ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/
Plácido, el niño salvaje que se crió en una Doñana que se muere
“La naturaleza se está muriendo”, me dice Plácido. Estamos sentados en el salón de su casa, mientras los pájaros vuelan libres sobre nuestras cabezas. Al hablar, me da un perfil que recuerda a las siluetas de esos indios que eran masacrados por los héroes blancos en las películas “de vaqueros”. Para contar su historia, mira al frente fijo. He llegado a su Cañada de los Pájaros gracias a un proyecto artístico internacional apoyado por la TBA21-Academy del Thyssen-Bornemisza. Junto con la artista iraní pantea (nombre artístico en minúsculas), que disfruta de una beca artística en nuestro país, intento contribuir desde Andalucía al espíritu del Acuerdo de Venecia, que estableció “un compromiso con los humedales” de todo el mundo, ya que la forma en la que se trate a estos ecosistemas nos llevará a una “conservación más efectiva”.
Pero Plácido me da una visión desencantada de la conservación. Y de la vida. “Este año pasado he sufrido muchas pérdidas de familiares y amigos. Eso ha hecho que se me fuera la alegría, y esa alegría ya no me va a volver al cuerpo. Intento imaginarme el futuro y nada”, me confiesa. Su tristeza viene de una extrema sensibilidad heredada de su madre y de la forma en que se crió.
Plácido creció en la Marisma de Las Nuevas, que formó parte de Doñana a partir de los años 70. “Te puedo decir que en un día de invierno, cuando niño, a esta hora de la mañana estaría con un jersey y nada más. Muerto de frío pero metiéndome al agua y mi madre peleando con nosotros. Porque éramos once hermanos en una isla”, recuerda. “Mi madre, a pesar de ser una persona humilde, tenía, ella y toda su familia, una gran cultura popular. A pesar de que ella nunca salió de la choza. Pero a pesar del aislamiento y de las necesidades, nos dio, para el tiempo que era, una educación de señoritos”, añade.
Mientras da de comer a los animales, intento animarle recordando lo que ha conseguido, pero me reitera que “no he sido nunca una persona feliz porque lo que me rodeaba me preocupaba siempre mucho. Soy una persona afortunada, porque mi sueño he conseguido realizarlo. Pero no una persona feliz, porque no puedo ser una persona feliz cuando hay infelices a mi alrededor. El mal de los demás me afecta muchísimo”.
Este niño salvaje estudió gracias al empeño de su madre. Se hizo mayor al ver cómo los responsables del coto no contaban con la sabiduría de los habitantes de la marisma. Esto coincidió con la llegada de la democracia. Doñana y el nuevo régimen de libertad parecían ser parte de una misma promesa que se cumplió a medias. Así que se exilió a Canarias.
Cuando volvió en 1986, ya estaba con su compañera Maribel Adrián. “Nuestra idea era trabajar en la Estación Biológica y tener un terrenito en el que tener cuatro bichitos y cuatro cosas. Pero al ver cómo transcurrían las cosas allí, lo desechamos. Encontramos este terreno, que era un vertedero, lo compramos y aquí seguimos. Yo tenía muy claro lo que podía ser esto. Pero la realidad superó a mi imaginación. Ha habido meses de tener más de dos mil patos en nuestra laguna”.
Según su visión, de nada sirven las inversiones millonarias si el coto está rodeado de cultivos y de ganadería que rompen el equilibrio
Cuando volvió a la marisma fue en el 1986, “un año que coincidió con una alta mortandad de animales. No teníamos ni medios ni casi espacio, nada. Aún así, sacamos adelante a muchos animales”. Plácido se siente orgulloso de haber salvado a especies como la focha cornuda. “Cuando cayó la primera pareja en nuestras manos ya la daban por extinguida. Gracias a nuestra cría, ya se pueden ver en todos los humedales, no sólo de Andalucía, sino de Portugal, Valencia, muchísimos sitios. Pero si me hubiesen ayudado, habría sido mucho mejor”.
“Mi padre vio la última pareja de grullas que se criaron en el parque. Parece ser que fue un vecino el que lo alertó. Luego ya no hubo más. Yo no creo en el destino, pero la primera pareja que se crió en esta zona fue una grulla con el ala partida de un tiro. Mi hermano la encontró por El Rocío con el ala arrastrando y me la trajo. Al poco tiempo, llegó un macho y empezaron a criar. Y, más tarde, las grullas fueron al mismo punto del Parque en el que mi padre las había visto criar en su tiempo. Eso es memoria ancestral. Saben de esos sitios por instinto, no por experiencia”, me cuenta mientras caminamos.
Plácido es parte de esa memoria de la marisma, de esas criaturas humanas que hicieron de Doñana un ejemplo de cómo vivir conservando el entorno. Porque para sobrevivir tenían que escuchar a la naturaleza. Según su visión, de nada sirven las inversiones millonarias si el coto está rodeado de cultivos y de ganadería que rompen el equilibrio. “Lo que pasa es que con el paso del tiempo, los animales se están acabando. En los años 80, venían 80.000 o 90.000 pájaros. Este año, si acaso, un par de cientos”, me informa. Pero en la búsqueda de soluciones, nunca se escuchó a los hijos de la naturaleza. “Doñana, o la vives, o no tienes nada que hacer. Para saber lo que es la marisma, tienes que pasar frío, tienes que pasar calor, tienes que pasar muchas calamidades. Y así enterarte de cómo funciona todo”. Su conclusión, en el último tramo de su camino, se llena de una serena melancolía. “He tenido la suerte de vivir la marisma como la viví. Y mi mayor desgracia es verla como está ahora”, sentencia. De nosotros depende revivir este triángulo mágico de Andalucía, lleno de la esencia de Huelva, Sevilla y Cádiz, que quedó escrito para siempre en las páginas de Ágata ojo de gato, de José Manuel Caballero Bonald.
“La naturaleza se está muriendo”, me dice Plácido. Estamos sentados en el salón de su casa, mientras los pájaros vuelan libres sobre nuestras cabezas. Al hablar, me da un perfil que recuerda a las siluetas de esos indios que eran masacrados por los héroes blancos en las películas “de vaqueros”. Para contar su historia, mira al frente fijo. He llegado a su Cañada de los Pájaros gracias a un proyecto artístico internacional apoyado por la TBA21-Academy del Thyssen-Bornemisza. Junto con la artista iraní pantea (nombre artístico en minúsculas), que disfruta de una beca artística en nuestro país, intento contribuir desde Andalucía al espíritu del Acuerdo de Venecia, que estableció “un compromiso con los humedales” de todo el mundo, ya que la forma en la que se trate a estos ecosistemas nos llevará a una “conservación más efectiva”.
Pero Plácido me da una visión desencantada de la conservación. Y de la vida. “Este año pasado he sufrido muchas pérdidas de familiares y amigos. Eso ha hecho que se me fuera la alegría, y esa alegría ya no me va a volver al cuerpo. Intento imaginarme el futuro y nada”, me confiesa. Su tristeza viene de una extrema sensibilidad heredada de su madre y de la forma en que se crió.