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Desazón por el crimen machista que no cesa

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Un día de finales de los ochenta en una barriada de una capital del sur de España. Un hombre joven mata a su mujer de un disparo con una escopeta por la espalda y retiene a su cuñada y a su hijo pequeño durante 18 horas. En este tiempo, agentes de varios cuerpos policiales acordonan la vivienda y los periodistas aguardan tras el cinturón de seguridad el desenlace de los acontecimientos.

Durante horas no se sabe si las dos mujeres están muertas o vivas y una joven periodista de provincias vive con angustia este llamado entonces “suceso”. Tras negociaciones infructuosas con el atrincherado, los agentes logran entrar y desarmarle. El niño está vivo y la cuñada también. La periodista escribe una crónica que saldrá al día siguiente en papel con la adrenalina de un enviado especial de guerra. No es consciente aún de que lo que está relatando no es un suceso, sino un episodio desgraciado mucho más frecuente de lo que imagina de la violencia específica que sufren las mujeres víctimas de la cultura patriarcal y machista.

Un día de los primeros años noventa. Un pueblo del sur. La misma periodista de provincias conduce un Opel Corsa gris hasta un cementerio. Una mujer se ha suicidado. Habla con ancianos de rostros serios sentados en un banco de piedra encalada. Observa a dos adolescentes cabizbajos y desconsolados en el barullo de gente. Un hombre delgado llora con aspavientos y dos agentes de distinto cuerpo policial le sostienen por las axilas hasta llevarlo a un coche. Surge la duda de si le consuelan o le detienen.

La periodista sospecha que es el marido de la mujer, que meses antes fue detenido tras dispararle con una escopeta, aunque el tiro resultó fallido. También sabe por el abogado que las presiones familiares hicieron a la mujer retirar la denuncia y regresar con el maltratador. No lo soportó y acabó quitándose la vida. La periodista sigue al vehículo policial hasta una barriada y allí los agentes dejan al hombre en una casa, la suya, imagina.

No le han detenido; da la vuelta al coche y se va por la carretera de salida del pueblo; los agentes se percatan de la maniobra y persiguen al Opel Corsa y hacen aparcar a la conductora en una cuneta. “¡Soy periodista!”, dice al bajar la ventanilla más asustada que un conejo lejos de la madriguera. Los agentes le instan a marcharse. No había móviles, claro; corre como polvorilla por la carretera comarcal y al llegar a su casa llama al jefe y le cuenta lo sucedido. “¿Qué escribo?”. “No escribas nada”.  

Entonces, en aquellos primeros noventa, ya sí se empezaban a calificar los crímenes contra mujeres cometidos por hombres como algo diferente a un suceso de índole pasional, pero llamado aún “violencia doméstica”. Los medios de comunicación hacían visibles de forma tímida y reticente los “malos tratos” como un problema de la sociedad y las instituciones daban los primeros pasos para abordarlo de forma específica, como a través de la llamada Comisión de Investigación de Malos Tratos a la Mujer y en jornadas “sobre violencia y mujer”.

“86 mujeres mueren en España en 1993 por malos tratos”, dice un titular de prensa en febrero de 1994. Casi todas las violencias son por armas blancas o de fuego. La denuncia de Ana Orantes de 40 años de vejaciones y golpes en Canal Sur en 1997 le costó la vida con una modalidad distinta y cruel: su marido la roció con gasolina, prendió el mechero y la quemó viva.

En su 25 aniversario hay coincidencia en situar este crimen como un antes y un después de la toma de conciencia sobre la violencia machista, aunque en los medios informativos en su día aún se justificó como un suceso provocado por una discusión de la víctima con el agresor. Lo cierto es que aún se tardaron varios años, hasta diciembre de 2004, durante el primer gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, en aprobarse la primera ley específica de medidas de protección integral contra la violencia de género; vino luego el teléfono gratuito 016 de auxilio y denuncias.

Una norma que tuvo réplica en las comunidades, como la de 2007 de Andalucía. El Convenio del Consejo de Europa en Estambul para la prevención y combate de la violencia contra las mujeres no llegó hasta 2011. 

Desde entonces, han sido numerosas las iniciativas y servicios para evidenciar que sí hay una violencia específica contra las mujeres y prevenirla y erradicarla en todas las instancias, desde la gubernamental, policial, judicial y parlamentaria, incluido un plan nacional refrendado durante el Gobierno de Mariano Rajoy por todos los partidos. Casi 20 años de políticas activas no sin obstáculos.

La aparición de Vox y su influencia primero en el Parlamento andaluz, después en el de Madrid y ahora en el de Castilla León ha estado a punto de hacer claudicar al PP en la voz unánime y contundente. El Gobierno de Juanma Moreno cedió cuando en la pasada legislatura dependía de Vox a su pretensión de un teléfono de violencia intrafamiliar para silenciar el de la violencia de género. “También hay violencia sobre el propio hombre. De hecho, sufre incluso más agresiones que nosotras”, llegó a manifestar la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en 2021. 

La estadística desde 2003 de 1.179 asesinatos es tan pavorosa que tibiezas como las del PP en Andalucía y Castilla León o frases abyectas como la de Ayuso invitan a la incertidumbre sobre cómo se afrontará la política contra la violencia de género si Alberto Núñez Feijóo gobierna con Vox en la próxima legislatura, como apuntan algunas encuestas. Y tampoco ayuda la cruda realidad.

A dos días de final de año, ya son 47 los asesinatos en 2022. Todos con historias tristísimas, como la de la mujer de 32 años asesinada a cuchilladas en Escalona (Toledo) la tarde del pasado miércoles por su exmarido delante de sus dos hijos adolescentes. Y con una variante de terror nueva y escalofriante al matar también a su bebé a pocos días de nacer. 

Han pasado más de treinta años desde aquellas primeras crónicas de violencia contra mujeres de esta periodista de provincias. Aún no habían nacido muchas de las mujeres asesinadas de los últimos años, incluida la de Escalona. Las historias de ahora me recuerdan a las de entonces, con niños ateridos y adolescentes silenciosos y cabizbajos siendo testigos cuando no víctimas y sufriendo. Como si pese a todo lo hecho, no hubiera servido. Sí, sé que todas esas medidas han salvado a muchas mujeres, pero una sola vida truncada entraña algo de fracaso. Y solo puedo confesar una desazón inmensa.  

Un día de finales de los ochenta en una barriada de una capital del sur de España. Un hombre joven mata a su mujer de un disparo con una escopeta por la espalda y retiene a su cuñada y a su hijo pequeño durante 18 horas. En este tiempo, agentes de varios cuerpos policiales acordonan la vivienda y los periodistas aguardan tras el cinturón de seguridad el desenlace de los acontecimientos.

Durante horas no se sabe si las dos mujeres están muertas o vivas y una joven periodista de provincias vive con angustia este llamado entonces “suceso”. Tras negociaciones infructuosas con el atrincherado, los agentes logran entrar y desarmarle. El niño está vivo y la cuñada también. La periodista escribe una crónica que saldrá al día siguiente en papel con la adrenalina de un enviado especial de guerra. No es consciente aún de que lo que está relatando no es un suceso, sino un episodio desgraciado mucho más frecuente de lo que imagina de la violencia específica que sufren las mujeres víctimas de la cultura patriarcal y machista.