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Siete  juegos de infancia que no tenían ningún sentido (1)

Rancio

Lo de las estaciones, cuando se es adulto, puede ser útil para organizar nuestra vida, pero de pequeño, el año tenía dos épocas claras: la de las canicas y la de los trompos. 

Los juegos eran tan importantes que estructuraban nuestro tiempo. El problema es que, al mirarlos con distancia, uno se aterra porque no tenían ningún sentido. Vamos a analizarlos.

Canicas

 

Resulta que le ganabas la canica al otro si conseguías separar las dos bolas tras varios impacto que las separaran en las siguientes distancias: “dedo”, “cuarta”, “pie” y “tres pies”. No existe esa escala en ningún sistema métrico mundial, y por si fuera poco, había que meterle las tensiones de que uno tenía los pies más grandes que otro, que si la cuarta era una mano con los dedos juntos o abiertos, que las canicas españolas valían menos que las de mercurio y que, si el otro tenía canicas de acero podía cascarte la tuya. Además, añade un universo nuevo: los bolones, que eran igual que las canicas pero más grandes.

 

Se, se, sé, María José, que salga bien

Pero vamos a ver, ¿quién se inventó la historia aquella de una vieja que mató un gato con la punta del zapato? Eso lo meto yo en un libro y no se lo cree nadie. Pero lo peor era que, encima, se decía “pobre vieja, pobre gato, pobre puntata del zapato”. Esto lo cogen los animalistas de hoy y se caga la perra: ¿Pobre vieja? ¡Si esa vieja es más mala que el tabaco! ¿Pobre punta del zapato? ¿En serio? ¡¿Acaban de matar un gato a patadas y nos preocupamos del zapato!? Después de la sevillana de “Me casé con un enano pa hartarme de reír” es lo más cruel que he escuchado. Pero ahí estábamos todos dando palmas y recitando.

 

Trompos

 

Cuando las canicas agonizaban, había uno que traía un trompo con una cuerda para bailarlo, y ya se liaba. Más molaban los trompos mientras más golpes tuvieran, había algunos que los pintaban con rotuladores y quedaban muy chulos cuando giraban, y sobre todo los había que los tenían de, atención, “Punta Carnicera”. Esos eran más complicados de encontrar. Tenían la punta de acero afilada y provocaban leyendas urbanas como que un niño se lo bailó en la mano y se le quedó la palma con un agujero como a Cristo, o que si lo tirabas fuerte contra otro podías partir los trompos.

 Al cielo, cielo voy

 

Es el juego preferido de los traumatólogos de hoy en día. A él le deben millones de euros de consultas de gente que nos reventamos la espalda con el jueguecito… Pero qué bien nos lo pasábamos. La dinámica era clara: se ponía uno de espalda a una pared y luego una ristra de chavales doblados se iban colocando metiendo la cabeza entre las piernas del anterior. Después, uno venía desde atrás corriendo, gritaba “Al cielo, cielo voy” y saltaba sobre la espalda del probrecito que fuera. Si había alguno que te hubiera saltado a dolor, evidentemente, tú lo buscabas cuando te tocaba saltar. Evidentemente, amigos con motes como “el gordo”, “el bombona” o “el Mani” generaban terror en este juego.  No me quedó nunca claro quién ganaba; bueno sí, los traumatólogos.  

 

Cartitas perfumadas

 

Otra moda sin ningún tipo de explicación desde la lógica occidental fue la de coleccionar cartitas perfumadas. Eran cartitas cursis hasta un nivel tan bestia que no solo eran rosas, con flores y princesas, sino que iban perfumadas. Se cambiaban no sé muy bien según qué criterio. Quiero decir que yo nunca entendí por qué cambiar una que olía a melocotón por una con un corazón que salía de una maceta. Pero bueno, había un tráfico de eso que ni el cártel de Sinaloa. Supongo que del exceso de azúcar de aquellas cartas nacieron los instagrams de gatitos.

 

Pasillito y Collejas  

 

Se trataba de darle collejas a otro con alguna excusa. En cualquiera de las dos opciones hablamos de uno de los juegos más crueles que ha conocido el ser humano. Pero sobre todo era temible El pasillito.  El pasillito era atravesar un pasillo de compañeros borrachos de impunidad que te iban a dar una colleja. La idea era que si tú veías al primero darte, era ese el que te sustituía dentro. La realidad era que había tanta gente que era imposible identificarlo y, ay, amigo, cuando te caía la primera y no lo habías pillado, ya te caía una tormenta de galletas de la que solo podías escapar pasando rápido. A eso, todavía había algunos más malos que te ponían zancadilla para que te cayeras y encima de las tortas te fueras con las rodillas echadas abajo. Por si fuera poco, cuando te cortabas el pelo, aparecía una nueva ventana de crueldad y todos podían darte otra colleja. Ese odio social se regulaba muy bien, porque el que te daba a ti fuerte, se la llevaba cuando se pelaba él. Todo vuelve, sobre todo el atún encebollado.

 

Cunita de lanas

 

Otro superenigma era este. Había alguien que traía un cordel de lana anudado y entre dos se ponían, mientras uno lo tenía en las manos, a engancharla, cruzarla y tirarla por los dedos hasta hacer formas propias de la teoría de las cuerdas. Nunca me quedó claro tampoco si había modelos claros antes, o si

realmente se hacían diseños al azar. Tampoco entendí nunca por qué era entretenido, pero debía serlo porque se hacía mucho.

 

Como es tarde y seguro que os tenéis que ir a algún sitio, seguiré en el siguiente texto. No sería justo dejar sin analizar el elástico, el 1X2 con una pelota de papel de plata, el tablero con una de tenis, los fichajes bis o incluso el juego prohibido: el Fliper On The Ride. 

Lo de las estaciones, cuando se es adulto, puede ser útil para organizar nuestra vida, pero de pequeño, el año tenía dos épocas claras: la de las canicas y la de los trompos. 

Los juegos eran tan importantes que estructuraban nuestro tiempo. El problema es que, al mirarlos con distancia, uno se aterra porque no tenían ningún sentido. Vamos a analizarlos.