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Fascistómetro
A estas alturas de la historia, la diferencia más visible entre el fascismo y el comunismo es que a los comunistas no nos importa que nos llamen así, aunque nadie lo sea del todo. Pero lo de fascista ofende a los propios fascistas. Por algo será.
Uno no sabe muy bien si el hecho de que Rocío Monasterio, la señora esa del partido de la enciclopedia, haya sido trending topic en los últimos días ha sobrevenido por causa de su chulería o de su tardofranquismo igualmente cuartelero. La primera de dichas virtudes sólo está bien vista en los debates de la televisión basura y la segunda, en las ventas de carretera, aunque ahora haya un gentío dispuesto a votar al único partido de la historia democrática de España que ha criado escaños prometiendo que restringirá derechos en lugar de ampliarlos.
Quizá sería conveniente que las autoridades sanitarias realizaran PCRs de fascismo, anticuerpos alojados en cualquier poder aunque sea democrático, dado que se trata de un virus contra la propia democracia. Así, en el caso de su celebrada intervención en el “Hoy por hoy” de la Cadena Ser, la candidata madrileña de Vox, no se quitó la mascarilla sino la máscara.
Pero al personal parece darle igual que ella y sus socios quieran deportar a inmigrantes ya nacionalizados como españoles o echen a pelear a los menores extranjeros con nuestras abuelitas por un puñado de subsidios. Lo que no ha gustado ni pizca es su aire de mala de telenovela, de Cruella de Vil pasada por su Cuba natal: ¿cómo va a expulsar a quienes no tengan papeles si ella no los tenía todavía cuando firmó proyectos como arquitecta?
Llamarle fascista ya es otra cosa. Aquí, para llamar así a alguien harían falta dos trabajos de fin de grado por la Universidad de Cambridge. No basta con que alguien se asome al balcón todas las tardes para declamar algún pasaje de "Mein Kampf"
Pero lo de llamarle fascista ya es otra cosa. Aquí, para llamar así a alguien harían falta dos trabajos de fin de grado por la Universidad de Cambridge. No basta con que alguien se asome al balcón todas las tardes para declamar algún pasaje de “Mein Kampf”: no sería fascista sino nazi, advertirían los que expiden el certificado Aenor de lo políticamente correcto.
Que busquen revertir el erario público hacia la sanidad privada y los colegios religiosos sería más bien cosa de liberales o democristianos. Los fascistas de pura cepa, además, no eran creyentes, aunque la Iglesia Católica no hiciera demasiado por condenarles. Desde que Franco les juntó a la fuerza con los carlistas, los falangistas ya tampoco son como los de antes: lo de la dialéctica de los puños y las pistolas y los principios de José Antonio lo cambiaron ya hace mucho por un gorrito de requeté. Y no me negarán que tenía mucho de fascista el tiro en la nuca y el pasamontañas, los cuerpos enterrados en cal, los refugiados que no pueden refugiarse, el tú eres mía y de nadie más. Pero no podemos llamarles así porque, con rigor, sólo podríamos motejarles como etarras, cloacas del Estado, eurócratas o maltratadores.
Si golpean con saña a los gays, son tan sólo homófobos, que es una de esas palabras que necesitan notas a pie de página. Si se enfrentan con palos y cadenas a los que tiran piedras a sus almas de cántaro a la primera provocación, apenas se les reconoce a unos y a otros como hinchas del fútbol. Si pregonan sus majaderías a voz en grito en la barra de un bar, avisamos antes a la policía para denunciar la subida de los decibelios en sus voces que el delito de odio en sus palabras.
Para ser fascista, primero, hay que ir siempre vestido de negro. Pero no vale Cat Woman ni Johnny Cash. Botas altas, desde luego, pero tampoco sirven las de Julia Roberts en “Pretty Woman”. ¿Un gorro con borlones, unas plumas? No basta con ser legionario, drag queen ni bersaglieri para ser fascista. Ni siquiera Briggitte Bardot, con todo el mérito que ha hecho para serlo, sería admitida en su mismo club en España, porque es animalista y a la admirada estrella francesa ni le gusta la fiesta taurina ni que maltraten a los caballos en los vídeos electorales.
Yo soy muy de la Real Academia Española, salvo cuando ningunean a los gitanos y a las mujeres. Y, a su diccionario me someto. Fascismo, tres acepciones
Yo soy muy de la Real Academia Española, salvo cuando ningunean a los gitanos y a las mujeres. Y, a su diccionario me someto. Fascismo, tres acepciones: 1. m. Movimiento político y social de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del siglo XX, y que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación nacionalista. 2. m. Doctrina del fascismo italiano y de los movimientos políticos similares surgidos en otros países. 3. m. Actitud autoritaria y antidemocrática que socialmente se considera relacionada con el fascismo. En este caso, lo que diga la RAE va a misa.
Cuentan que Rafael Alberti y María Teresa León, recién llegados a Roma en plena ascensión de Mussolini, acudieron a saludar a Ramón María del Valle-Inclán que prácticamente les empujó hacia una comitiva congregada al paso de un convoy donde viajaba el Duce: ¡Benito, Benito!, habría exclamado con alborozo el autor de “Luces de Bohemia”. Pero no se detuvo. Así que mientras se alejaba su coche oficial, Valle se volvió hacia el joven matrimonio y les espetó algo así como: “Está visto que este Benito es un botarate”. Tampoco está clara la diferencia entre los fascistas y los botarates, aunque yo creo que hay un claro distingo: los fascistas son los fascistas. Los botarates, dicho sea con toda cortesía democrática, son muchos de quienes les votan. A vuelta de este correo, espero dos balas en mi domicilio cuando ustedes gusten.
A estas alturas de la historia, la diferencia más visible entre el fascismo y el comunismo es que a los comunistas no nos importa que nos llamen así, aunque nadie lo sea del todo. Pero lo de fascista ofende a los propios fascistas. Por algo será.
Uno no sabe muy bien si el hecho de que Rocío Monasterio, la señora esa del partido de la enciclopedia, haya sido trending topic en los últimos días ha sobrevenido por causa de su chulería o de su tardofranquismo igualmente cuartelero. La primera de dichas virtudes sólo está bien vista en los debates de la televisión basura y la segunda, en las ventas de carretera, aunque ahora haya un gentío dispuesto a votar al único partido de la historia democrática de España que ha criado escaños prometiendo que restringirá derechos en lugar de ampliarlos.