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Bofetadas sin manos

23 de noviembre de 2021 20:41 h

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Mi amiga hizo un silencio largo; el tema que tratábamos era duro. A continuación, habló: “Estoy segura de que, si él le hubiese levantado la mano, ella hubiera tardado cero-coma en ponerlo en lo ancho de la calle y denunciarlo en la comisaría. Sin embargo, como las bofetadas que recibía de aquel tipejo eran sin manos (desprecios cotidianos, plantones, culpabilización, gestos para enfermarla de celos, cargarla con todas las responsabilidades, insultos, amenazas veladas, maltrato a los hijos en común, la indiferencia alternada con promesa estelares de amor eterno y otros juegos de poder), ella no podía reconocerse como víctima de una violencia que le estaba quitando poco a poco la vida, y reaccionar así con contundencia ante su situación de maltrato. Y, claro, enfermó”. Qué alta y tosca está aún la línea roja a partir de la cual comenzamos a hablar de violencia machista, para lo perversa, sutil y letal que ésta puede llegar a ser por debajo del umbral de la agresión física.

Identificamos y nos acordamos de la violencia de género –quien la identifica y no la niega, que ya saben que negarla es un fenómeno que comienza a expandirse paralelamente al avance de la ultraderecha y de sus metástasis en cierta derecha que se disfraza de moderada- cuando la noticia de un nuevo asesinato machista nos vuelve a revolver las tripas. Reconocemos como agresión machista aquella que se tramita a palos o puñaladas y que, por tanto, es sonada y visible. Pero apenas reconocemos como agresiones aquellas que no dejan marcas en la piel. Digo más: la violación que se produce en el seno de una pareja estable, en no pocas ocasiones tampoco es vista como violación, ni por parte de la víctima ni, por supuesto, por parte del agresor. No pocas personas aún lo ven como una de esas cosas disculpables que pasan en la alcoba. Quiero pensar que hablo en un presente a punto de ser pasado; que la mentalidad, la actitud, la concienciación y la tolerancia de nuestra sociedad ante la violencia de género ha dado un buen paso en los últimos años. El problema es que veníamos de demasiado lejos, que la violencia machista ha sido un fenómeno normalizado no solo en España, también en el resto del mundo –incluidos por supuesto los idílicos Estados Unidos y los civilizadísimos países del norte de Europa- hasta antier. Recuerdo un hecho imborrable de mi edad chiquita: en el bar donde, una noche, tomaba una tapa junto a mis abuelos, el dueño del local le cruzó la cara de dos guantadas a su esposa en público, por no sé qué de un plato que no marchaba a tiempo. La mujer, y no él, fue la que salió corriendo -las manos en la cara, las lágrimas corriéndole- avergonzadísima por lo que acababa de vivir. Él siguió despachando tranquilamente unos zuritos. Nadie hizo nada. Todo lo demás fue un silencio espeso.

Reconocemos como agresión machista aquella que se tramita a palos o puñaladas y que, por tanto, es sonada y visible. Pero apenas reconocemos como agresiones aquellas que no dejan marcas en la piel

El maltrato psicológico es una de las formas más extensas que toma la violencia contra las mujeres. Sin embargo, aún continúa siendo profundamente invisible, innombrado, aún no sale del todo a la superficie. En cierta medida se continúa viendo, si no “normal”, al menos tolerable o llevadero. El maltrato psicológico y el abuso emocional como formas de violencia de género vienen disculpadas con un “no es para tanto”, “te lo has tomado a la tremenda”, “tú ya sabes cómo es, hay que saber llevarlo”, “si sabes que ha llegado a casa con el pie cambiado, ¿para qué le reprochas nada?”, “solo es inseguridad masculina, no se lo tomes a mal”. Incluso, hay quienes ironizan de esta guisa: “Ahora, si no le das la razón a tu mujer o le dices que es una loca, una gorda y una fea, lo mismo hasta te mete en la cárcel”: eso es una mentira del tamaño de Chicago; el maltrato psicológico tiene difícil recorrido en los juzgados por la necesidad de largas investigaciones y por falta de formación de jueces y fiscales. Muchas mujeres jamás denunciarán que los duros golpes los reciben en la estima, en la esperanza y en el ánimo.

Aún no llamamos del todo a esta violencia por su nombre. Así tampoco sus víctimas pueden reconocerse como tales hasta que el daño psicológico ha hecho mella visible en ellas. Como decía, las grandes dificultades para probarlo en los juzgados es uno de los obstáculos –grandes- de la lucha contra la violencia de género; pero el problema es más hondo: el abuso emocional y el maltrato psicológico como arma contra la integridad y la dignidad de las mujeres siguen pasando desapercibidos para la sociedad y para las propias víctimas.

[Nota de don Pero Grullo, autor imprescindible en estos tiempos raros: por supuesto que existen las agresiones física, psicológica, institucional y sexual fuera de la violencia machista; qué es si no el bullying, el mobbing, la segregación racial o la pederastia. La violencia es un mero instrumento de poder y sometimiento, y como tal, el patriarcado la ha empleado contra las mujeres natural y sofisticadamente a lo largo de la Historia. Fin de la glosa].

A las puertas de este 25N, pongo el acento en esta forma que toma la violencia contra las mujeres. Gracias a la labor de profesionales feministas de disciplinas como la psicología, el derecho, la comunicación o la filosofía, entre otras, la sociedad va despertando ante el uso de esta manera de someter a las mujeres por parte de quienes juran amarlas “a su manera” y, literalmente, hasta la muerte.

Mi amiga hizo un silencio largo; el tema que tratábamos era duro. A continuación, habló: “Estoy segura de que, si él le hubiese levantado la mano, ella hubiera tardado cero-coma en ponerlo en lo ancho de la calle y denunciarlo en la comisaría. Sin embargo, como las bofetadas que recibía de aquel tipejo eran sin manos (desprecios cotidianos, plantones, culpabilización, gestos para enfermarla de celos, cargarla con todas las responsabilidades, insultos, amenazas veladas, maltrato a los hijos en común, la indiferencia alternada con promesa estelares de amor eterno y otros juegos de poder), ella no podía reconocerse como víctima de una violencia que le estaba quitando poco a poco la vida, y reaccionar así con contundencia ante su situación de maltrato. Y, claro, enfermó”. Qué alta y tosca está aún la línea roja a partir de la cual comenzamos a hablar de violencia machista, para lo perversa, sutil y letal que ésta puede llegar a ser por debajo del umbral de la agresión física.

Identificamos y nos acordamos de la violencia de género –quien la identifica y no la niega, que ya saben que negarla es un fenómeno que comienza a expandirse paralelamente al avance de la ultraderecha y de sus metástasis en cierta derecha que se disfraza de moderada- cuando la noticia de un nuevo asesinato machista nos vuelve a revolver las tripas. Reconocemos como agresión machista aquella que se tramita a palos o puñaladas y que, por tanto, es sonada y visible. Pero apenas reconocemos como agresiones aquellas que no dejan marcas en la piel. Digo más: la violación que se produce en el seno de una pareja estable, en no pocas ocasiones tampoco es vista como violación, ni por parte de la víctima ni, por supuesto, por parte del agresor. No pocas personas aún lo ven como una de esas cosas disculpables que pasan en la alcoba. Quiero pensar que hablo en un presente a punto de ser pasado; que la mentalidad, la actitud, la concienciación y la tolerancia de nuestra sociedad ante la violencia de género ha dado un buen paso en los últimos años. El problema es que veníamos de demasiado lejos, que la violencia machista ha sido un fenómeno normalizado no solo en España, también en el resto del mundo –incluidos por supuesto los idílicos Estados Unidos y los civilizadísimos países del norte de Europa- hasta antier. Recuerdo un hecho imborrable de mi edad chiquita: en el bar donde, una noche, tomaba una tapa junto a mis abuelos, el dueño del local le cruzó la cara de dos guantadas a su esposa en público, por no sé qué de un plato que no marchaba a tiempo. La mujer, y no él, fue la que salió corriendo -las manos en la cara, las lágrimas corriéndole- avergonzadísima por lo que acababa de vivir. Él siguió despachando tranquilamente unos zuritos. Nadie hizo nada. Todo lo demás fue un silencio espeso.