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Cuando Dios fue argentino

No cabe duda de que Bergoglio era un currante. Dejó los pasos de Semana Santa recogidos y a Cristo resucitado, para ponerse triste como un sauce, según Georges Brassens, el día en que habría de llamarlo Dios para decirle, con el acento paisano de Claudina y Alberto Gambino: “Veníme a ver a donde estoy”.
Su muerte es un éxito, sin duda, que debe apuntarse la administración Trump: ha bastado una visita de J.D. Vance, vicepresidente de los Estados Unidos, para que el Papa Francisco haya sido deportado como inmigrante, al otro mundo. La policía, de momento, no cree que haya causa o efecto ni que quepa inferir que se trate de un sucubo, en guisa de ángel exterminador. El comisario Salvo Montalbano me ha comentado al respecto que era demasiado obvio como para que cupiera imputarle el crimen. Que muy distinto habría sido si Vladimir Putin hubiera acudido al Vaticano para rendirle homenaje a los célebres venenos de la familia Borgia.
En cualquier caso, el Sumo Pontífice ya es difunto y ahora reina en las pantallas la jeta patrióticamente molletosa del cardenal irlandés Kevin Farrell, con nombre de cantautor celta, haciendo los arreglos necesarios para el viejo ritual: a Papa muerto, Papa puesto, fumata blanca, ya saben, ese formidable frufrú de capas, tirillas y brilli-brilli, un espectáculo ceremonial que sólo la Iglesia Católica y la Corona de Inglaterra son capaces de organizar conforme a la pompa y al boato que corresponde a la Edad Media.
Qué pena que ya le pille in artículo mortis y no sea misacantano, pero el sucesor natural para la cátedra de San Pedro sería Pepe Mújica. A fin de cuentas, se trata de dos yayoflautas, cada uno en lo suyo, con sus luces y sus sombras, pero ejemplares de un código de conducta que cada día guarda menos relación con una sociedad como la nuestra, tan parecida a Matrix, con un montón de locos glamourosos pegando saltos por las paredes del mundo.
Cabría preguntarse por qué el Papa del Fin del Mundo nunca visitó España. Puede que fuera por no partir peras con Pedro Sánchez o con Carmen Calvo, o por no comulgar con las ruedas de molino de Alberto Núñez Feijoo, que quiso inútilmente que peregrinase a Santiago
Francisco fue un Papa sin numeración y quienes le conocieron de cerca afirman que fue un buen tipo, como a él le hubiera gustado que le recordaran. Que hizo lo que pudo al frente de una multinacional cuyo CEO está en el cielo y que, después de dos mil años de historia, tiene demasiados achaques como para ponerse a perrear un regetón. Pero le pasó una mano de minio por sus viejas herrumbres y logró que Jesucristo, de vez en cuando, dejara la sacristía y se diera un paseíto por las plazas del pueblo.
Fue radical, en el mejor sentido de la palabra radical, en cuanto a su fe, más basada en los mesías que andaban sobre el mar que en aquellos que reinterpretaron con colmillos retorcidos las palabras del evangelio: “Dejad que los niños se acerquen a mi”.
A los woke, eso sí, nos hizo su mijita de competencia desleal, porque tampoco cabe esperar que el sucesor de Pedro se convierta en Fermín Salvochea. Que fue demasiado contemplativo con los milicos de su tierra, murmullan sus detractores: como tantos, entonces, y no sólo en Argentina, lamentablemente. Sin embargo, logró orear del desván al concilio Vaticano II y poner muy nerviosa a la curia, no sólo a la romana. Eso fue divertido.
Cabría preguntarse por qué el Papa del Fin del Mundo nunca visitó España. Puede que fuera por no partir peras con Pedro Sánchez o con Carmen Calvo, o por no comulgar con las ruedas de molino de Alberto Núñez Feijoo, que quiso inútilmente que peregrinase a Santiago. Claro que también cabe pensar que un jesuita sigue guardándole tiña a este país por haber expulsado a la compañía. O que no tenía la más mínima intención de reírle las gracias a una Conferencia Episcopal tan punki como la nuestra. Pero yo creo tener la respuesta: nunca nos perdonó que les mangáramos a Maradona. A fin de cuentas, la única diferencia entre Dios y un argentino es que Dios sabe que no es argentino.
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