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Apología de Camilo de Ory

17 de enero de 2023 20:56 h

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Cuenta el gran Quico Cadaval en uno de sus conversatorios cuál fue la primera lección de moral de su vida. Estando él chiquito, una tarde caliginosa se escondió tras las balas de paja del cobertizo, desde donde vio cómo su tía Manuela mataba una gallina por el tradicional método de rebanarle el pescuezo con un cuchillo. La gallina, ya sin cabeza, quiso zafarse de las manos de su ejecutora, a la que le puso la cara perdida de sangre. Al pequeño voyeur, quizá de la impresión, se le escapó una risa. Entonces, la tía Manuela advirtió la presencia del graciosín entre la paja y fue a reprenderle: “Quiquiño: ¡no está bien que te rías de la pobre gallinita!”. “Fue cuando aprendí –nos contaba- que hay personas para las que reírse es más grave que matar”.

Esta fábula doméstica se me ha venido a la cabeza varias veces desde que ha salido la noticia de que Camilo de Ory ha sido condenado a 18 meses de cárcel por aquellos chistes macabros que publicó en tuits durante el rescate del niño Julen, en aquellos días de enero de 2019 de infausto recuerdo por dos motivos: el importante, que el pequeño falleció. Y el subsidiario: la cobertura mediática, por días y más días, de aquella tragedia nos hizo recordar El gran carnaval, de Billy Wilder, y entender que, si la sociedad y algunos medios han cambiado, no ha sido para mejor. Al señor De Ory, reírse le va a salir caro.

La moraleja que extrajo el rapaz Cadaval da que pensar sobre humor negro, libertad de expresión y la moral paradójica de esa audiencia tan enchufada al primetime de cualquier tragedia como al linchamiento del que se atreva a devolverle su reflejo

Como los malos entendidos, las peores intenciones y la aviesa literalidad se precipitan ante este tipo de asuntos tan delicados, comenzaré por dejar claro, por si acaso, que, uno, obviamente no estoy comparando a un niño con una gallina; dos, no tengo relación con De Ory más que como lectora de sus libros y de lo que publica en las redes; y tres, respeto mucho el dolor de los padres, me conduelo de corazón y considero legítimo que denuncien este o cualquier otro daño moral que hayan sufrido. Los tuits se replicaron por tierra, mar y aire hasta la náusea. Se replicaron, por supuesto, por parte de biempensantes que alertaban de que aquellas palabras podrían hacer daño a los familiares del niño, de llegar a sus ojos o a sus oídos. Es la famosa técnica de apagar fuegos con gasolina. Por tanto, traigo la moraleja que extrajo el rapaz Cadaval porque da que pensar sobre el humor negro, la libertad de expresión, sus límites y la moral paradójica de esa parte de la audiencia tan enchufada al primetime de cualquier tragedia como al linchamiento de quien se atreva a devolverle, empapado de ácido, su propio reflejo.

Titulo este artículo Apología de Camilo de Ory, más que por compararme con Platón (que, como saben, ofreció su versión de la de Sócrates), para demostrarles que la raza degenera: De Ory no es precisamente un Sócrates, aunque ambos coincidan en tener una extraña personalidad, ganarse a pulso enemistades inquebrantables, tocar las narices, haber sido acusados de impiedad y no encontrarse entre los atenienses más guapos. Por lo demás, no se parecen ni en el blanco de los ojos. Y yo tampoco es que sea Platón, ni escribo en nombre de un caso en concreto, sino del de cualquiera que nos invite a pensar en el fondo de la cuestión. Un poner: cuando una está tan tranquila, gozando del repertorio de una callejera del carnaval de Cádiz y, de pronto, siente tentaciones de pedir al de al lado que, por favor, no suba a Youtube lo que acaba de grabar porque puede meter a la agrupación en un problema innecesario, saltan las alarmas internas: ¿en qué medievo nos estamos metiendo en esta era de la retuiteabilidad?

La explicación la dio el propio de Ory en su momento, en una entrevista a Juan Soto Ivars: “Los textos buscaban, por un lado, señalar e hiperbolizar el circo mediático que se había formado alrededor de un caso completamente artificial. A nadie le cabía duda de que el pobre niño no podía estar vivo pasadas unas horas desde que cayó al pozo, y aun así el chicle se estiraba obscenamente por la audiencia, es decir, por el dinero. Por otro lado, y ante todo, apuntaba a la hipocresía de los bondadosos de salón, que sin tener la menor relación con el crío, fingían sentidísimas lágrimas de dolor, que se tornaban amenazas de muerte en cuanto leían algo de lo que había escrito. Es decir, el objeto del chiste no era Julen, ni su familia ni nadie cercano a ellos, sino el propio receptor del chiste”. Los dardos, lanzados desde un perfil con un número no excesivo de seguidores, no tenían por blanco a la familia, pero el relanzamiento de los mismos a través de ciertos medios de comunicación y de espontáneos guardianes de la moral, alcanzaron de lleno a los padres. Podía pasar. Y pasó, con el concurso de quienes, escandalizados, en defensa de los valores más altos, acercaron la espada al pecho lastimado. He aquí la torpe paradoja.

Lo curioso es que Camilo de Ory no hace esto por dinero, ni por ganar seguidores, y me temo que tampoco por prestigio; el malditismo en la literatura hace décadas que cayó en desgracia

Explicaba Erika Martínez, allá por 2012, en uno de sus acertados artículos académicos, que ya por entonces De Ory había “creado un auténtico sosias electrónico, que esgrime lo grotesco y la parodia contra lo políticamente correcto”. Cualquiera que revise el perfil del sosias virtual que Camilo de Ory crea y recrea a cada golpe de estado en Facebook o cada tuit, puede entender sin demasiada dificultad que ofrece, retórica y provocativamente, un espejo al que los más incautos, antes de entender de qué va el juego, tienden a escupir. De Ory, en una ficción de no-ficción, prueba a escandalizar a los menos audaces de cualquier movimiento político, social o artístico, cosa fácil, pues a más gazmoña es la sociedad, más fácil es provocarla. No deja títere con cabeza. Eso sí que es danger art: a más de uno hemos visto jurarle muerte segura si lo pilla. Lo curioso es que Camilo de Ory no hace esto por dinero, ni por ganar seguidores, y me temo que tampoco por prestigio; el malditismo en la literatura hace décadas que cayó en desgracia.

Según leo, a Camilo de Ory le quedan instancias donde recurrir la condena y volver a explicar los argumentos de su defensa. La noticia ha reavivado las furias de quienes, en nombre de los valores más altos, le desean lo peor. Pero también ha despertado la reflexión en torno al humor negro, la expresión y la reverberación gigante de los habitantes de esta extraña caverna de Platón. Leo uno de los últimos posts del flamante condenado, en los que sigue riéndose hasta de su propia sombra: “Si me enviáis un pastel con una lima, seré el preso con las uñas más bonitas de la cárcel”. De ello no nos cabe la más mínima duda.

Cuenta el gran Quico Cadaval en uno de sus conversatorios cuál fue la primera lección de moral de su vida. Estando él chiquito, una tarde caliginosa se escondió tras las balas de paja del cobertizo, desde donde vio cómo su tía Manuela mataba una gallina por el tradicional método de rebanarle el pescuezo con un cuchillo. La gallina, ya sin cabeza, quiso zafarse de las manos de su ejecutora, a la que le puso la cara perdida de sangre. Al pequeño voyeur, quizá de la impresión, se le escapó una risa. Entonces, la tía Manuela advirtió la presencia del graciosín entre la paja y fue a reprenderle: “Quiquiño: ¡no está bien que te rías de la pobre gallinita!”. “Fue cuando aprendí –nos contaba- que hay personas para las que reírse es más grave que matar”.

Esta fábula doméstica se me ha venido a la cabeza varias veces desde que ha salido la noticia de que Camilo de Ory ha sido condenado a 18 meses de cárcel por aquellos chistes macabros que publicó en tuits durante el rescate del niño Julen, en aquellos días de enero de 2019 de infausto recuerdo por dos motivos: el importante, que el pequeño falleció. Y el subsidiario: la cobertura mediática, por días y más días, de aquella tragedia nos hizo recordar El gran carnaval, de Billy Wilder, y entender que, si la sociedad y algunos medios han cambiado, no ha sido para mejor. Al señor De Ory, reírse le va a salir caro.