habituales pintadas con sus intimidatorias siglas, AGC en esta zona, (Autodefensas Gaitanistas de Colombia) no dejan lugar a la duda. Menos duda ofrece la noticia de muertes selectivas de líderes y lideresas comunitarios y personas defensoras de derechos humanos que siguen teniendo lugar.
¿Quién los protege?
En el nuevo contexto que ha abierto el proceso de paz se hace aún más evidente la inacción del Estado y su incapacidad para poner en marcha medidas de protección y acciones que garanticen los derechos humanos de la población. Como única forma de protección ante la violencia en el Chocó desde hace décadas muchas comunidades han decidido constituirse en zonas humanitarias y como tales se mantienen, a pesar de la firma de los Acuerdos, delimitando espacios libres de actores armados en sus propios territorios de los que en muchas ocasiones han sido desplazados.
Lo que conocí en el Chocó son auténticas comunidades en resistencia pasiva. Sus gentes son la definición de resilencia. La única forma de garantizarles la paz es aplicar debidamente todas las medidas incluidas en el Acuerdo de Paz dirigidas a proteger a las víctimas. Invertir más recursos en las unidades responsables de proteger a la población local, investigar los abusos y reconocer públicamente que los grupos paramilitares continúan activos en la zona serían primeros pasos muy acertados.
El Chocó –con un 10% de su población indígena y un 88% afrodescendiente- es una de las regiones colombianas más duramente castigadas por el conflicto, con diferentes actores armados en constante disputa por el control del territorio. En el centro de todo el enfrentamiento, se encuentra, como siempre, la población civil. Muertes, desplazamiento forzados, víctimas de minas antipersona, violencia sexual, son algunas de las vulneraciones de derechos humanos que se han producido en una región en la que el 60% de la población está registrada como víctima del conflicto armado.
Recientemente tuve la oportunidad de viajar al Chocó y conocer de cerca cuál es la situación de algunas de sus comunidades, más concretamente las ubicadas en la región de la cuenca del Bajo Atrato y constituidas como zonas humanitarias. Cuando viajas por este departamento, cuya geografía se puede trazar en función a las masacres que en ella se han cometido, lo primero que se hace presente, paradójicamente, es una ausencia: la ausencia del Estado. El total olvido institucional que sufre la región y sus habitantes por parte del gobierno colombiano y la falta de políticas públicas se hace evidente a cada paso.