En esta parálisis con agenda todo se percibe más; o será que se concentra. Los sentidos se agudizan o exageran. No sé qué pensar. Ahora mismo mi casa huele a cebolla y eucalipto. O le alivio la tos a mi hija o la asfixio. Porque sí, tiene tos, pero no tiene fiebre y desde ayer tiene mocos: alegrón. No parece el bicho. Aún así no sé si perderemos el tacto de tanto lavarnos las manos. Y lo vamos a seguir haciendo.
No sé vosotros, pero en mi casa los tiempos los está marcando la comida. Desayunar, es la hora de comer, jugad hasta la cena... para que el día parezca día e incluso uno como otro cualquiera. Entre medias, estudiar, trabajar... ¿demasiado silencio sobre el adoquín? El mirlo es bastante fiel a sus citas mañaneras. Hasta las 20.00, que asomamos media calle la cabeza, como los caracoles. Y mi vecino ha decidido hoy contar un chiste, y ha estado simpático. Es curioso como en cinco días se van creando rutinas vecinales. Otras. Aunque el mejor sonido es siempre el de mis hijas riendo. Eso significa treguas largas y cortas de felicidad en unos días en los que el roce nos hace conocernos mejor pero, a veces, aguantarnos menos. (La ventana de Lucre)
La vista: cara de voyeur
Para alguien como yo, que lleva 30 años dedicado a la fotografía de prensa, tener la visión tan restringida durante estos días de confinamiento produce cierta desazón. A pesar de disponer de una azotea amplia que da a dos calles, echo en falta el coger mi cámara y mirar la vida a través del visor, más allá de los pocos metros de calle que me permite mi azotea.
Al llevar casi 30 años trabajando en la calle (eso ha sonado francamente mal, es lo que tiene) se hace muy difícil sentirte encerrado entre cuatro paredes. Ahora subo a mi azotea con mi cámara todos los días y miro a través del visor para paliar un poco este mono callejero que tengo. Algún vecino me ha saludado con la mano al ver que dirijo mi teleobjetivo hacia él , otros se han escondido con cierto recelo... se me ha debido de quedar cara de voyeur, una especie de James Stewart en La ventana indiscreta, pero sin la pierna rota y sin la posibilidad de ver nada en esta España católica de rejas, cortinas y persianas, dónde todo queda de puertas, o mejor dicho, de ventanas para dentro. (La de Luis)
El oído: más cotilla que de costumbre
El oído se afila. Efectivamente, estos días ando más cotilla que de costumbre. Mi patio de vecinos es una fiesta, señores. Ayer por la tarde nos pusieron un repertorio digno de la mejor verbena: Resistiré (Dúo Dinámico), Sobreviviré (Mónica Naranjo) y Libre, de Nino Bravo. Canela fina.
La farra se retoma doce horas después. Hora de los peques. La mamá francesa de Oliva, la nena de dos añitos del bajo, le canta a un sobrino el cumpleaños feliz a voz en cuello. Como a los tíos les va la marcha, nuestros adorados vecinos del segundo (Pablo y Manuel, mellizos, cuatro) le dan la réplica con un temazo atemporal: “Navidaaaaaad, Navidaaaaaad, dulce Navidaaaaad”.
Nuestra orquídea sí que sabe la fecha en la que andamos. De amarillo y con topos rosas, sus pétalos han florecido y nos susurra que, aunque no podamos oler el azahar, la primavera ha llegado. Que no nos preocupemos, que, aunque andemos en otras cosas, ella nos recuerda que el frío, antes o después, termina. (La ventana de Alejandro)
El olfato: la realidad en nuestras narices
Mi vecina Antonia podría haber sido perfumista. Cuando cocina perfuma toda la calle. Que a las 9 de la mañana huela a cocido no es ni bueno ni malo, sino todo lo contrario, porque en condiciones normales nos plantaríamos en su casa a mediodía en plan “si quieres que lo prueba…”, pero el confinamiento nos hace olerlo de lejos, a kilómetros, cuando en realidad su casa está pegada a la nuestra. En los pueblos se dice “paré con paré”.
En casa hemos hecho hoy una empanada casera. Su relleno se hizo poco a poco. Si no hay prisas, que se note. Cuando ha llegado un mensajero, en la calle se mezclaba el olor del relleno, el del azahar del naranjo de la puerta y el del cocido de Antonia. Hay días que la vida nos lo pone difícil para elegir el aroma con el que quedarse. Luego, hemos cambiado un pañal a Rodrigo. La realidad volvió a nuestras narices. (La de Fermín)
El tacto: desconfianza
Seis días de barba y ya es suave. Ha hecho propósito de no afeitarse hasta que levanten la veda a las peluquerías, esas que tanta broma inspiraron en el decreto de Estado de Alarma. Y cuando eso ocurra, lo hará a navaja, uno de esos placeres que se permiten los hombres de vez en cuando. Mira por el balcón y observa que muchos han debido de pensar lo mismo porque parecen más náufragos que hípsters.
Las manos, cada vez más ásperas de tanto gel hidroalcohólico, que ha gastado la piel, como las ganas. Sudan cada día dentro de guantes antisépticos, mientras frenan el impulso repentino de estrechar una mano, del que guardaba un resto que ya ni recordaba y que le ha producido el escalofrío de un miembro fantasma tras una amputación. La desconfianza se ha instalado entre compañeros de trabajo, entre vecinos, entre desconocidos pero también con el que comparte casa y vida, porque fue a trabajar o a comprar y quizá no tomó suficientes precauciones. Y la distancia que se ha impuesto entre ellos es mucho mayor que el metro y medio de recomendación sanitaria. Se acabó el contacto. (La ventana de María)