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Good Bye, Merkel!
¿Recuerdan aquella película alemana, Good Bye, Lenin!, en la que una mujer de la RDA, orgullosa de sus ideales, entra en coma justo antes de la caída del Muro y, cuando vuelve en sí, el hijo se esmera en evitar que la madre se entere de que todo ha cambiado? Hay hitos en la historia universal, de un país o en la vida personal que generan un antes y un después. Bien podría hacerse un remake, se me ocurre, con la crisis de la Covid. La salida de Angela Merkel de la cancillería no es para tanto (su labor, además, ha sido a lo largo de 16 años y poco efectista -“Schritt für Schritt”, le susurró al coronavirus, que traducido quiere decir “poquitapoco”-), pero su paso por Alemania y Europa no deja las cosas tal cual estaban.
No me extrañaría que su sucesor, quienquiera que sea, se vaya a sentir a ratos como un pobre diablo; yo en su lugar titubearía en los discursos ante el Bundestag e iría dando traspiés por las moquetas solo de pensar que me van a comparar sin descanso con Ella. Armin Laschet, sin ir más lejos, ya metió la patita hasta el corvejón al echarse unas risas mientras el presidente de la República daba las condolencias a los familiares de las víctimas de las inundaciones del pasado verano, consideradas como la mayor catástrofe natural que ha habido en su país. Los de la serie The thick of it –si no la han visto aún corran a verla- se quedan cortos al lado de este tipo. De ahora en adelante, la sombra de Merkel va a ser tremendamente alargada.
Rechace imitaciones: nadie que sea de veras de centro derecha le disputa el sitio, ni le hace ojitos, ni se contagia del discurso y las maneras chulescas de los nostálgicos del nazismo, el fascismo y el franquismo.
No seré yo quien haga una oda a las políticas neoliberales de la canciller que ya se marcha, que han hecho florecer la economía alemana pero también han dilatado la distancia que separa a los ricos de los pobres. Oh, no eres tú mi cantar. Sostengo, sin embargo, que más quisiéramos tener en España una líder de derechas como Merkel, capaz de provocar que la izquierda espabile a tope y capaz a su vez de darle la espalda sin vacilar, como una cabal, a la ultraderecha. ¿Dónde hay que firmar? Rechace imitaciones: nadie que sea de veras de centro derecha le disputa el sitio, ni le hace ojitos, ni se contagia del discurso y las maneras chulescas de los nostálgicos del nazismo, el fascismo y el franquismo.
El perfil de Angela Merkel no se puede dibujar de un solo trazo. Por eso es tan interesante. Es lo más parecido que nos quedaba en el catálogo de líderes a una política de antaño. Su reino ya no es de este mundo, su tiempo ha terminado. Sus aptitudes divergen en mucho de la nueva política: ¿dónde se ha visto ahora que una dirigente, en aras a seguir siendo congruente, reconozca que ha cambiado de criterio y opinión? Ella lo hizo con respecto a Europa, por ejemplo. O con respecto a la energía nuclear. ¿Dónde se ha visto ahora que un político se niegue a sacrificar los destinos de otros seres humanos en el altar de la realpolitik? “Si tenemos que pedir disculpas por mostrar una cara amable en situaciones desesperadas, este no es mi país”, dijo Merkel al no cerrar las fronteras a los refugiados sirios. ¿Dónde se ha visto que una líder de una potencia mundial reconozca su responsabilidad y pedir perdón? Merkel lo hizo durante la pandemia. En cada una de estas cosas ha sonado honesta y sincera. Todo ello es, a día de hoy, en la nueva política, un demérito. Según el marketing político actual, los políticos de ahora parecieran tener la obligación de molar: hacer pucheros delante de un espejo, salir perreando en la tele, coger un cachorrito en brazos, escupir huesos de aceitunas, parecer jóvenes briosos o ser estrepitosamente cínicos o necios. Que Ángel Gabilondo centrara su campaña en que él no era nada de eso da cuenta de cuánto importa la política-ficción. Merkel no es así, o al menos no lo parece. Es pretendidamente poco divertida, lo que, sumado a su edad eternamente incierta, le da un aire impecable de servidora pública, de capitana de los técnicos y burócratas. Sus trajes de chaqueta –los botones a veces desgastados- hablan por ella. Me da a mí que, si en vez de esos trajes le hubieran dado un guardapolvo, se hubiera sentido en su salsa. Las gentes de Alemania han sabido apreciar esto. La querían como canciller, no para irse con ella de cervezas.
A Angela Merkel la han representado en varias ocasiones como la Medusa de Caravaggio, decapitada, despojada de cuerpo, en ese intento sempiterno de retratarlas (retratarnos) como usurpadoras y no como usuarias del poder.
Pero no quiero acabar mi despedida de Merkel sin detenerme en su condición de mujer. “¿Cómo hemos aprendido a mirar a las mujeres que ejercen el poder o que tratan de ejercerlo?”, se pregunta Mary Beard en su libro Mujeres y poder. Ella misma responde: “No tenemos ningún modelo del aspecto que ofrece una mujer poderosa, salvo que se parece más bien a un hombre”. Y alude precisamente a Merkel y a sus los trajes pantalón que pueden ser una táctica –comenta- “para que las mujeres parezcan más viriles y así puedan encajar mejor en el papel del poder”. Y “si hay un patrón cultural que funciona precisamente para despojar de poder a las mujeres, ¿cuál es exactamente y de dónde lo hemos sacado?”, sigue preguntándose. A Angela Merkel la han representado en varias ocasiones como la Medusa de Caravaggio, decapitada, despojada de un cuerpo, en ese intento sempiterno de retratarlas (retratarnos) como usurpadoras y no como usuarias del poder, al que acceden para provocar el caos, la muerte y la destrucción. No es casual que merkelizar -verbo que ya existe en alemán- signifique ser pasivo, vacilante, no tener una opinión firme.
De poco les ha valido este retrato. Independientemente de la ideología, la cancillera ha dejado el listón muy alto. Cancillera he dicho, sí. El diccionario solo admite el masculino canciller. Esta resistencia a feminizar los cargos o profesiones cuando éstas son prestigiosas viene muy al pelo de lo que decimos Beard y yo. Nos deja su sombra, espesa y alargada, pero ojalá también persistan -aunque lo dudo- en la ciega política actual alguna de las luces que también deja encendidas. Good Bye, Merkel!
¿Recuerdan aquella película alemana, Good Bye, Lenin!, en la que una mujer de la RDA, orgullosa de sus ideales, entra en coma justo antes de la caída del Muro y, cuando vuelve en sí, el hijo se esmera en evitar que la madre se entere de que todo ha cambiado? Hay hitos en la historia universal, de un país o en la vida personal que generan un antes y un después. Bien podría hacerse un remake, se me ocurre, con la crisis de la Covid. La salida de Angela Merkel de la cancillería no es para tanto (su labor, además, ha sido a lo largo de 16 años y poco efectista -“Schritt für Schritt”, le susurró al coronavirus, que traducido quiere decir “poquitapoco”-), pero su paso por Alemania y Europa no deja las cosas tal cual estaban.
No me extrañaría que su sucesor, quienquiera que sea, se vaya a sentir a ratos como un pobre diablo; yo en su lugar titubearía en los discursos ante el Bundestag e iría dando traspiés por las moquetas solo de pensar que me van a comparar sin descanso con Ella. Armin Laschet, sin ir más lejos, ya metió la patita hasta el corvejón al echarse unas risas mientras el presidente de la República daba las condolencias a los familiares de las víctimas de las inundaciones del pasado verano, consideradas como la mayor catástrofe natural que ha habido en su país. Los de la serie The thick of it –si no la han visto aún corran a verla- se quedan cortos al lado de este tipo. De ahora en adelante, la sombra de Merkel va a ser tremendamente alargada.