El entramado represor elaborado por Franco, y Queipo en Andalucía, convirtió Córdoba en una prisión. En la mayor del país: la provincia con más campos de concentración, 13, y 28 unidades de trabajadores forzados. Una tierra, como media España, donde penaron en apenas un lustro más de 60.000 prisioneros de guerra republicanos.
Esta red usaba conventos, colegios, almacenes y cualquier recinto para confinar a los presos. El “nuevo orden franquista impuesto a través de las armas” trató con mano de hierro a los cautivos. Desde el primer día. Como cuenta el historiador Francisco Navarro, autor del libro Cautivos en Córdoba (1937-1942).
Represión, hacinamiento, trabajo esclavo, muerte… y corrupción. Cómo los rebeldes de Franco ejecutaban el lavado de cerebro a quienes veían con opciones de sacar del “error marxista”. Y quiénes eran estos prisioneros. Como el humorista Miguel Gila, que pasó meses en el campo de Valsequillo.
Todas estas claves toca el investigador en una obra que parte de la tesis doctoral titulada ‘Campos de Concentración de prisioneros, evadidos y batallones de trabajadores en la provincia de Córdoba (1938-1942)’.
“Cuando me planteo realizar el estudio, la tesis se queda en un cajón y lo rehago para que sea accesible”, explica. Porque “40 años de dictadura y otros tantos de una transición que la podemos coger con pinzas”, sostiene, “pervierten” el relato oficial y asientan la desmemoria. “Llevamos tanto tiempo con una venda que no somos capaces de verlo”, asegura.
Cautivos y “semiesclavos”
“Durante la última etapa de la Guerra de España y la primera posguerra, el territorio cordobés se convirtió en una inmensa prisión”, escribe Francisco Navarro en el libro. Miles de prisioneros penando en improvisadas cárceles y campos de concentración.
“Estos cautivos sufrieron toda clase de penalidades y represión, siendo reutilizados como mano de obra semiesclava en trabajos civiles y militares”, explica. Uno de los objetivos era “recuperarlos para la causa franquista una vez habían sido clasificados, adoctrinados y domesticados”.
En la investigación sobre la historia de estos miles de prisioneros republicanos, Navarro localiza, cuantifica y describe cada recinto. Cada prisión. Cada campo. Y “todas las unidades de trabajo forzado que estuvieron emplazadas en territorio cordobés”.
“Si en los campos de concentración había represión y humillación, en los batallones de trabajadores el trato era aún más vejatorio”, refiere Francisco Navarro en conversación con eldiario.es Andalucía.
Represión, mortandad y corrupción
Los campos de concentración eran una suerte de “centros de clasificación”, cuenta Francisco Navarro. El entramado de Franco y Queipo queda levantado entre los años 38 y 39. Córdoba queda dibujada como una gran cárcel. En estos centros eran “clasificados, doblegados y utilizados por ayuntamientos, empresarios y estamentos pertenecientes a la Iglesia”.
“Sin contar los miles de cautivos que fueron utilizados en trabajos forzados militares y civiles, en los campos de concentración cordobeses estuvieron recluidos más de 60.000 prisioneros de guerra republicanos”, sostiene el historiador. En Cautivos en Córdoba, el autor explica la procedencia de muchos, sus itinerarios carcelarios, cómo eran las instalaciones, las condiciones de vida y el adoctrinamiento.
O cómo se afanaban las unidades de vigilancia en cumplir su cometido. “La peor parte de la represión carcelaria” recae sobre los detenidos en las dos prisiones provinciales de la capital, “donde murieron cientos” de personas “durante varios meses a lo largo de los años de 1940 y 1941”.
Navarro acomete también “el estudio de la sanidad y la mortandad de los prisioneros”, como en el hospital de San Sebastián de Palma del Río, que albergó a más de 3.000 presos. E incluso aborda la “corrupción”, una realidad que “afloraba incipiente por la ‘Nueva España’, campando a sus anchas en las prisiones de Córdoba”. Funcionarios y responsables “se quedaban con buena parte de los alimentos” destinados “a la maltrecha alimentación de los reclusos, para venderla en el estraperlo en el exterior”.
Un convento como campo de concentración
“El más importante de todos estos fue el campo de concentración del convento de San Cayetano de Córdoba”, explica Navarro. “Más de 8.000 cautivos pasaron por sus instalaciones”, dice. Otros edificios “escogidos para albergar a los prisioneros y evadidos republicanos” fueron “colegios, almacenes y recintos de cría caballar”. Todos cercanos a estaciones de ferrocarril “para poder transportar a los concentrados en vagones de carga”.
Entre los trabajos “más destacados” sobresalen la participación de 400 detenidos en la construcción de la nueva prisión provincial de Córdoba, entre 1938 y 1944. O el uso de mano de obra forzada “en faenas agrícolas en Bujalance y Hornachuelos, reparaciones en estaciones y vías de ferrocarril en Alcolea y Valsequillo”, enumera Navarro.
Y más. “La construcción de una iglesia en Peñarroya-Pueblonuevo, el arreglo de una capilla de un convento en Bujalance, reparaciones de calles en varias localidades como ocurrió en Montilla, mozos de carga en Aguilar de la Frontera, empleados en una factoría de piedra caliza en Cerro Muriano, en las minas de la cuenca minera de Peñarroya, fortificaciones, pistas, carreteras, desmontes…”.
Los presos solo tenían dos opciones: ser considerado afecto al naciente régimen franquista o desafecto. Muchos pasaban a engrosar las filas del ejército rebelde. Otros, “si tenían dudas”, a doblar el lomo en los batallones de trabajadores. “Y a algunos los ponían en libertad, pero vigilada siempre, y si venía algún aval del cura, alcalde o jefe movimiento… otra vez a los campos”, resume.
Porque la red de campos de concentración “y las diferentes unidades de castigo” buscaban “la transformación de la identidad de los prisioneros en aquellos que consideraban que podían ser rescatados del ”error marxista“ y de poder atraer nuevos adeptos a la causa franquista”, explica. Siempre, subraya, “tras haber expiado sus culpas durante años de internamiento”.
Los campos de concentración fueron una “necesidad de la guerra” que Franco y sus adláteres solventaron así. Pero también fue, precisa, “una necesidad política para imponer un castigo a los que se habían opuesto al régimen y de paso aterrorizar a la población civil”.
“Tanto los prisioneros como los recintos donde estaban recluidos estaban a la vista, amenazando a la gente donde podían acabar si no se adherían a la causa sublevada”, relata el investigador. Y a pesar de esta evidencia física, y de los datos, las historias y la memoria colectiva, se fue imponiendo el silencio. Un olvido que combate el libro Cautivos en Córdoba (1937-1942).
“Sorprendentemente el estudio de los campos de concentración y batallones de trabajadores cordobeses han sido los grandes olvidados por los estudiosos de la guerra civil y el franquismo”, apunta Francisco Navarro López (Aguilar de la Frontera, 1974), graduado en Geografía e Historia por la UNED y doctor por la Universidad de Córdoba.
El humorista encarcelado
Miguel Gila (Madrid, 1919 – Barcelona, 2001) fue prisionero de Franco y quedó recluido durante meses, hasta 1939, en el campo de concentración de un pueblo cordobés, Valsequillo. Luego pasó por cárceles como Yeserías, como trabajador forzado en la construcción de la de Carabanchel, o en Torrijos, donde coincidió con el poeta Miguel Hernández.
Gila, como militante de la Juventudes Socialistas Unificadas, se alista nada más estallar la guerra como voluntario republicano en el Quinto Regimiento, bajo la jefatura de Enrique Líster. El humorista acabó, incluso, frente a un pelotón de fusilamiento fascista en El Viso de Los Pedroches, Córdoba. Y logró salir vivo.
“Nos fusilaron al anochecer; nos fusilaron mal”, contó con sorna en su autobiografía, publicada en 1995 con el título Y entonces nací yo. Memorias para desmemoriados. “El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas”, escribió.