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El agua de la vida
La niña de 6 años se asa. El piso, bajo la azotea, está a 40ºC. Es verano del 82. En esa Sevilla no hay aire acondicionado, con suerte, ventilador. Ella y su hermano de 3, con varicela, se refriegan contra el sofá cuando no aguantan más. Frente a ellos, el mundial o los dibus de Naranjito hipnóticos aún en blanco y negro. “Mamá, tengo calor” y la madre refresca con un pañuelo húmedo. “Mamá, llena la bañera”. Y el grifo de rosca gira sin que salga gota. Restricciones, cortes de suministro de la tarde a la mañana. Sólo que acabo de comprobar que fue el verano anterior. Once meses y medio, del 1 de febrero de 1981 a mediados de enero de 1982. La niña era aún menor, 5 años, y la fiebre sería de las amígdalas. Pero el grifo seco era cierto como el temor a la sequía que le queda. Que a mis 41 años conservo.
Este viernes 3 amaneció diluviando y quisimos creer que la naturaleza llenaría los embalses que, según informó el día anterior la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, están al 25% de capacidad. Pero ha sido un espejismo y noviembre ha ido avanzando, seco y soleado. Rondando los 30ºC en las horas centrales. El sistema de regulación de riego de la Cuenca del Guadalquivir ha pasado de alerta a emergencia. De momento, se insiste, no hay riesgo para el abastecimiento humano. Con las reservas se tiraría tres o cuatro años. Pero la ganadería y la agricultura sí sufren ya, sobre todo los cultivos de regadío. El olivar de esta modalidad y de secano están al límite. Quedan dos pasos -dos meses así- para pedir al Gobierno central un decreto de sequía que ayude al suministro y los afectados.
Pese a la ceguera del presidente Rajoy y su ejecutivo en negar el calentamiento global, pese a su característica inacción política, la sequía no es ni azarosa ni exclusiva de Andalucía. El país en conjunto vive la situación hídrica más preocupante de los últimos 22 años. En aquel 1995 se llegó a tener los pantanos a un 26,38% de capacidad (y se venía de un 33,83% en 1994, 36,15% de 1993, 37,37% del 1992). Ahora la media nacional es ya del 37% y en pantanos como el de Iznajar, el mayor de Andalucía, del 23%.
Quizá en esta sociedad ultracapitalista un argumento económico inmediato llegue al alma del lector con más inmediatez y potencia que la defensa de la naturaleza: el recibo de la luz se ha disparado hasta 74€ más de enero a octubre de 2017 respecto a 2016 y llegará a 100€ a final de año. Según el Gobierno, por la sequía, el bajón de la producción hidroeléctrica, y la necesidad de recurrir al carbón y al gas.
La pregunta es: ¿qué vamos a hacer? ¿Esperar? ¿Aceptar los ciclos hídricos igual que los económicos, como plagas bíblicas, asumiendo que no tenemos capacidad de interferir, de construir alternativas a hechos que no son naturales sino consecuencia de la acción humana y, por tanto, reversibles, subsanables? Se apunta como acción más inmediata desalar el mar y, dejando a un lado el coste elevado, me echo a temblar. Porque si convertimos grandes cantidades de agua marina, no ya en potables, sino en aptas para el riego, sabemos, por la trayectoria, que más pronto que tarde acabaremos con los océanos. ¿Somos tan suicidas para abrazar ese riesgo como única salida?
Oh sí, ya sé que este tema es demasiado grande e importante para afrontarlo. Tenemos decenas de cuestiones menores aturdiéndonos. Si eclipsan hasta a los 13.000 llegados en patera este año, el triple del pasado, huyendo tantos de ellos del África ya esterilizada por la desertización, ¿cómo vamos a ver la amenaza lamiéndonos los pies aquí, en España? Tan ensimismados estamos, en particular, con la vertebración territorial de la nación, que ni nos preguntamos si el autogobierno concebido para que los ciudadanos dispusiéramos de administraciones más cercanas, más atentas a nuestras necesidades, más eficaces para lograr objetivos sociales compartidos, ha servido de algo, por ejemplo, en esta Andalucía gobernada por el mismo PSOE 40 años, en materia hídrica. Tanta pelea de poder, entre partidos y dentro de cada sigla, para rendirse a la plena impotencia en las cuestiones vitales.
Pero igual que no dejamos morir nuestras plantas porque no llueva sino que las regamos, la indolencia de nuestros representantes debe llevarnos a los ciudadanos a insistir más, presionar mejor articulados para que se proteja la mayor riqueza a dejar a nuestros hijos: el agua sin la cual la vida, simplemente, es imposible.
La niña de 6 años se asa. El piso, bajo la azotea, está a 40ºC. Es verano del 82. En esa Sevilla no hay aire acondicionado, con suerte, ventilador. Ella y su hermano de 3, con varicela, se refriegan contra el sofá cuando no aguantan más. Frente a ellos, el mundial o los dibus de Naranjito hipnóticos aún en blanco y negro. “Mamá, tengo calor” y la madre refresca con un pañuelo húmedo. “Mamá, llena la bañera”. Y el grifo de rosca gira sin que salga gota. Restricciones, cortes de suministro de la tarde a la mañana. Sólo que acabo de comprobar que fue el verano anterior. Once meses y medio, del 1 de febrero de 1981 a mediados de enero de 1982. La niña era aún menor, 5 años, y la fiebre sería de las amígdalas. Pero el grifo seco era cierto como el temor a la sequía que le queda. Que a mis 41 años conservo.
Este viernes 3 amaneció diluviando y quisimos creer que la naturaleza llenaría los embalses que, según informó el día anterior la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, están al 25% de capacidad. Pero ha sido un espejismo y noviembre ha ido avanzando, seco y soleado. Rondando los 30ºC en las horas centrales. El sistema de regulación de riego de la Cuenca del Guadalquivir ha pasado de alerta a emergencia. De momento, se insiste, no hay riesgo para el abastecimiento humano. Con las reservas se tiraría tres o cuatro años. Pero la ganadería y la agricultura sí sufren ya, sobre todo los cultivos de regadío. El olivar de esta modalidad y de secano están al límite. Quedan dos pasos -dos meses así- para pedir al Gobierno central un decreto de sequía que ayude al suministro y los afectados.