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¿Deben las víctimas de los crímenes decidir qué se censura?

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Hace poco la madre de un crío asesinado nos pedía, al borde de las lágrimas, ayuda para no sufrir un dolor añadido. La madre de aquel niño almeriense de 8 años al que se buscó 12 días y que apareció muerto necesitaba impedir el rodaje de una serie sobre el crimen por una productora que, según denunció, ya había contactado y pensaba pagar a la asesina de su hijo. Ante ese dolor suyo perpetuo, el mayor posible, inimaginable, inconsolable, que ojalá ninguna madre ni padre jamás padeciera, brota solidaridad inmediata. Antes incluso de que ella nos pida a las demás madres ponernos en su piel y ayudarla a lograr un pacto de Estado que limite los ‘true crime’.

La petición de esta madre sufriente, realizada en el Senado cuando, según ella dijo, la productora ya había accedido a parar el proyecto fue, primero, recibida con respetuosa aquiescencia de estilo “quien calla otorga”; luego, sepultada por la avalancha de hechos y polémicas de la abrumadora actualidad. El tema, pues, se ha cerrado en falso. Es incómodo introducir el menor matiz. También para mí. Pero mi convicción me obliga. Una convicción creativa y democrática. Una que podemos compartir creadora/es de contenidos, escritoras y guionistas, tanto de documentales como de ficciones. Y también, tal vez, si lo reflexionamos juntos, quienes no siendo profesionales de la narración de historias, sois apasionados lectores, oyentes y espectadores.

La cuestión es: ¿deben las víctimas de los crímenes ser quiénes decidan qué historias se pueden contar y cuáles no? ¿Conviene dejar en sus manos la potestad de imponer limitaciones culturales o es tan mala idea como que ellos, con su herida en carne viva, dictaran la legislación penal? ¿Qué precio conlleva que la sociedad y el Estado, solidarizándose con el dolor de las víctimas, impulsen la censura previa?

No todo lo indignante es delito

Vaya por delante que coincido con mi paisana andaluza Patricia Ramírez en que el desaforado éxito de lo truculento habla mucho y mal de nosotros como sociedad. Hace años que rechazo ese mantra de cierta industria cultural que dicta que “lo que vende” es la distopía, la ambigüedad ética, las aristas del mal frente a lo utópico, a lo comprometido y fraterno que es tachado despectivamente de “buenista”.

De hecho, mis tres novelas y el documental que coescribí están protagonizados por hombres y mujeres justos, idealistas, transformadores sociales, inspiradores y a la vez por supuesto complejos, que siendo así interesan y emocionan a tanto público como para que yo pueda seguir escribiendo y publicando historias.

A mí el éxito de lo truculento me habla mal de nuestra sociedad y yo niego el mantra de que “venden más” las aristas del mal que historias esperanzadoras, pero no se puede caer en tachar todo lo no edificante de delito.

No me gusta, no consumo y no trabajo la épica de lo maligno. Pero que yo y otros podamos considerarla poco constructiva, equivocada, dañina no la convierte en delito. Las ideas no deben ser perseguidas, ni penadas, sino confrontadas con otras mejores. Delitos son hechos concretos, que se han producido, que se comprueba que han dañado a alguien, según la ley y el criterio jurídico, y que lo han hecho sin aportar verdad, ni servicio a la sociedad.

Una obra no es su tema sino su materialización concreta

Os propongo algo: pensemos en la cantidad y calidad de creaciones literarias, teatrales, cinematográficas, televisivas que no existirían, ni existirán, si deben ser autorizadas por las personas que las inspiran y que se sienten lastimadas. Obras morbosas sobre lo maligno pero también otras que, sin exaltar la perversión, la abordan, y que a mí, estas sí, en muchos casos me interesan y emocionan.

A raíz de la denuncia de esta madre de Almería se ha apuntado que no solo el retrato fidedigno de un suceso, sino una ficción cuyo referente real sea reconocible, puede causar tal dolor que debe impedirse. Y en la cercana Portugal ya existe el caso de la película Amor Impossível de António-Pedro Vasconcelos, inspirada en el asesinato real de una joven en 2009, pero con personajes de nombres distintos a los auténticos, que fue denunciada por la madre de la víctima en una sucesión de juicios hasta 2022.

Las novelas, películas o series sobre sucesos, masacres, golpes de Estado, guerras, terrorismo… nos interpelan a todos como sociedad pero remueve más a quienes han sufrido esas violencias. ¿Cercenamos entonces esos temas?

¿Asumimos quedarnos sin las novelas A sangre fría de Capote y El adversario de Carrère, sin las películas La lista de Schindler de Spielberg o La vida es bella de Benigni, sin la serie Exterminad a todos los salvajes, de Raoul Peck, sin la crónica La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska? ¿O sin la reciente, española y multipremiada cinta As bestas de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña inspirada en el asesinato real de un holandés afincado en Galicia por sus vecinos lugareños?

¿Borraríamos novelas, películas y series creados sobre hechos reales criminales como "A sangre fría" de Capote, "La lista de Schindler" de Spielberg o "As bestas" de Sorogoyen? ¿Vamos a perdernos obras futuras así vetándolas de antemano?

Esas obras e incontables otras han explorado simas de la perversidad real y, en tanto que han sido éxitos, han generado ingresos, dinero, ganancias. Pero no son obras abyectas, mercenarias, obras que merecerían no haber nacido, mucho menos delitos a prohibir.

Pensando crear una obra sobre un determinado crimen se puede acabar haciendo un libro o película que sea apología del asesino pero también, por el contrario, radiografía de su degradación moral, ya sea solo individual o además conectada a la de toda una sociedad, o un canto a la víctima, a su familia desgarrada y resistente, a su entorno justo y no vengativo. Depende. ¿De qué? De las motivaciones, del talento y de los recursos de los creadores.

El peligro de la censura previa

Sin libertad no se puede crear. La libertad tiene y debe tener límites, por supuesto. La censura previa no debe ser uno de ellos.

En la España de 2018 una jueza ejecutó el secuestro del libro Fariña donde el compañero periodista Nacho Carretero retrataba la historia del narcotráfico gallego. La jueza actuó tras la demanda del exalcalde de O Grove, José Alfredo Bea Gondar, que consideraba dañado su honor. El libro, con versión televisiva, estuvo tres meses sin venderse, hasta que la Audiencia de Madrid falló a favor de Carretero. Aplicar la censura previa a Fariña, como a cualquier otra obra, supone negarle la oportunidad de existir y de ser juzgada por lo que es.

Implica otro peligro: la autocensura. Por mi experiencia sé que al escribir novelas siempre temes a quiénes molestarás por los personajes reprobables que hay en las obras como en la vida. En mi última novela, Horizonte, como en la previa, El granado de Lesbos, aparecen políticos con sus nombres o muy reconocibles ejecutando innobles traiciones a los derechos humanos. En la primera, Lazos de humo, escribí de alguien tan inspirado en uno de mis abuelos que lleva su nombre y además sale, como él hizo, el 18 de julio del 36, a pegar tiros con los falangistas de Sevilla -él, que era a la vez, cariñoso padre de familia y un queridísimo profesor de Literatura y Filosofía.

Siempre agradeceré la generosa unanimidad de toda mi familia, con gentes de derecha e izquierda, para aceptar sin reproche ver así de expuesto aquel comportamiento sombrío del abuelo. Implica una profunda comprensión de qué conlleva crear y un alto compromiso con la importancia de las creaciones libres para la democracia.

Creamos historias, como autores, y las cocreamos como lectores y espectadores porque es una necesidad humana, de un alimento distinto y complementario al que nutre nuestro físico. Nos gustan, luminosas y sombrías, y nos transportan y nos hacen reflexionar y nos cuestionan. Hay bazofias, indignidades, obras que atentan contra derechos y personas. Que deben tener su respuesta. Social y legal, según cada caso. Pero de verdad creo que sería muy desgraciado que ciegos de dolor cayéramos en la trampa de la censura.

Hace poco la madre de un crío asesinado nos pedía, al borde de las lágrimas, ayuda para no sufrir un dolor añadido. La madre de aquel niño almeriense de 8 años al que se buscó 12 días y que apareció muerto necesitaba impedir el rodaje de una serie sobre el crimen por una productora que, según denunció, ya había contactado y pensaba pagar a la asesina de su hijo. Ante ese dolor suyo perpetuo, el mayor posible, inimaginable, inconsolable, que ojalá ninguna madre ni padre jamás padeciera, brota solidaridad inmediata. Antes incluso de que ella nos pida a las demás madres ponernos en su piel y ayudarla a lograr un pacto de Estado que limite los ‘true crime’.

La petición de esta madre sufriente, realizada en el Senado cuando, según ella dijo, la productora ya había accedido a parar el proyecto fue, primero, recibida con respetuosa aquiescencia de estilo “quien calla otorga”; luego, sepultada por la avalancha de hechos y polémicas de la abrumadora actualidad. El tema, pues, se ha cerrado en falso. Es incómodo introducir el menor matiz. También para mí. Pero mi convicción me obliga. Una convicción creativa y democrática. Una que podemos compartir creadora/es de contenidos, escritoras y guionistas, tanto de documentales como de ficciones. Y también, tal vez, si lo reflexionamos juntos, quienes no siendo profesionales de la narración de historias, sois apasionados lectores, oyentes y espectadores.