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No somos de fiar
Los ciudadanos han perdido la confianza en la política. Nos lo repiten las encuestas y se pasan el día dándole vueltas políticos, asesores, sociólogos y tertulianos, tratando de descubrir en qué momento se rompió la magia, de quién es la culpa y, sobre todo, si hay manera de arreglarlo. Pero hay preguntas que carecen de respuesta, quizá precisamente porque estén mal planteadas. Tal vez lo que deberíamos preguntarnos es: ¿cuándo dejaron los políticos de creer en nosotros?
Puede que esa desconfianza haya estado ahí siempre, pero ha estallado virulentamente al mismo tiempo que la burbuja económica: esa idea de que los ciudadanos no somos de fiar. El mensaje se repite machaconamente, en cada medida que nuestros gobernantes aprueban para hacer frente a la crisis. Y es tan insistente que más de uno empieza a creérselo. Que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Que hay que pagar tasas judiciales porque ponemos denuncias como quien va a por pipas, por aburrimiento. Que los jubilados tienen que costearse sus medicinas porque se las toman como caramelos o utilizan las recetas para comprarle transilium de estrangis a la nuera. Que quien pide la dación en pago de su vivienda tiene el secreto propósito de comprarse un chalé en la playa. Que no sirve de nada dar de comer tres veces al día a los niños sin recursos, porque, como todo el mundo sabe, al día siguiente te van a pedir una bicicleta.
Que la oscura vocación de los profesores es adoctrinar, y por eso hay que animar a los alumnos a que presenten denuncias anónimas contra ellos. Que cuando un funcionario se da de baja está fingiendo, así que lo mejor es reducirle el sueldo desde el primer día. Que quien se compra un CD virgen no tiene otro pensamiento que piratear una película o el último disco de Bisbal: que vaya pagando su delito por adelantado con el canon digital. Que quien se manifiesta para parar un desahucio tiene en su programa electoral la derogación de la democracia y la instauración del comunismo, o el fascismo, o el nazismo, según el día. Que hay que endurecer la ley del aborto para impedir que las mujeres busquen “pretextos” para poner fin a su embarazo.
No son de fiar los jueces, a los que se acusa de “afán de protagonismo” cuando se hacen cargo de una investigación peligrosa. En realidad, los jueces ni siquiera se fían entre ellos, como se ha visto en el pulso entre Ruz y Bermúdez en el caso Bárcenas o en el empeño de Mercedes Alaya en deshacerse de los jueces Ana Rosa Curra y Rogelio Reyes para instruir en solitario el caso de los ERE en Andalucía. Tampoco se fían entre ellos los propios políticos: ni de sus rivales ni aún menos de sus compañeros de filas, haciendo ricas a las agencias de detectives de Madrid o Barcelona.
Y, sobre todo, no somos de fiar los periodistas, a quienes deben imponernos nuevos límites, como ha sugerido el presidente madrileño Ignacio González. Se imponen las comparecencias sin preguntas y las entrevistas-monólogo tipo Jesús Hermida. En Italia, Beppe Grillo se niega a dar entrevistas, mientras en España los responsables del calculadamente misterioso Partido X creen innecesario y hasta una vulgaridad desvelar su identidad ante los medios o sus potenciales votantes.
No se fía el PP, pero a veces tampoco se fía el PSOE. Los socialistas están desconcertados ante una ciudadanía que no se comporta como antes, que pone verde a Rajoy pero se empecina en despreciar a Rubalcaba en las encuestas. Que acampa en masa en la Puerta del Sol, bajo el despacho de Esperanza Aguirre, para dar días después al PP una apabullante victoria en las elecciones municipales. ¿Pero qué es lo quieren?, se preguntan.
“No te fies del que de nadie se fía”, escribió hace un siglo el poeta italiano Arturo Graf. Para restaurar la confianza de los ciudadanos en la política, la política tendrá que empezar a confiar de nuevo en la gente. Pero también sabemos que la política es algo demasiado serio como para dejarlo únicamente en manos de los políticos. ¿Seremos nosotros capaces de fiarnos del vecino que nos da los buenos días, del tendero de la esquina, de la profesora de nuestros hijos? ¿Llegaremos a fiarnos de ése que nos mira desde el espejo?
Los ciudadanos han perdido la confianza en la política. Nos lo repiten las encuestas y se pasan el día dándole vueltas políticos, asesores, sociólogos y tertulianos, tratando de descubrir en qué momento se rompió la magia, de quién es la culpa y, sobre todo, si hay manera de arreglarlo. Pero hay preguntas que carecen de respuesta, quizá precisamente porque estén mal planteadas. Tal vez lo que deberíamos preguntarnos es: ¿cuándo dejaron los políticos de creer en nosotros?
Puede que esa desconfianza haya estado ahí siempre, pero ha estallado virulentamente al mismo tiempo que la burbuja económica: esa idea de que los ciudadanos no somos de fiar. El mensaje se repite machaconamente, en cada medida que nuestros gobernantes aprueban para hacer frente a la crisis. Y es tan insistente que más de uno empieza a creérselo. Que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Que hay que pagar tasas judiciales porque ponemos denuncias como quien va a por pipas, por aburrimiento. Que los jubilados tienen que costearse sus medicinas porque se las toman como caramelos o utilizan las recetas para comprarle transilium de estrangis a la nuera. Que quien pide la dación en pago de su vivienda tiene el secreto propósito de comprarse un chalé en la playa. Que no sirve de nada dar de comer tres veces al día a los niños sin recursos, porque, como todo el mundo sabe, al día siguiente te van a pedir una bicicleta.