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Una larga semana para Núñez Feijoo
El informe caritas no deja nunca lugar a dudas. El algodón de la realidad no engaña. Tengo para mí que Alberto Núñez Feijoo –la tilde en la primera o es tan impostada como las encuestas que le vaticinaban un paseo militar—no debe conocer todo el repertorio de Joan Manuel Serrat; así que quizá ignore uno de sus mejores versos: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
El todavía presidente del Partido Popular se asomó al balcón de Génova con cara de yo no fui. Gallego como Rajoy, no sabía si subir o si bajar de la escalera. Ni si tirarse al vacío o celebrar su victoria pírrica. Optó por lo segundo y, olvidándose del dolor de espalda que le obligó a suspender parte de su agenda de campaña, dio un par de saltitos como una metáfora indudable de su quiero y no puedo.
A su alrededor, la plana mayor del partido, de impoluto blanco nuclear, parecía recién salida de una fiesta ibicenca a la que el Dj no hubiera acudido. Miró a Elías Bendodo, entre diciéndose “¿tú también, Bruto, hijo mío?” o “se te está poniendo cara de Teodoro García Egea”, pero sin huesos de aceitunas y esas extravagancias. Tan sólo desentonaba en esa foto finish Isabel Díaz Ayuso, con su vestido rojo Salomé, aguardando que le sirvieran en bandeja la cabeza del Bautista.
Maldito Abascal, ese espantapájaros que ha ahuyentado el voto del centro a las gaviotas o los charranes, sea lo que sea el logotipo del partido del verano azul
Las multitudes, allí abajo, la salvaban a ella y gritaban su nombre como si fuera el de Barrabás. Todavía no vociferaban, eso sí, ¡crucifícale, crucifícale!. Algo era algo, le susurró su optimismo. Feijoo recordó lo que le había oído predicar a su maestro Manuel Fraga, cuando su amigo Marcial Dorado traficaba con cromos repes en el patio del colegio: “En política todas las victorias son efímeras, y todas las derrotas son provisionales”. Lo repetiría en su primera rueda de prensa, se prometió: “No lo hagas, presidente. Suena a pasado”, le disuadió Cuca Gamarra, que en ese momento le dio un repentino e inexplicable aire a Pablo Casado, un raro sesgo, un deja vu.
Maldito Abascal, ese espantapájaros que ha ahuyentado el voto del centro a las gaviotas o los charranes, sea lo que sea el logotipo del partido del verano azul. Esa noche, ensayó ante el espejo el semblante de estar cabreado consigo mismo, con la ultraderecha, con los socialistas bolivarianos, con ese país que estaba dejando de ser como fue siempre, bipartidista y mayoritariamente absoluto.
Pero, ¿dónde se habría metido, esa noche, su delfín, Juanma Moreno Bonilla? Había enviado un mensaje telegráfico, una postalita como la que un nieto manda al abuelo bajo un cocotero de Dominicana: “Te quiero mucho, viejo”. Le había echado de menos, sin embargo, en la noche electoral; pero, claro, no hubieran cabido allí todos los presidentes autonómicos que llenaban alegremente el mapa de consejerías de Toros y subsecretarías de Violencia Intrafamiliar. Se hubiera desplomado la barandilla y, entre los escombros, lo mismo aparecían los restos de los ordenadores de Bárcenas, machacados a martillazos.
El presidente andaluz, en ese momento, ensayaba un discurso sobre la aflicción de las familias con hijos homosexuales y su consejero de Justicia, José Antonio Nieto, reforzaba los juzgados de violencia de género. Los resultados del PSOE le provocaban un leve repelús: no habían ganado, pero habían acortado distancias, los ultras habían despertado al león dormido de los izquierdistas a la violeta, los del cuerpo a tierra que vienen los nuestros, lo que no perdonan por un quítame allá ese desacuerdo con el Gobierno al que alguna vez votaron, los que prefieren la abstención del sofá a votar con la nariz tapada.
"Sería un inmenso error que gobernasen los independentistas", declaró ante una turba de periodistas ávidos de sangre. Hablaría con el PSOE, se recomendó. Si Pablo Iglesias había asaltado los cielos, él podía perfectamente conquistar La Moncloa
En algún momento, tuvo que decírselo a Feijoo. El presidente que no podía ser presidente, un día después de dejarse las venas largas en la Junta Directiva Nacional y comprometerse a intentar la investidura, viajó a Santiago de Compostela en el Día de Galicia y festividad del patrón, aunque tuviera que ocupar un sitio de segunda en la ceremonia.
El botafumeiro, impresionante incensario de 62 kilos de peso, a 68 kilómetros por hora, en un arco de 65 metros y hasta una altura de 62, lo tuvo claro: tenía que darse prisa. “Sería un inmenso error que gobernasen los independentistas”, declaró ante una turba de periodistas ávidos de sangre. Hablaría con el PSOE, se recomendó. Si Pablo Iglesias había asaltado los cielos, él podía perfectamente conquistar La Moncloa. Hablaría, si hiciera falta, con los propietarios de los grandes medios de comunicación, con los tertulianos leales, con los fieles analistas, con el IBEX 35, con las eléctricas, con las entidades financieras que hubieran podido tener más beneficios de los que han tenido si no les hubieran mordido con el impuesto comunista a la Banca: “Pero esos no cuentan, no tienen escaños propios”, le contradijeron sus asesores.
Fue, entonces, cuando en un arrebato de lucidez y de coraje, se decidió. Iba a llamar a José María. En España, muerto Escrivá de Balaguer, no hay otro José María que no sea Aznar. Se había mostrado renuente a hacerlo hasta entonces. Le imaginaba riéndose a mandíbula batiente o afilando la catana de la FAES. O ambas cosas al mismo tiempo. Pero se armó de valor: “Querido presidente –le saludó--, ¿cómo era aquello del Movimiento Vasco de Liberación? ¿Te parece bien que, en vez de un cursillo de inmersión en el inglés, aprenda a hablar catalán en la intimidad? Carles Puidemont no parece tan mala persona”.
El informe caritas no deja nunca lugar a dudas. El algodón de la realidad no engaña. Tengo para mí que Alberto Núñez Feijoo –la tilde en la primera o es tan impostada como las encuestas que le vaticinaban un paseo militar—no debe conocer todo el repertorio de Joan Manuel Serrat; así que quizá ignore uno de sus mejores versos: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
El todavía presidente del Partido Popular se asomó al balcón de Génova con cara de yo no fui. Gallego como Rajoy, no sabía si subir o si bajar de la escalera. Ni si tirarse al vacío o celebrar su victoria pírrica. Optó por lo segundo y, olvidándose del dolor de espalda que le obligó a suspender parte de su agenda de campaña, dio un par de saltitos como una metáfora indudable de su quiero y no puedo.