Telefónica UK Ltd ha creado una abuela ficticia, pero muy realista, a la que ha llamado Daisy, para plantar cara a los timadores telefónicos, comúnmente conocidos como scammers. La misión de la falsa abuela es la de hacerse pasar por tonta y hacer perder todo el tiempo posible a los delincuentes cibernéticos. Las redes celebran el ingenioso invento, que se suma a la labor de los hackers que ya troleaban personalmente a los scammers (sus hazañas se pueden ver en YouTube), a la de los desarrolladores de antivirus o de software para detectar fotografías manipuladas, a la de los periodistas que se dedican a desmontar bulos, a la de los community managers que nos llenan el correo de avisos para prevenir el fraude bancario y a la de todos cuantos trabajan en el ámbito digital para solucionar los problemas que no habría si no nos hubiera dado por digitalizarlo todo. Al asunto le añade emoción el hecho de que los scammers también utilizan bots cada vez más eficientes para atacar a sus víctimas, de modo que lo que a menudo hará esta abuela virtual será discutir con un timador virtualizado que con el tiempo irá sofisticando sus métodos. Lucha de titanes en el ciberespacio. O diálogo de besugos, según se mire. Un despilfarro demencial de recursos y de energía, un disparate revelador cuanto menos.
Tras una denodada lucha contra el funcionario de turno o con una laberíntica página web, solucionamos el problema que nos ha planteado el banco, la compañía eléctrica o el ayuntamiento, y tras nuestra gesta volvemos a casa o cerramos el ordenador aliviados, satisfechos, pletóricos, sin detenernos a valorar qué hemos solucionado realmente, cuál era el problema más allá de nuestro problema específico, que era hacer el trámite. Raramente nos asalta la sospecha de que esos obstáculos están ahí para que parezca que hacemos algo, para tenernos entretenidos y en una permanente tensión de apariencia provechosa. Nuestra sensación de triunfo suele ocultar el hecho de que esas pequeñas proezas cotidianas no acrecientan en nada nuestra productividad, nuestras habilidades ni nuestra autonomía personal, más bien al contrario, nos roban tiempo, nos hacen más sumisos y nos acercan a Daisy y a la gratuidad de su existencia. En los momentos críticos, cuando se nos presenta un problema en el que realmente nos va la piel, nos damos cuenta de que no sabemos hacer la o con un canuto. Bueno, sí; esa es la cuestión, que sabemos hacer muy bien la o con la herramienta adecuada, pero si vamos a dar a una isla desierta, en cuanto se nos acaban las barritas energéticas caducadas nos morimos de hambre al pie de un cocotero, en medio de una charla febril con el balón Wilson, el primo hermano de Daisy, mientras los conejos que no hemos sido capaces de atrapar mordisquean las acelgas silvestres que crecen a nuestro alrededor, que tampoco no hemos sabido identificar. Nos pasamos la vida satisfaciendo los caprichos de la burocracia y sorteando las trampas que nos tiende el mundo digitalizado, sobreviviendo en una especie de juego de la oca sembrado de casillas más o menos fatales, cuyo único premio es llegar a la meta y quedarse allí, a esperar que la partida acabe. Es, la nuestra, una vida-juego de mesa en la que fingimos luchar, aprender y sobrevivir en contacto con unas fuerzas virtuales que sustituyen a las de esa naturaleza que perdimos de vista hace tiempo.
En general, la humanidad hace mucho que está ocupada en solucionar problemas que ella misma crea. Ese es nuestro verdadero y quizá único problema. Aprendimos a conocer las fuerzas naturales y las leyes que las gobiernan —que son, en definitiva, las mismas que dan vida al animal que somos—, y en cuanto pudimos las violamos una a una. Somos la descendencia imbécil de Prometeo que no ha podido resistir la tentación de abrir el ánfora, la caja o lo que sea que nos envió Zeus con todos los males dentro. Una imbecilidad que se manifiesta en prácticamente todo lo que se nos ocurre hacer de un tiempo a esta parte. Causa turbación pensar en las energías que estamos dedicando al desarrollo de algo tan prescindible como los coches autónomos, un invento que no se sabe muy bien a qué demanda responde, pero que tiene ocupada a toda la industria automovilística y a una inmensa masa supuestamente inteligente de ingenieros, urbanistas, legisladores, abogados, agentes de seguros y profesores de ética. Y causa bochorno el hecho de que seamos incapaces de esperar a que llegue el tiempo de las cerezas y nos hayamos habituado a que nos traigan una cestita desde el otro hemisferio utilizando colosales mecanismos logísticos. Cuando vemos esos cargueros imponentes surcando los mares, los imaginamos cumpliendo una importante misión, pero, a efectos particulares, toda esa masa y esa energía se ha puesto en marcha para traernos un cortapelos de nariz desde China. Enormes cantidades de recursos y una prodigiosa tecnología al servicio de un despropósito, de millones de despropósitos ejecutándose al unísono, a cada momento, una inmensa oda colectiva al despilfarro y la ineficiencia.
Para solucionar un problema, que muchas veces solo existe en nuestra mente, creamos otros cien. Somos como el inepto que, serrando sucesivamente las patas de una silla para tratar de igualarlas, se queda sin nada para sentarse. Y aunque parezca mentira, todavía hay quien cree que esa manera de entender el progreso nos servirá para, sin dejar de causarlos, arreglar los estropicios ese mismo progreso causa. Ahí tenemos los delirios de la geoingeniería, en la que algunos, toda vez que han renunciado a cualquier acción preventiva o paliativa razonable, depositan las expectativas de hacer frente a la crisis climática. No será porque no nos están avisando de los efectos catastróficos que conlleva la manipulación a gran escala de los fenómenos naturales. Da igual. Ahora mismo hay en marcha numerosas iniciativas de esta clase en todo el mundo, que van desde pintar de blanco los picos de las montañas que han perdido su nieve, a verter hierro en los océanos con el fin de fertilizarlos (v. geoengineeringmonitor.org). De la guerra, sus auspiciadores y el belicismo de los editorialistas de El País, hablaremos otro día. Bajo todo ese frenesí late una imparable locura autodestructiva que nos lleva una y otra vez a callejones de los que no hay otra manera de salir que volviendo atrás, pero nadie está por la labor. Preferimos tirar el muro que bloquea el callejón a cabezazos, si hace falta, lo que no ayuda especialmente a recuperar la cordura. Es una meritoria labor que los reyes del manicomio supervisan muy atentos, esperando el momento de dar por acabada la demolición de este planeta y enviarnos a todos a Marte con un pico y una pala para que sigamos dando rienda suelta a sus delirios que, vamos a reconocerlo ya, son también los nuestros.
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