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Ablación y prótesis

24 de mayo de 2022 20:25 h

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En estos días, dos noticias internacionales chocaban entre sí generando en su impacto fragmentos de una realidad que, aunque parece distinta, tiene demasiadas cosas en común. Una noticia venía de Afganistán: se acabó eso de que las presentadoras salgan por la tele a cara descubierta; a partir de ahora, por imposición de los talibanes, han de llevar burka. La otra, que como digo colisiona con esta, es de Francia, donde de nuevo se ha desatado la polémica a propósito del burkini. El Ayuntamiento de Grenoble por fin ha despenalizado el uso de esta prenda, prohibida hasta el momento. El año pasado fueron multadas allí varias activistas que vistieron el burkini para exigir “el derecho a elegir su traje de baño: completo, de manga larga, de manga corta o incluso en topless”.

A estas dos noticias le sumo esta tercera información, emitida el pasado sábado en un reportaje de Informe Semanal, de TVE: Colombia se ha convertido en la meca del turismo de la cirugía plástica. El ahorro que se obtiene al cambiar la divisa, la tradición del país en tratamientos estéticos (que se remonta a los buenos tiempos del narcotráfico) y el modelo de belleza femenina voluptuoso -unido al hecho de que teletrabajar, haber ahorrado durante la pandemia y llevar mascarilla ofrecen el contexto ideal para operarse- hacen que anualmente miles de mujeres desembarquen en Medellín, Cartagena o Cali para ponerse tetas, pómulos, labios, cachas… o para reparar los estragos de anteriores intervenciones estéticas.

¿Les parecen noticias contrapuestas? Yo creo que no, o no del todo. Las tres juntas dejan al desnudo el potente conflicto de toda sociedad patriarcal, sea cual sea, con los cuerpos de las mujeres. Ablación y prótesis, ocultación y objetualización, libertad y prohibición resultan las caras cóncava y convexa de una moneda, la de nuestros cuerpos, permanentemente falseada, expoliada, segmentada, escondida, recauchutada: violentada.

Habrá quien considere que la respuesta a todas las cuestiones relacionadas con los cuerpos de las mujeres reside en la libertad de las mujeres mismas de hacer con sus cuerpos lo que les venga en gana

Nada es tan sencillo como suele resultarles a quienes pontifican a la ligera lo que las demás debemos hacer. Después de la Revolución de los Jazmines, la poeta Laura Casielles y yo desembarcamos en Túnez, auspiciadas por cooperación española, para dar unas charlas y lecturas e intercambiar impresiones en clubes culturales y en la Universidad. A ambas nos llamó poderosamente la atención que prácticamente todas las estudiantes llevaran velo. La profesora que nos acompañaba nos explicó que, después de tantos años de restricciones y prohibiciones al uso del hiyab durante la dictadura, gozar de la libertad de llevarlo se convertía en un símbolo de identidad, incluso de reafirmación feminista. Hicimos bien en preguntar y no prejuzgar: para aquellas chicas, en ese momento histórico, cubrir la cabeza con el pañuelo islámico era revolucionario. Casi una década después, en Macedonia, las mujeres ateridas que contemplaba en la orilla del lago Ohrid –el burkini tarda lo suyo en secarse-, mientras sus maridos se tostaban bajo el magno sol, me volvían a empujar al filo finísimo y peligroso que en las ocasiones más delicadas separa el relativismo cultural del etnocentrismo.

Habrá quien considere que la respuesta a todas las cuestiones relacionadas con los cuerpos de las mujeres reside en la libertad de las mujeres mismas de hacer con sus cuerpos lo que les venga en gana. Pero quién nos garantiza que lo que hacemos no sea en muchas ocasiones puriticas introyecciones de la sociedad poscapitalista y patriarcal. “Ahora somos nosotras nuestras propias proxenetas”, afirmaba La Mala Rodríguez en el programa Encuentros inesperados de La Sexta, y se quedaba tan ancha. Y apostillaba, señalándose el cuerpo: “Hombre, ¡esto es una mercancía, muchacha!”. Como remate, trató de argumentar: “Hoy en día las mujeres tienen como más fácil la manera de explotarse a ellas mismas”. Mal vamos si logran convencernos de que la liberación consiste en autoexplotarse o venderse al peso.

Hay madres que aprueban la ablación genital de sus niñas o que compran a sus pequeñas de 5 años biquinis con relleno.(...) En ambos casos consideran que están haciéndole un bien a sus hijas

“¿En qué estamos pensando las mujeres a la hora de dejarnos aplicar cualquier estupidez en la cara? ¿Por qué? ¿Qué es lo que nos hace falta en este país de información y educación para no arriesgar nuestras vidas y no arriesgar nuestra cara?”, piensa en voz alta para el reportaje de Informe Semanal una mujer a la que le han destrozado irreversiblemente el rostro en una cirugía plástica. El ideal de juventud y de belleza es otra imposición más que en ocasiones hacemos nuestra, como mis abuelas no tuvieron más remedio que hacer suyos los valores del recato y la saya. Hay madres que aprueban la ablación genital de sus niñas y madres que compran a sus pequeñas de cinco años biquinis con sujetadores de relleno. Probablemente, esas madres también fueron en su momento mutiladas o rellenadas con prótesis; en ambos casos consideran que están haciéndole un bien a sus hijas.

La liberación de la mujer comienza con liberarnos por fin, algún día, las mujeres de La Mujer, del modelo imperante de Mujer en cada sociedad y cultura en la que nos toca vivir. Y prosigue por la educación, la escucha y la reflexión, y encuentra su norte y su linde en los derechos humanos. Quizá ahí comienza la soberanía sobre nuestros propios cuerpos y nuestras propias vidas.

Arooj y Anisa Abbas eran dos hermanas de Terrassa que acaban de morir asesinadas presuntamente a manos de su propia familia por negarse a continuar con sus matrimonios de conveniencia. Mientras esto sucede en Pakistán, en España vivimos un aluvión de reacciones ante el mero hecho de poner sobre la mesa que hay mujeres que conocen perfectamente lo que es retorcerse de dolor menstrual. A esta altura de los tiempos, lo que nos atañe y concierne a las mujeres, a nuestros cuerpos, a nuestra emancipación y liberación, sigue siendo un lugar atravesado de patriarcado, propiedad y consumo. De ablación y prótesis.   

En estos días, dos noticias internacionales chocaban entre sí generando en su impacto fragmentos de una realidad que, aunque parece distinta, tiene demasiadas cosas en común. Una noticia venía de Afganistán: se acabó eso de que las presentadoras salgan por la tele a cara descubierta; a partir de ahora, por imposición de los talibanes, han de llevar burka. La otra, que como digo colisiona con esta, es de Francia, donde de nuevo se ha desatado la polémica a propósito del burkini. El Ayuntamiento de Grenoble por fin ha despenalizado el uso de esta prenda, prohibida hasta el momento. El año pasado fueron multadas allí varias activistas que vistieron el burkini para exigir “el derecho a elegir su traje de baño: completo, de manga larga, de manga corta o incluso en topless”.

A estas dos noticias le sumo esta tercera información, emitida el pasado sábado en un reportaje de Informe Semanal, de TVE: Colombia se ha convertido en la meca del turismo de la cirugía plástica. El ahorro que se obtiene al cambiar la divisa, la tradición del país en tratamientos estéticos (que se remonta a los buenos tiempos del narcotráfico) y el modelo de belleza femenina voluptuoso -unido al hecho de que teletrabajar, haber ahorrado durante la pandemia y llevar mascarilla ofrecen el contexto ideal para operarse- hacen que anualmente miles de mujeres desembarquen en Medellín, Cartagena o Cali para ponerse tetas, pómulos, labios, cachas… o para reparar los estragos de anteriores intervenciones estéticas.