Cádiz —

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Hace miles de años, la supervivencia del ser humano dependía de una sustancia capaz de conservar los alimentos: la sal. De ahí que durante siglos, desde los fenicios, la explotación de las salinas vinculada a la pesquería haya sido uno de los negocios más estratégicos y pujantes de la Bahía de Cádiz. De hecho, este enclave del litoral atlántico ha sido históricamente uno de los principales centros de producción de sal marina de España.

Sin embargo, la demanda de “nieve salada” —en palabras del poeta Rafael Alberti se hundió conforme se fue generalizando el uso de los medios de conservación eléctricos a partir de la primera mitad del siglo XX. De modo que aquella época de oro blanco se fue cubriendo de fango mientras “la administración pública, las empresas privadas y la sociedad miraban para otro lado”, hasta derivar en la actual “situación de abandono” que denuncia la ONG Salarte en virtud de los datos: de las 160 salinas artesanales que este parque natural albergaba a finales del siglo pasado, en la actualidad apenas quedan cuatro.

A ojos de Juan Martín Bermúdez, presidente de la citada organización (la primera autorizada por la Consejería de Agricultura, Pesca, Ganadería y Desarrollo Sostenible de la Junta de Andalucía para gestionar esteros abandonados en la Bahía de Cádiz), contar con el 97% de las salinas artesanales abandonadas no solo entraña “una importantísima pérdida” de empleo y de biodiversidad (pues numerosas especies encuentran en estos humedales costeros los recursos necesarios para criar, alimentarse y descansar a lo largo de su ciclo biológico), sino también una “ruptura de la conexión emocional de la Bahía con su territorio” y una “pérdida de identidad cultural” que Salarte considera “inasumible”.

“Lo que antes era un orgullo, santo y seña de la Bahía en todo el mundo, hoy ha generado un distanciamiento del gaditano con el medioambiente que lo rodea”, deplora quien en 2012 se calzó las botas de agua, cogió el palín y el carrillo de mano para mostrarle a la sociedad ese “tesoro escondido” en las marismas de Cádiz.

“Un rayo de esperanza”

Aunque el presidente de Salarte sostiene que el oficio del salinero está “en peligro crítico de extinción”, percibe también “un rayo de esperanza” en iniciativas como la que encarnan Juan Carlos Sánchez de Lamadrid y Macu Gómez, fundadores de Salinas de Cádiz con su marca Dama Blanca. Este proyecto familiar nacido en 2020 del impulso de dos “enamorados del mar y las marismas” es uno de los que mantiene ahora con vida este entorno con más de 3.000 años de historia en el cultivo artesanal de la sal, que lleva décadas “languideciendo”.

Para ello, tras meses de formación y estudio, la pareja se lanzó a recuperar la histórica actividad salinera, adaptándola al siglo XXI. “Lo hacemos para que la gente conozca algo tan cercano y desconocido como son las salinas artesanales de Cádiz”, reconoce este sevillano criado en Sanlúcar de Barrameda, mientras recorre la carretera de San Fernando-Puerto Real que conduce al corazón de la Bahía. Actualmente, cultivan su propia sal marina virgen y flor de sal en la salina de la Esperanza que mantienen alquilada en “simbiosis” con un proyecto de la Universidad de Cádiz.

Allí los espera Demetrio, el salicultor del que han aprendido el oficio. Su función es controlar el movimiento del agua, paso crucial para que cristalice la sal en cada uno de los “recipientes” en que se dividen las naves por las que este hijo de salinero se mueve descalzo, como si andara por casa. Después de abrir las compuertas, el agua “se marea” a lo largo de un circuito de caños que contribuye a que se vaya evaporando, al tiempo que se concentra la salinidad, tal y como explica apasionado Demetrio (quizás porque nació en una salina).

Así, a las técnicas tradicionales, la pareja les ha sumado “la mentalidad del siglo XXI”, aportando, por ejemplo, herramientas precisas que han diseñado ellos mismos mediante impresoras 3D. Palín en mano, Juan Carlos (hasta ahora fotógrafo y gestor cultural) confiesa que apostaron por la sal porque aúna “todo lo que nos gusta”. La mar, el trabajo artesanal, la estética, el medioambiente... Todo lo que vuelcan en su marca Dama Blanca y que conecta con su filosofía de ser respetuosos con el entorno natural en el que se inserta la salina, desempeñar la labor en convivencia con su ecosistema y cuidar al detalle todas las fases del proceso de producción (desde una recogida meticulosa, pasando por el cribado a mano, hasta mimar el empaquetado).

El valor de la sal marina virgen y la flor de sal

“Como nieve en polvo”, la flor de sal es la variante más preciada, delicada y “misteriosa”. Se forma todos los días, en apenas 36 horas, por lo que implica poca producción, pero un trabajo minucioso para poder obtenerla: si no se recoge del tajo en el instante preciso, “la has perdido”. Lo mismo sucede con las “demandadas” escamas de flor de sal que se extraen de la superficie con sumo cuidado.

Entretanto, a lo largo de los meses, va cristalizando en el fondo del tajo la sal marina virgen como “cubos de sal irrompible”. El apellido virgen, recalca Sánchez de Lamadrid, es el que distingue a este tipo de sal obtenido de forma “totalmente artesanal” de la que se produce en grandes extensiones. La diferencia frente a la industrial (la que se compra habitualmente en supermercados) radica en que la sal marina virgen logra conservar “todos los minerales del agua”.

A este respecto, el presidente de Salarte y ambientólogo Juan Martín, explica que la sal refinada procedente de la industria, al introducir maquinaria dentro de la salina, tiene que someterse por normativa a un proceso de lavado en el que se pierden los oligoelementos naturalmente presentes como el yodo. De ahí que su composición sea al 99% de cloruro sódico y, posteriormente, se someta a un baño de yodo (por eso aparece etiquetada como sal yodada, cuando de forma natural ya cuenta con este bioelemento). “La sal que echan en las carreteras tiene más propiedades que la que se dedica para consumo humano”, añade el fundador de Salinas de Cádiz para ilustrar la diferencia.

En cambio, al cosecharse a mano, la sal marina virgen “se lava con la propia salmuera del tajo” y así mantiene intactos todos esos minerales “fundamentales para el funcionamiento de nuestro organismo”. De manera que se presenta como una fuente natural de magnesio, potasio y calcio, además de contar con un porcentaje inferior de cloruro sódico al 88%, según Salarte.

Por esta razón, Juan Carlos defiende que es importante “educar” a la población sobre los diferentes tipos de sal, para que pueda decidir con conocimiento cuál tomar. “Si elegimos una sal marina virgen estaremos comiendo salud y reduciendo el cloruro sódico”, concluye Juan Martín en la misma línea que el fundador de Salinas de Cádiz, quien equipara la sal marina virgen con el valor que se le concede al aceite de oliva virgen extra.

Reivindicaciones pensando en el futuro

Desde la óptica de Salarte, Juan Carlos y Macu son ejemplo del modelo de negocio “que hay que defender y apoyar porque son el futuro de la salicultura artesanal en España”. Precisamente, ese es el objetivo que persigue esta ONG: demostrar que las salinas siguen siendo una alternativa “sostenible” económicamente y “de bajo impacto” medioambiental, en la que tienen cabida actividades de los cinco sectores productivos (desde la producción de sal y la cría de especies, hasta el turismo o la economía del conocimiento). Por eso, con el afán de garantizar la continuidad y sostenibilidad de este negocio milenario, su fundador esgrime una serie de reivindicaciones dirigidas principalmente a las administraciones públicas, pero también a la empresa privada y la sociedad civil.

“Salarte reivindica que el ser humano vuelva al estero y a las salinas para rescatarlas”, expone Juan Martín convencido de que las salinas tradicionales encierran “un patrimonio etnográfico, cultural, histórico y ambiental” que se debe proteger y potenciar, teniendo en cuenta —apostilla este consultor ambiental y gestor de espacios naturales— las cifras de desempleo que acumula la provincia gaditana.

Asimismo, exigen que esta actividad deje de regirse por la ley de Costas y de Minería “y se reconozca que las salinas artesanales dependen del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación”, entendiendo que “hablamos el mismo lenguaje” que se utiliza en cualquier otro cultivo de un alimento. En definitiva, que se valore este producto y se le conceda el distintivo de Indicación Geográfica Protegida (IGP), como “algo propio de la Bahía de Cádiz”.

Esas mismas reclamaciones son las que menciona Juan Carlos desde su salina durante el encuentro con elDiario.es Andalucía. Lo dice recorriendo con la mirada el paraje que lo rodea. Tajos que son en sí mismos “huellas de la historia” y, en su mayoría, testimonios del abandono que denuncia Salarte. “Todas las salinas tienen nombre de santos, la más antigua es la de San Vicente”, agrega antes de despedirse hasta el día siguiente de la suya, la de la Esperanza, “que es lo último que se pierde”.