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Lalachus y Broncano contra el colonialismo televisivo

10 de enero de 2025 06:00 h

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Me ha dao ahora por la tele. En estos tiempos de absurda hiperactividad en busca de la más suicida hiperproductividad, hay que obligarse a parar. Estas navidades las he dedicado al deguste de jamón, que a mi viejo le han tocao dos paletillas, y ver la tele bajo el antiquísimo paradigma de que la tele atonta, que es lo que yo necesito. Sin notificaciones, sin mensajes de colegas aburridos del “ola k ase”, en definitiva, tirarse de cabeza a quedarse catatónico. Sin más.

Y en este ejercicio, como en todos, pues hay cosas que te gustan más y otras que menos, y me gustan Broncano y su troupe y no sé por qué. Sin que me haga especialmente gracia nadie, pero bueno, me gustan. Y como me gusta pelearme con la gente e ir preparado a la guerra de las barras de bar, me pongo a darle vueltas, a ver por qué. Es verdad que vienen de competir con Don Pablo Motos Burgos, periodista de una altísima talla moral, con gustos cercanos a los poderes hegemónicos, y así cualquiera. Veo las campanadas con Lalachus y Broncano, veo la noticia de la pesadísima y ridiculísima abogada católica, Polonia Castellanos, que solo es una, con apellido Castellano y de Valladolid, y como epifanía moderna adelantada se me viene la respuesta… Seguimos siendo una colonia de Castilla, me lo llevan contando por la tele 40 años y esta gente está enseñándome una tele donde quepo como andaluz. Qué es esta comodidad a la que no estoy acostumbrado. Qué raro me siento de repente.

El colonialismo, igual que los vanpiro, existe. También hoy en Andalucía.

En la tele, siendo andaluz, siempre me he encontrado con el colonialismo televisivo. Esto lo entiendo como contenidos audiovisuales, especialmente producciones televisivas de productoras que juegan el papel rollo “judíos en Hollywood”, que representan posiciones políticas con mayor poder económico y cultural para imponer, dominar e influir en las narrativas y valores de otras regiones del mundo. En este caso, dentro de esta colonia de “intraterra que es Andalucía, para que sigamos entretenidos mientras recogemos algodón, tabaco y aceite, o limpiemos los pisos turísticos callaítos.

Los programas tienden a moldear las aspiraciones, hábitos de consumo y percepciones de identidad cultural de los espectadores de segunda, bajo el paradigma de los de primera, promoviendo una visión del mundo que prioriza los intereses y perspectivas de la metrópolis.

Ya en serio. Hablamos de colonialismo televisivo cuando en la industria televisiva española se imponen relatos, ideologías, y perspectivas culturales que favorecen las visiones de las élites, relegando o invisibilizando las historias, lenguas y tradiciones que favorecen los intereses de las audiencias. En este contexto, los programas tienden a moldear las aspiraciones, hábitos de consumo y percepciones de identidad cultural de los espectadores de segunda, bajo el paradigma de los de primera, promoviendo una visión del mundo que prioriza los intereses y perspectivas de la metrópolis. Muchas, muchísimas, veces (todas) en detrimento de la diversidad y soberanía identitaria, política, económica o cultural de las colonias, en este caso la andaluza.

Esto no solo ha ocurrido con el zafio intento del lobby católico de seguir imponiendo una confesionalidad al Estado disfrazada de respeto a los sentimientos religiosos. Pasó por las colonias, y yo diría que empezó en la era moderna, en los años que precedieron a la “revolución industrial”. Esos años donde la burguesía colonizó y alienó al trabajo y los trabajadores rompiendo la relación intrínseca de estos para quedarse la plusvalía en el bolsillito. Pero para eso primero tuvo que convencer a la gente de qué era Arte y que no lo era. Véase como Charles Batteux, en 1746, consolidó ideológicamente este robo a través de una nueva clasificación de lo que, hasta hoy, arte arriba arte abajo, sigue siendo nuestra idea de artes, clasificándose en dos grandes categorías para consolidar su hegemonía simbólica.

Por un lado las Bellas Artes, que se consideraban elevadas y dignas de aprecio intelectual y espiritual, reservadas principalmente para las clases altas como un vehículo para lo trascendental. Consolidó esta distinción, haciendo énfasis en el arte como una forma de expresión “pura” y desinteresada que no constituía trabajo. Por otro la Artesanía, el diseño o la producción de objetos funcionales. Se les asociaba trabajo, por lo que tenían un estatus inferior vinculado al mundo material y la clase trabajadora, no a la elevación del espíritu. Tócate los cataplines, Mariloli. Esa lógica sigue vigente en todas partes como guerra híbrida, incluida la tele, donde el contenido ascético de las élites se sigue imponiendo al contenido terrenal.

Y esto, a día de hoy, nos lo llevamos a la tele, que es de masas y popular, por lo que no puede ser arte, no entiendo por qué. Pero es donde reinan los productos del poder hegemónico que, desde esta óptica, estructuran el campo cultural de nuestra época; en el caso español especialmente a los boomers, quienes también reinan en la demografía nacional, la propiedad y en los resultados electorales, siendo público viejuno objetivo donde se sientan las bases viejunas para la lógica de la industria televisiva contemporánea, donde la producción artística se subordina a los intereses económicos y políticos de las elites viejunas, sacrificando en muchos casos su dimensión crítica y emancipadora, que es para lo que tiene que ser la tele y la vida entera.

El formato en la televisión pública no chirría por contenido, sino por traer una propuesta desde lo comercial a una televisión pública que ahora se ve a merced de los desvaríos de la derecha trans, trans de modélica transición, escondida como pérfidos arácnidos ocultos pero dispuestos al “quien pueda hacer que haga”

A todo esto… Al asunto que, como siempre, me voy por las ramas. Broncano, sin ser un adalid del andalucismo, a través de una ligera presencia andaluza descoloca al relato metrópoli-centrista de Madrid. Simplemente exhibiendo un marco cultural, un sustrato personal y una humanidad reconocible en lo andaluz, aporta una visión mucho más humana de las relaciones personales, televisivas y de poder, donde la mayoría andaluza se puede reconocer y donde prima lo que la gente tiene que contar, junto con el relax, la comodidad y la confianza del que simplemente no pregunta exclusivamente a mujeres por la ropa interior. En su lugar, naturaliza ecuánimemente las relaciones con los medios de producción y el follaje. Tal es la incomodidad de que lo andaluz se vea ligerísimamente de Despeñaperros parriba, que han protestado Tebas (Voxero reconocido), los de Hazte oír o los de Abogados cristianos, incluso han enviado al peor esbirro de Alvise, Vito Quiles, a buscarlo a la salida del programa.

El formato en la televisión pública no chirría por contenido, sino por traer una propuesta desde lo comercial a una televisión pública que ahora se ve a merced de los desvaríos de la derecha trans, trans de modélica transición, escondida como pérfidos arácnidos ocultos pero dispuestos al “quien pueda hacer que haga”. Un invento perrosanxero de mover el marco, de descentralizar, de legitimar la información desde la calidad del contenido, darle voz a los jóvenes y no tan jóvenes y no a la maldita viralidad. Que lo vea más gente no lo hace bueno ni verdad.

En definitiva, la batalla por el discurso cultural ya sea desde la televisión, el arte o los medios en general, sigue siendo una lucha entre el poder establecido y quienes intentan, desde espacios pequeños o grandes, ofrecer visiones del mundo real. Descubrí que La Revuelta me gusta porque no necesita legitimar el relato de las élites a través de los medios, sus formatos, y sus figuras, sino empoderar ligeramente a la clase obrera con acento andaluz y sin clichés. Andaluz no del esclavo feliz que fuerza el acento para ser reconocible y aceptado desde Madrid. Sino del que, teniendo un habla más cercana al castellano, se ha hecho sus kilómetros con un hatillo en ristre, que habla catalán, y que de buscar alguna confrontación busca la de clase, no la horizontal.

Por eso que la Andalucía real ocupe espacio mediático nacional es tan importante. Enriquece la representación territorial nacional, ataca las relaciones coloniales que aún quedan, empodera a las masas y pone en solfa el statu quo tradicional. Unas campanadas que se acuerdan de la vivienda digna, de los jornaleros de la aceituna o un asunto de vida o muerte para los pobres de España, que pueden verse un poco empoderados por el mero reconocimiento de su existencia. Como dijo Umberto Eco, la risa mata al miedo, y sin miedo no puede haber fe. Solo esto asusta a algunos.

Me ha dao ahora por la tele. En estos tiempos de absurda hiperactividad en busca de la más suicida hiperproductividad, hay que obligarse a parar. Estas navidades las he dedicado al deguste de jamón, que a mi viejo le han tocao dos paletillas, y ver la tele bajo el antiquísimo paradigma de que la tele atonta, que es lo que yo necesito. Sin notificaciones, sin mensajes de colegas aburridos del “ola k ase”, en definitiva, tirarse de cabeza a quedarse catatónico. Sin más.

Y en este ejercicio, como en todos, pues hay cosas que te gustan más y otras que menos, y me gustan Broncano y su troupe y no sé por qué. Sin que me haga especialmente gracia nadie, pero bueno, me gustan. Y como me gusta pelearme con la gente e ir preparado a la guerra de las barras de bar, me pongo a darle vueltas, a ver por qué. Es verdad que vienen de competir con Don Pablo Motos Burgos, periodista de una altísima talla moral, con gustos cercanos a los poderes hegemónicos, y así cualquiera. Veo las campanadas con Lalachus y Broncano, veo la noticia de la pesadísima y ridiculísima abogada católica, Polonia Castellanos, que solo es una, con apellido Castellano y de Valladolid, y como epifanía moderna adelantada se me viene la respuesta… Seguimos siendo una colonia de Castilla, me lo llevan contando por la tele 40 años y esta gente está enseñándome una tele donde quepo como andaluz. Qué es esta comodidad a la que no estoy acostumbrado. Qué raro me siento de repente.