Farruquito perpetúa su estirpe en 'Baile moreno'
Acudir a ver bailar a Farruquito es una experiencia, digamos, vital. Que trasciende lo artístico. Sucede siempre: una experiencia que comienza antes y termina después del final del espectáculo. Y la noche del sábado en Sevilla se volvió a repetir: Paseo Colón, pasadas las ocho de la tarde: Toros en la Maestranza, resaca procesional con la Virgen de la Paz atravesando la Plaza de España hasta alcanzar la Catedral… Y Farruquito en el Teatro que toma prestado el nombre de la plaza de toros con el aforo a reventar. Quién da más.
Un aforo, por cierto, “cien por cien Farruquito”, compuesto por la diversidad de fieles que lo siguen con devoción: los vecinos del barrio que son legión, su inmensa familia, que también se cuentan por centenas; japoneses surgidos de no se sabe muy bien dónde y un resto de público local que tan sólo se acerca a la Bienal de Flamenco cuando se abren las entrañas de la tradición gitana más ancestral que, aunque lo estemos relatando como si de una estampa del XIX se tratase, sigue viva.
Viva, en perfecto estado de salud y mostrando lo que será el futuro próximo. Porque de eso se trataba ayer precisamente la presencia de Farruquito en el Teatro de la Maestranza de Sevilla. Si nos tenía acostumbrados el joven bailaor a conducirnos siempre hacia la imagen todopoderosa de su abuelo Farruco, su maestro, bailaor de raza colmado de enjundia; en 'Baile moreno', su nueva propuesta escénica, pretende homenajear a su padre, el cantaor Juan el Moreno, que murió joven, abruptamente, dejando al niño Farruquito huérfano en pleno escenario y tocado por una desgracia de leyenda.
Esta excusa -mejor dicho, este homenaje- le ha servido al bailaor para crear un espectáculo narrativo donde relata la vida de sus padres, donde él mismo es un personaje más que, al final del espectáculo, se desdobla en la figura de un niño menudo, apenas cinco años de edad, que lo representa a él pero que, en la realidad, es su hijo. Un golpe de efecto la aparición en el escenario de la criatura, al final de una inmensa soleá, que levantó al auditorio, ya entregado eso sí, desde antes de que diera comienzo el espectáculo.
Ver bailar a este niño, apenas unos gestos, de manera muy contenida, pero espeluznante en cuanto a actitud, a compás inoculado, a herencia centenaria, a orgullo y a pelea por la vida, resume todo lo que nos quiso contar Farruquito el sábado en Sevilla: que su baile procede de una corriente genética única, poco explicable desde la razón ni el intelecto que pretendemos verter en las crónicas periodísticas, y que se perpetúa sólo en ellos, los Farruco.
Agarrarse a la butaca y disfrutar
Por eso y porque bailó por seguiriyas -con ese bastón que es ya el atributo de la saga familiar-, por bulerías y por tangos con esa gracilidad única, volando y parándose, cuajado de compás, mientras nos iba relatando su vida, sobró todo lo demás. Cuando Farruquito baila no hace falta hilo argumental, hay que agarrarse a la butaca y disfrutar. Disfrutar de él y dejarse envolver por el entorno, que lo jalea, que se parte la camisa, que llora y grita sin disimulo cada genialidad del sevillano. No sé cómo será ir a ver bailar a Farruquito en Nueva York, o en otra parte del mundo, pero sin duda la experiencia debe ser bien distinta sin la atmósfera familiar en su ciudad natal.
Farruquito echó el resto el sábado con su 'Baile Moreno': Cuatro bailaores, el cante gitano de Pepe de Pura, además de Antonio Villar, Encarna Anillo y Mary Vizarraga, dos guitarras, percusión, chelo, preciosos audios con la voz recuperada de su padre… Buenas intenciones escénicas y mucho que contar. Aun así, y aunque ha aprendido de errores anteriores, la dramaturgia no es lo suyo. Quizás en manos de un director de escena se pulirían los aspectos más teatrales del espectáculo, donde no brilla, pero quizás -y de ahí el temor- podría restarle gitanería y frescura a esta lección de defensa de los valores tradicionales.
Y es que a Farruquito no le hace falta “contar”, le basta con bailar, con esa mezcla perfecta de ligereza y garra, ese deambular volátil que también busca la tierra, con un compás eléctrico, único, que ya tiene heredero. Esperamos poder contarlo dentro de unos años, cuando ese niño que sale por la boca del escenario de la mano de su padre, con el teatro puesto en pie -o más exactamente, con el teatro boca abajo-, en pleno delirio, diga “aquí estoy yo”.
Acudir a ver bailar a Farruquito es una experiencia, digamos, vital. Que trasciende lo artístico. Sucede siempre: una experiencia que comienza antes y termina después del final del espectáculo. Y la noche del sábado en Sevilla se volvió a repetir: Paseo Colón, pasadas las ocho de la tarde: Toros en la Maestranza, resaca procesional con la Virgen de la Paz atravesando la Plaza de España hasta alcanzar la Catedral… Y Farruquito en el Teatro que toma prestado el nombre de la plaza de toros con el aforo a reventar. Quién da más.
Un aforo, por cierto, “cien por cien Farruquito”, compuesto por la diversidad de fieles que lo siguen con devoción: los vecinos del barrio que son legión, su inmensa familia, que también se cuentan por centenas; japoneses surgidos de no se sabe muy bien dónde y un resto de público local que tan sólo se acerca a la Bienal de Flamenco cuando se abren las entrañas de la tradición gitana más ancestral que, aunque lo estemos relatando como si de una estampa del XIX se tratase, sigue viva.