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Burocracia que mata
Casi 40.500 personas murieron el año pasado en España esperando una ayuda a la dependencia. Como se trata de una ayuda que tramitan las Comunidades, cabría esperar que algo así sucediera principalmente en la Comunidad de Madrid. A fin de cuentas, su presidenta dio la orden en pandemia de dejar morir a más de 7.200 ancianos, en lugar de trasladarlos a hospitales, donde se estima que habrían sobrevivido unos 4.600. Los datos, sin embargo, resultan abrumadores: esas cerca de 40.500 personas que murieron en 2023, 111 al día, se distribuyen por todas las autonomías. Yo mismo, como seguro que le sucede a muchos de quienes lean esta columna, conozco algún caso.
La burocracia en España ha sido tradicionalmente un lastre que en ocasiones llega a puntos esperpénticos. Ciertamente, se arrastran problemas estructurales que han impedido una modernización adecuada, a pesar de los indudables avances. Sin embargo, en demasiadas oportunidades el problema es otro, y viene de raíz: se diseñan mecanismos burocráticos que, si pensamos mal, aunque solo un poco, parecerían concebidos para impedir, precisamente, el desarrollo de la medida a la que van destinados.
El Ingreso Mínimo Vital es uno de esos ejemplos. Ya ha sufrido no sé cuántas modificaciones porque la mayor parte de sus potenciales beneficiarios no se enteraban de cómo acceder a él. No se trata ya de que los requisitos de acceso sean cruelmente restrictivos, cuando no absurdos (¿por qué, por ejemplo, no pueden acceder todos los mayores de edad en situación de pobreza, sino solo los mayores de 21 años?).
Se supone que la burocracia persigue dos fines fundamentales: la igualdad y el garantismo (...) La pandemia demostró hasta qué punto esos dos principios se pueden cumplir sin convertir la burocracia en un laberinto desesperante
Se trata, sobre todo, de la cantidad de trámites y documentación que se exige a los solicitantes, lo que en la época de la telematización y las ventanillas únicas no se termina de entender. Las más de las veces, la propia Administración tiene acceso con mucha mayor facilidad a los documentos que exige a cualquier solicitante.
Se supone que la burocracia persigue dos fines fundamentales: la igualdad y el garantismo. Que todo el mundo tenga que pasar por los mismos trámites, no saltarse la cola, y que todo ese papeleo sirva para evitar arbitrariedades y justificar la ayuda concedida en documentación acreditada. La pandemia, sin embargo, demostró hasta qué punto esos dos principios se pueden cumplir sin convertir la burocracia en un laberinto desesperante. De pronto, multitud de trámites que antes exigían presencialidad, se resolvían de forma telemática, al tiempo que se simplificaron notablemente y no se dañaba el principio garantista.
Uno pensaría también que la redacción de algunas normativas públicas está concebida para que los legos no nos enteremos muy bien
En unas semanas, cuando arranque la campaña de la renta, miles de personas nos tendremos que enfrentar a un problema más de la burocracia: el lenguaje, tantas veces ridículamente retorcido. En algunos países nórdicos, de hecho, ya cuentan con comisiones especiales para “traducir” a una lengua entendible por cualquiera toda la legislación y campañas como esta de la renta, por ejemplo. Y es que, en efecto, uno pensaría también que la redacción de algunas normativas públicas está concebida para que los legos no nos enteremos muy bien.
Recuerdo aún una notificación que me envió la Agencia Tributaria hace un par de años. Ninguno de los amigos a los que pregunté, todos con estudios superiores en diferentes ramas, fue capaz de desentrañar su significado, hasta que por fin la abogada del grupo nos lo tradujo. Básicamente tenía que devolver firmado un papelito, pero no debía de haber otra manera de expresarlo. Supongo que igualmente muchos de quienes leen esto habrán tenido experiencias similares.
Los presupuestos que se iban a negociar, pero que parece que finalmente se van a prorrogar debido a la marejada del adelanto electoral en Cataluña, contemplaban un significativo aumento para aligerar estas listas de espera en la ayuda a la dependencia. Es deseable, ya que, a estas alturas de legislación, estamos hablando sobre todo de elecciones autonómicas, de las guerras en las que estamos implicados (Ucrania y Gaza, porque a Israel le seguimos enviando armamento, por cierto), los koldos y el novio de la de la fruta… Y cómo no, de la ley de amnistía.
Esa ley se ha redactado y tramitado en tiempo récord, así que tengo una idea loca. Igual, con 111 muertes al día, también se podrían aligerar trámites y plazos con la ley de la ayuda a la dependencia. Claro que para ello habría que darle la misma importancia a esos 111 muertos diarios.
Casi 40.500 personas murieron el año pasado en España esperando una ayuda a la dependencia. Como se trata de una ayuda que tramitan las Comunidades, cabría esperar que algo así sucediera principalmente en la Comunidad de Madrid. A fin de cuentas, su presidenta dio la orden en pandemia de dejar morir a más de 7.200 ancianos, en lugar de trasladarlos a hospitales, donde se estima que habrían sobrevivido unos 4.600. Los datos, sin embargo, resultan abrumadores: esas cerca de 40.500 personas que murieron en 2023, 111 al día, se distribuyen por todas las autonomías. Yo mismo, como seguro que le sucede a muchos de quienes lean esta columna, conozco algún caso.
La burocracia en España ha sido tradicionalmente un lastre que en ocasiones llega a puntos esperpénticos. Ciertamente, se arrastran problemas estructurales que han impedido una modernización adecuada, a pesar de los indudables avances. Sin embargo, en demasiadas oportunidades el problema es otro, y viene de raíz: se diseñan mecanismos burocráticos que, si pensamos mal, aunque solo un poco, parecerían concebidos para impedir, precisamente, el desarrollo de la medida a la que van destinados.