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El 28-F, en coma

El presidente de la Junta de Andalucía durante la entrega de las Medallas de Andalucía e Hijos Predilectos por el 28F en 2024
25 de febrero de 2025 05:30 h

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Un par de veces por semestre, toca hablar de Andalucía. Como quien encarga una analítica. Y ahora llega, inexorable, el 28-F fun, fun, fun, con su brilli-brilli de medallas y discursos entrañables, sesudos o lolailos, fotografías amables y buenos deseos de Año Nuevo verdiblanco. 

Cuatro décadas y media atrás, cuando el Día oficial no era oficial ni era Día, el ambiente era distinto, epidérmico, una emoción compatible con una idea. Andalucía no era, simplemente, un fin de semana de escapada en familia o una gala aséptica sin canapés sino un compromiso para los tiempos venideros, un antes y un después, un Aleph y un mantra; una de esas encrucijadas en la que los pueblos encuentran su bisagra y también su correntía, cuando la fuerza de la historia no se alojaba en un meme sino en un impulso colectivo, en un viejo instinto de supervivencia. 

La política tendría que traducir, de manera sostenible, lo que se cuece entre calles y tajos, en el runrún bullanguero de las cafeterías, en las salas de espera del seguro, en las tertulias de quienes van a recoger del colegio a la chiquillería que alguna vez, cuando crezca, tendrá que decidir también entre ser andaluza o sólo parecerlo. Andalucía, me temo, no está ni se la espera, salvo en el apellido de los partidos políticos y en las campañas de promoción turística. Y sólo nos ponemos flamencos cuando los catalanes ejercen su derecho a ser catalanes. 

Y es que, hoy por hoy, el ser andaluz pareciera convertirse de nuevo, apenas, en una gitana de Marín haciendo equilibrios sobre los televisores de plasma, en un homenaje a Epícuro en nuestras ferias, en una copla que nos sigue estremeciendo sin saber nunca por qué, o, también, en ese raro orgullo de bienquedas, pues resultamos simpáticos incluso a quienes tendríamos que despertar la saludable antipatía que trasminan los rebeldes.   

Mientras desde el poder se hablaba de Andalucías imparables, de locomotoras de la economía española, de la California de Europa, los informes siguen hablando de esa otra Andalucía boquerona y a dos velas, que busca una paguita como un salvavidas, cuando ahora llaman vulnerables a los que siempre llamamos tiesos y cuya única identidad crónica es la de la tarjeta del paro

¿Dónde están los Diamantino de hoy, las históricas mujeres de Casares, los Carlos Cano, los Salvador Távora, las Mari Angeles Infante, los Antonio Ramos Espejo? Seguramente existen, pero no lo sepamos, porque ya no repetimos sus nombres como una consigna ni con sólo mentarlos –como ocurriera en otro mundo con el viejo Salvochea-- se desatase un motín. 

No estamos para motines, de un tiempo a esta parte, sino, todo lo más, para evitar somatenes. Hubo años, quizá hace ya cuarenta y cinco, en que una pancarta podía ser más poderosa que un hilo en redes sociales. El campo creía en el SOC y ahora parece creer en Vox. Las ciudades eran un estrépito de arbonaidas colgadas de giraldas y de campanarios, pero ahora los balcones lucen a solas las rojigualdas, sobre todo cuando juega la Selección Española de Fútbol. 

Algo habremos hecho mal, no cabe duda. Quizá estos escombros de la autonomía soñada –desde el debate del referéndum al de la condonación de la deuda--, tan sólo reflejen la desazón por todo el equipaje que fuimos dejando por el camino, entre grúas varadas por la reconversión industrial y pesqueros desguazados quizá porque ya nadie tenía demasiado interés en subir a bordo. Miremos hacia atrás sin ira, como la libertad que reclamaban los de Jarcha: mientras desde el poder se hablaba de Andalucías imparables, de locomotoras de la economía española, de la California de Europa, los informes siguen hablando de esa otra Andalucía boquerona y a dos velas, que busca una paguita como un salvavidas, cuando ahora llaman vulnerables a los que siempre llamamos tiesos y cuya única identidad crónica es la de la tarjeta del paro, si es que siguen dando tarjetas a los currelantes que no tienen curro y a los que siguen dando la murga.  

Hace falta, sin duda, otro 28-F, que no habite en los palacios sino en las barriadas, con un himno que no sólo nos levante sino que levante sarpullidos y que sepan cantarlo también esos otros andaluces que ya lo son, llegados de toda tierra que haya buscado refugio en la que debiera ser nuestra y sólo la sentimos así de boquilla para afuera

El 28 de febrero de 1980, como antes fuera el 4 de diciembre de 1977, son fechas que empiezan a borrarse en las lápidas de nuestro viejo panteón familiar. Hoy mismo, cualquier hoy, podría ser un buen momento para la resurrección de aquel espíritu cómplice, color esperanza y color paz, aquella tierra intuida más por la morralla que por sus propios burgueses hasta que la canalla, esa que nunca ni para Dios calla, se dio cuenta que no sólo le habían defraudado sus representantes públicos, sino sus periodistas, sus empresarios, sus sindicatos, sus asociaciones de vecinos, sus intelectuales, sus clérigos pero, también, se había decepcionado a sí misma, quizá cuando decidió vender su andalucismo emergente por un subsidio permanente, mientras se repartían los trozos de su bandera los centuriones de quienes siempre supieron crucificarla sin decir ni mú, sin derecho a decir ni siete palabras, salvo en cuatro fechas señalaítas al año. Hace falta, sin duda, otro 28-F, que no habite en los palacios sino en las barriadas, con un himno que no sólo nos levante sino que levante sarpullidos y que sepan cantarlo también esos otros andaluces que ya lo son, llegados de toda tierra que haya buscado refugio en la que debiera ser nuestra y sólo la sentimos así de boquilla para afuera. 

Hoy, que resucitan los imperios, cuando la globalización mercantil nos devora y a Europa están a punto de raptarla sus peores enemigos, a quienes creímos derrotar ochenta años atrás, quizá sería un buen momento para rescatar aquel nacionalismo de brazos abiertos, como somos; para recomponer las teselas de nuestro viejo mosaico andalusí, para encender las menorás o las candelas gitanas, para sentir el escalofrío de los fugitivos castellanos o zurcir el dobladillo a los sueños rotos ni siquiera como antídoto contra las pesadillas sino para salir por fin de nuestro estado de coma. Creo que es una deuda que seguimos sin pagarle a Manuel José García Caparrós.

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